Alas de cartón
Francisco Peralta Simón [@] [www]

No sabía cómo había subido. No le importó. Culebrillas de luz chasqueaban sus cuerpos eléctricos en un mar negro. A su derecha, la luz se colgaba de una luna redonda, casi esférica, como un gran balón de fútbol repleto de esas culebrillas que se iban perdiendo, dormilonas, tras una sierra azabache. La brisa de levante batía copas y mecía la hojarasca, cargando el aire del aroma de cipreses y pinos que su abuelo plantó de joven.
 Sentado en el tejado, junto a la chimenea, enhollinados los bajos de los pantalones, Juan asía con las dos manos una humeante taza; saboreó a borbotones un café dulce como el chocolate, que era el sabor más fuerte que le habían permitido beber. Se rascó el incipiente vello del mentón, una fila de inquietas hormigas. Aquel era su día, se dijo, convenciéndose de que aquella luz misteriosa, el foco que dios había colocado para deleite del mundo, hoy, y por primera vez, lo enfocaba tan sólo a él. Extendió alas de cartón atadas con cinturones a sus brazos. La brisa le impelía los mechones trigueños. Era la hora, se dijo gravemente. Batió con todas sus fuerzas aquellas alas construidas con sus propias manos. Olía la salvia de la hierba sesgada por su padre aquella tarde. Las tejas claqueaban, hasta que no las notó bajo sus pies.
Todo era luz. Una luz lechosa que lo inundaba, como si se ahogara en un mar de luz luna.

El silbido de la cafetera. El hervor de la leche. El aroma de las tostadas y del chocolate. Marta abrió las ventanas y dispuso el desayuno en la mesa. Llamó a su marido y a su hijo. Una voz varonil respondió desde el lavabo. Como de costumbre, gritó a intervalos el nombre del niño. Como de costumbre, los tacones de Marta tuvieron que aldabear los peldaños de madera. Los goznes chirriaron, cansados. Susurró el nombre de su hijo. La luna se colgaba por la ventana. Todo era claridad en la habitación. La diafanidad de lo natural arrinconaba los muebles tras la cortina de luz.
Dormía. El rostro de Juan: la boca fresca, los pómulos anaranjados, el brillo de su piel, y la fila de hormigas en su mentón, resbalaba por un rayo de luz de luna. «¿En qué soñaría?», se preguntaba su madre sonriendo.
No sabía por qué ni cómo había sucedido o si alguna vez había sido diferente a hoy, pero en aquel instante, la sonrisa se desgrano en un rictus de miedo. Bajo aquella luz de luna, Marta supo que su hijo ya no era un niño, y lloró.

 

 

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