Neogótica
Luis Bravo [@] [www]

"Oh vida

Oh lenguaje

Oh Isidoro"

Alejandra Pizarnik

(Cut-up de la Medusa y el Montevideano) *

Hay tardes en el verano en que las plazas quedan tendidas, como aplanadas por una inmensa plancha de hierro, mientras un vapor caliente comienza a disolver las pobres certezas de las criaturas. Es cuando la falsa puerta del tiempo de la que hablara Borges, el poeta ciego, espera oculta a la luz del mediodía, soñando abrirse al pasajero que se atreve a tales aventuras. Al atravesar el umbral bajo extraña luz, puede percibirse sobre el mismo trillo, como en un video en cámara rápida, el tránsito simultáneo de autos, cachilas, tranvías, sulkies y una carreta, uno de cuyos caballos trisca ahora los pastos mientras espanta moscones verdes con la cola. Otros caballos remolcan cuerpos tanto más cansados según la canícula se apodera de los humores. El calor estanca, corren gotas por la frente y la gente, la gente sale de sus piernas.

Así el paso sedoso, anunciado por largas faldas con volados que acarician la tierra, se enlentece, sinuoso, bajo la puntilla del paraguas de sol. Un par de botas de cuero curtido se detiene bajo un chambergo que silba bajito un piropo socarrón. La escena se repetirá durante años con diferentes vestimentas, palabras, gestos y personajes a lo largo de la pasiva y sus teatrales columnatas. Cansa atravesar la granítica pampa que llamarán Independencia sin que la larga sombra larga del Ecuestre se proyecte sobre el destino peatonal. Atrás la puerta del Ejido promete, sino un viaje, al menos un paseo, al fresco amparo de una historia.

*

Es de esperar que la siesta apacigüe los redobles. No sería pertinente que el ruido de las armas se alzase a estas horas como suele ocurrir en las noches, provocando esa ola de aturdimiento hipnótico y maravilloso.

En la breve calle del Bacacay el nombre Atlanta refiere: "Primera librería electrónica del Uruguay". En la continuación hay un callejón llamado Policía Vieja donde en un potrero de libros hallé un tomo desvencijado del Arte de Hablar de José Gómez de Hermosilla, a quien ya nadie conoce ni usa. Al llegar a la Plaza Matriz, este huérfano, un servidor de platos fuertes, emprende una solitaria caminata alrededor de la fuente circular que domina el paisaje bajo los plátanos.

Camino en círculos concéntricos según lo adecuado al inicio de los ritos. Giro. Giro cada vez más rápido ayudado por el Viento que nunca dejará de soplar en estas esquinas. Incluso de aquí a unos años, cuando la gran cúpula de membrana transparente cubra esta parte de la city, las máquinas de aire deberán regular atentamente la respiración del Gran Pulmón a frecuencia uniforme.

Recojo como al pasar, entre transeúntes desprevenidos, una moneda de oro y nácar, que se agiganta hasta hacerse escudo. Las piezas de una antiquísima armadura se incrustan en la vertical que, de existir, constituiría mi esqueleto. Con la velocidad que llevo parece que los angelotes devorables y las estúpidas quimeras de la fuente comienzan a gesticular, flotan cada vez más ágiles como en las moviolas de a vintén. Recuerdo cuando los fotógrafos comenzaron a experimentar en París y Montevideo con esos vidrios ahumados, revelando luces y sombras primero, hasta lograr que el retratado quedase congelado en el tiempo. La única vez que mi padre, con la excusa de probar la novelería, intentó exponerme a tal robo, me negué rotundamente. Pero como nunca falta quien, por capricho o vanidad, nos quiera involucrar en aquello a lo que resueltamente nos negamos, el saqueo igual sucedió. Con una cámara oculta, posiblemente bien pago por mi padre, il paparazzo logró su rentado empeño. En lo que a mí respecta, quien lleva mi nombre en esa foto, es otro, y no cuenta con mi consentimiento. Bien merecida tuvo su maldita ceguera ese pirata de imágenes. Claro que, mirado el hecho con filosofía, no me molesta tanto porque como dice mi compadre: yo siempre es otro. Una verdad incontrastable desde que los cuerpos cambian a diferentes formas, según la voluntad de quien esté detrás: dioses, poetas, chamanes, actores, dibujantes de comics, ingenieros genéticos, extraterrestres o sencillamente mutantes.

Los ángeles regordetes de la fuente parecen blanduzcos, mareados entre parches celestiales, cabalgando en grisáceas monturas de mármol. Mientras giro, vistiendo el casco que Monsieur Hades me ofreciera antes de partir, veo una estampita de San Jorge lanceando a un dragón desde un tordillo imposible. Veo también la mancha violácea de una cresta de gallo, boqueando vencido sobre la arena ensangrentada, mientras un guacho junta del polvo unas pocas monedas que ya oigo tintinear en su bolsa. Estos flashes me atraviesan por detrás de la retina, información anárquica, desprendimientos de alguna caverna del neo-córtex que, aun en este estado, conservo.

El dragón se desarma ahora como una escultura de yeso cayendo desde un pedestal con pie flojo. Me miro las uñas larguísimas, esas que tanto había deseado, y percibo que unas alas, pequeñas como escamas, han crecido en mis talones. El descubrimiento me hace feliz. Prendo un cigarrito, transito detrás del humo. El paisaje es de la posguerra onírica. ¿Soy el soñante planeando con la forma del búho blanco sobre la interminable ciber-ciudad de Hipnos? La cicatriz lumínica de la puerta permanece encendida al fondo de la calle Sarandí.

