El último polvo de don Urbano Silvestre
Dagoberto Segovia [@] [www]

Murió luchando. Luchando por un menester del que jamás estuvo orgulloso: coger. El amor de alcoba nunca fue su fuerte y cada tarde al sentir caer la oscuridad, buscaba refugio en la esquina de los viejos para hablar de vacas o de política, y así poder llegar muy noche, cuando las ansias de su desdeñada cónyuge se hubiesen apaciguado manualmente.

Durante su vida marital con doña Asunta la habría montado unas veinticinco veces, una por año, en ocasión de los aniversarios de boda. De esos polvos cadañales nacieron Manuela Plácida, Eulalio Nicanor y “Perla Partía” (nombre de batalla); la una monja, el otro cura y el último bailarina de flamenco en una cervecería de Puerto El Triunfo.

Don Urbano no era cardiaco, era de corazón sano y fuerte. Doña Asunta no se explicaba por qué pudo haber muerto tan de repente, cuando galopaba tan feliz y sin riendas sobre su vulva crepitante. La única ocasión en que habían copulado de día, un día cualquiera.

La pobre viuda relató a los presentes en el velorio, cómo ese nefasto día don Urbano amaneció sonriente cantándole estrofas de sus tiempos mozos: “la luna se está peinando/ en los espejos/ del río y un toro la está mirando/ entre la jara escondido (...) es el toro enamorado de la luna...”

Bien que en sus adentros se preguntaba extrañada ¿cómo podía creerse un toro alguien de escuálida erección y raquítica excreción seminal? Por pudor no lo comentó ante los presentes y siguió gimoteando desolada las últimas hazañas divulgables de don Urbano. “Me dijo amor por vez primera. Era tan simplón el pobre que me estremecí al oírlo; me acarició al salir y se alejó lanzándome besitos al aire, como un tonto adolescente el insulso. ¿Qué habrá soñado?”

Y no es absurdo imaginar que don Urbano hubiese tenido una de esas venturosas fantasías en las que él era el rey del mundo y su consorte la maga, realizadora de todas las quimeras y desfacedora de males. La verdad es que amaneció enamorado y con las pasiones a flor de pene.

- Se regresó, metió los animales de nuevo al corral y me llevó directo al camastrón- comentó doña Asunta sonrojada.

Lo demás no lo siguió narrando, sólo lo repasaba en su pensamiento y casi lo disfrutaba, mientras daba órdenes para que atendieran bien a las visitas.

Fue un casorio por conveniencia, en los días de bonanza de don Perfecto Silvestre, quien veía en su único hijo varón el fin de su rancia estirpe. “No quiero pensar que Urbanito me salga manflora, Dios me libre”. Y fue así como lo enredó en casamiento con Asunción Gallo Colorado, hija de un no sé quien; una muchacha sin gracia que pasaba noche y día con un rosario en la mano. El cortejo fue fugaz, tres semanas de idas y venidas por el parque, la iglesia y la hacienda, sin faltar la señorita Piedad, agria chaperona de la pareja.

La noche de bodas, luego de la fiesta, ninguno de los dos sabía qué hacer y se sentaron meditabundos en la orilla de la cama. De pronto una intrépida chispa en el cacumen le alumbró el entendimiento a Urbe y bajó al salón principal a preguntarle a su papá...

-¡Por la gran puta hijo! Métale esa mierda bien encabritada y frótesela hasta que escupa... ¡ah! y no se le olvide sacar la sábana por la ventana a las seis de la mañana.

Y así fue, al principio les dio un miedo terrible. Asunta se quedó tiesa, como una tabla, cuando el trasto de Urbano se le introducía. El temblaba y por momentos el príapo se le desmayaba. Pero el susto mayor se lo llevaron cuando sintieron sangrar sus intimidades, en el preciso instante en que se elevaban en una incomprensible sensación de éxtasis. No se sabe a ciencia cierta que cosas dijeron o pensaron, pero a las seis de la mañana la sábana blanca ondeaba orgullosa con una soberana mancha colorada de cuarta y siete dedos de longitud.

