En el parque
Morticia [@] [www]

- Quiero que me lo hagas en un parque.
Pasó el tiempo pero aquel día cumplirían todos mis deseos.

Estábamos allí en el parque, sentados sobre el banco de los corazones tatuados con fechas ilegibles sobre esa madera maquillada de tonos verdes. El sonido de las gotas de lluvia marcaba en el suelo su estampa descarada, desafiando la luz del día.
Fue en ese instante cuando su humildad arrodillada se coló bajo mi falda. Allí estaba él, atrapado entre mis muslos calientes a pesar de la temperatura exterior. Las gotas ahora también existían dentro de mí. Sus manos rápidas como arpegios encadenados, sulfuraban acelerando, mi olvido del lugar. El banco me abrigaba como la calabaza a Cenicienta, sin huellas que recordar. Los zapatos volaron a un charco cercano y los vi marcharse de la mano de mis pensamientos, tan lejos, que el sol hizo un guiño llamando a alguna nube.
Se apoderaba de mis piernas y del resto de mi cuerpo con las caricias propias de un demonio, mis bombillas de colores se encendían y se apagaban ante esa electricidad casi hidrológica. Comenzaba a empaparme la lluvia y la humedad crecía por todas partes, mojada y sin ánimo de secarme, mojada y buscando un cortocircuito que arrasara mi interior.
Caminaron varias sombras delante de la estatua que conformábamos, postura sacada de cualquier libro. Miraban apenas un segundo mientras mi pelo se desrizaba por encima de los hombros. Todo el nervio se concentraba allí, a su lado, allí bajo la ropa que lo tapaba completamente y tapaba la imaginación de cualquiera que no tuviera ese olfato que deletrea el sudor, el roce de su aliento confundido con escalofríos. Me sentí de nuevo animal en forma de mujer devorada por los dedos de un predador insatisfecho del poco ruido. Comenzó una sesión mucho más rápida y yo me acelere al compás de sus vibraciones. Ahora la luz y el agua navegaban libres por mis poros abiertos. Ruido, gemido, respiración profunda.

La situación hubiera encantado a un pintor de caricaturas de esos que exageran las bocas: La mía estaba tan abierta como mis piernas. Quería que no acabara y a la vez terminar, sentencié:
- ¡No termines!
- Aún no he acabado, me queda la uña del pequeñito.
Con un “clack”, sacado de cualquier información bancaria de factura por pagar, salió de su escondrijo con una sonrisa marcada por una gota en su boca.
- Un día de estos no sólo cortaré la uñas de tus pies, repasaré tu sexo con mis dientes.
- Ese día dejarán de crecerme y no habrá razón que te lleve a mi epicentro, recuerda que eres mi pedicuro, no mi odontólogo.
Le cambió la cara y abrió tanto la boca que pude ver un atisbo de sarro.
- Deberías pedir hora con el dentista, es una experiencia inolvidable.
Me levanté, coloqué mi falda y caminé descalza sobre el césped alejándome.

 

 

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