*

El Montevideano da vueltas como un sonámbulo por el ajedrez de la plaza. Deambula en un desierto invocando a un dios desconocido con la cara esculpida en arena. Una húmeda penumbra se le entierra hasta la cintura, como un caballo negro. El jinete va empuñando en la siniestra un portentoso escudo que brilla como el sol. Y murmura:

"De mi boca nace, lava del escándalo, un líquido rojizo. Un líquido rojizo que nace de tu cabeza sangrante entre mis manos. Conduzco tu mitológica testa, con los ojos de muerte abiertos, hasta lo alto del campanario"

Cabalga recitando como un profeta loco, mientras caracolea sobre el dragón, arrastrando de un lado a otro una larga cabellera verde, decapitada bajo el influjo ciego de la última tormenta. La hoz que aún gotea en su mano derecha, enrojecida, cumplió sobradamente. También él cumplió hasta el último detalle lo encomendado por la dulce voz que, extramuros, desde el río, le susurrara:

"encamínate hasta la bahía donde se divisa el sexto monte, usa las sandalias aladas pero no vueles muy alto; pule al máximo el escudo hasta que parezca un espejo, enfréntalo a la mirada de la que convierte en piedra y ceniza a quien osa mirarla. Cuando la encandile su propia luz, corta de un solo tajo su cabeza. Coloca sus fulminantes ojos en la égida".

Nadie encontraría jamás los restos, bellos y monstruosos, de aquel cuerpo. Así estaba dispuesto. Él sabía que al cortar la poderosa yugular vería brotar de una de sus arterias un diminuto caballo alado que regresaría, raudo, al variopinto valle de la mitología. No estaba previsto, sin embargo, que una insondable tristeza se apoderara de su corazón, ni que éste, hecho un escarabajo negro, derramara pesadas lágrimas de ónix sobre aquel enhiesto cuello pagano. Es más, la emanación sentimental de estos acontecimientos lo convertía, para su vergüenza y una vez más, en un nostálgico vampiro de mampostería.

No había permanecido más que segundos en ese quejido de jabalí atrapado, mascullando entre lanzas la detestable condena de la trampa, cuando lo sorprendió el eco de su propia voz, bramando a los cuatro vientos:

"Desde lo alto grito a toda la ciudad,

con el escudo en alto grito a toda la ciudad:

soy el héroe, el amante, el matador, el telépata"

Tan dramático discurso, voceado con tonalidades operísticas, descendía desde la cúspide del campanario, en diagonal a su antigua alcoba. Muchas noches había intentado con desesperación hablar con el eterno habitante de tan alto sitio, hasta que se hartó de no escuchar respuesta. Gruesas gotas de sudor caliente podían verse brotando como manantial de agua salobre en su frente.

El resplandor de sus ojos titiló desde lo alto. Abajo, los trajeados ciudadanos se movían lentos, como a cuerda, bajo el techo negro de los paraguas. Un repiqueteo incesante, de cientos de máquinas de coser que pedalearan todas a un tiempo, se apoderó de las mesas blancas y vacías que frente a las puertas del bar yacían patas arriba, como roedores muertos. Por fin el cielo se desplomó en una ventisca polvorienta, atravesada por fugaces estalactitas de nácar.

Cuando cesó la tormenta una nube de vapor caliente recorrió el lugar. La gente, que se había sumergido bajo los pilots y las cornisas, cruzaba de una calle a otra, presurosa y en manada, para internarse en las tiendas con aire acondicionado y t.v.walls.

*

Con la mirada sedienta me detuve ante un niño que lamía inocente, con la punta de su lengua, los copos cremosos de un cono de chocolate. Arriba un cartel luminoso rezaba: "Frutas Tropicales". Con la cola entre las patas bajé hacia el mar.

Sobre la costa amarronada se veían, de a tramos, los restos desangrados del atardecer. Desde allí divisé la campiña indecisa de un amarillo fantástico.

A lo largo de la orilla decenas de barquitos de espuma plast y madera de cajones de verdura partían hacia el estuario, repletos de flores y velas encendidas.

Tomé por la curva de la Rambla ladeando las naranjas paredes de las canteras, acuciado por la cornamenta blanca de la luna que me seguía de un lado a otro como una pesadilla. Una vez en la playa volví a escuchar los cánticos. Me detuve ante un altar de estrellas, mar, arena, y pliegues blancos. Era la misa secreta de los negros donde aquella vez, púber, había comparecido. Un reconocible arrullo de magia, entonado con palabras que se me hacían familiares a la distancia, me envolvió en el aroma insondable de unos pechos morenos. Aullé entre ellos como desde una roca, con ese lamento dirigido a los mástiles fueguinos que navegan en alta mar. Al cabo de las horas, cuando el pabilo de las velas en los hoyos de arena cayó extenuado, vi amanecer.

Un sol matemático se irguió a este lado del Cerro, mientras se reabría como un herida, la extraña luz al fondo del pasillo de las calles. La atravesé.

Debo confesar que por vez primera en años, tuve la sensación de haber viajado por el origen, esas interminables bibliotecas de mi casa paterna.

Cuando la ocasión me lo permite salgo, murciélago entre anaqueles, envuelto en sombras y recorro con fruición la ciudad, éste y aquel sitio, durante los peores atardeceres del verano.

El Montevideano, protagonista de este relato, es Isidore Lucien Ducasse (1846-1870), Conde de Lautréamont. El 4 de abril de 1996 se cumplieron, silenciosamente, 150 años de su nacimiento en Montevideo.

corren gotas | dioses | poetas | el ajedrez de la plaza

Faro

Puente

Torre

Zeppelín

Rastreador

Nuevos

Arquitectos