La sangrienta cópula de la primera vez los dejó un tanto temerosos y noche con noche ambos huyeron durante el primer año. Urbano se refugiaba en las vacas y caballos y Asunción en letanías e impetraciones. Al cumplir el primer aniversario, lo celebraron con pato al ajillo y una botella de vino espumante. Solos, alumbrados con un candil de kerosén, en defecto de velas perfumadas. De esa celebración surgió Manuela Plácida, y en años consecuentes, con la misma receta culinarias Eulalio y Locadio Helano (nombre de pila de “perla partía”).

- ¡Ay, pero mare mía! Qué vestío más sepulcral te has metío! – exclamó afeminado la perla. “Es el viejo el muerto, tu te quéas toavía”. Y sacó de su maleta uno de aquellos trajes de noche con los que bailaba el flamenco en la taberna del Capitán Tiburcio Maradiaga, negro de color, pero con brillantez de fiesta saturnal.

Nadie se escandalizo, pero nadie pasó inadvertida la silueta del aún hermosos culo de doña Asunta y los nacarados muslos que se dejaban ver entre las alforjas coquetas de aquellas naguas gitanas. A sus cuarenta y tres años no muy ajetreados, un aire de juventud veinteañera afloraba de sus magníficas tetas aprisionadas por el escote, deseosas de salir al aire para servir a aquellas bocas babosas que las deseaban... Pero, ¡qué cosas digo! Pobre viuda, si se encaminaba a dejar los despojos de aquel que hasta el final de su vida logró amarla y jinetearla como era debido. Y aunque no dejaba de disfrutar las miradas furtivas de los acompañantes y recordar con una sensación eléctrica entre las piernas la torre poderosa que por primera vez y última había disfrutado la víspera, gimoteaba y se enjugaba las lágrimas que el pundonor dejaba brotar.

El padre Eulalio Nicanor ofreció las exequias y tuvo la oportunidad de criticar con suavidad, pero severamente, a aquellas mujeres que no guardan el debido luto a sus maridos que han pasado al sueño eterno, y leyó ejemplares parábolas y pasajes de las Escrituras que todos escucharon con devoción.

Manuela Plácida con placidez, rezaba un rosario a la Virgen.

El cortejo salió rumbo al panteón. La familia doliente contrató a doce plañideras, quienes chillaron a moco tendido el kilómetro y medio desde la iglesia hasta la loma pelada del cementerio de Ozatlán, mientras los parientes planeaban la distribución de la exigua herencia. A todo esto, y desde el velorio, don Eutanasio Cucufate no le había quitado el ojo a la viuda y se volvió su sombra de aquí para allá, colmándola de atenciones y zalamerías.

El momento supremo había llegado. El empaque final de don Urbano fue abierto para que familiares y acompañantes pudiesen apreciar por última vez el complacido rostro del extinto. La primera fue doña Asunta. “¡Ayyyy, mi Urbe! Te fuiste y no me dijiste, ¡Ayyyy, qué dolor!, bramaba sobándose la rabadilla. Luego desfilaron las lloronas a sueldo y al compás de la marcha fúnebre se echaron la última berreada (consta en el recibo que ésta fue gratuita, en solidaridad con los dolientes).

Gruesos mecates rodearon los extremos del cajón y lo deslizaron suavemente hasta el fondo de la cárcava. Doña Asunta gemía y suspiraba tan fuerte que el pecho se le agitaba inflamándose hasta rebosar. Una blanca prominencia surgió del escote y don Eutanasio estuvo listo a cubrirla con su saco. Desde ese momento, la solemnidad del acto se trastocó en el morbo de los mirones y el apasionado no pudo evitar enarbolar bandera. Sin que nadie lo notase, pero con ganas de hacerlo, le arrimó su verga enardecida en el trasero. Ella la sintió y por un momento la invadió una sensación de amparo. Pero el evento cumbre llegó y había que echarle tierra al difunto don Urbano. A la viuda le correspondía el honor. La referida se agachó para tomar un puñado, pero resbaló de presto y caía directo en la zanja. La gente creyó por un instante que el dolor la había dominado y que quería acompañar a su marido hasta su morada postrera. Ella ni lo imaginaba, lo que intentaba más bien era no terminar de caer y como pudo lanzó sus manos al azar y logró asir el falo alzado de don Eutanasio. Esta vez no sólo sintió amparo, también mucha seguridad. En centésimas de segundo revivió el último polvo de su fallecido consorte y sin soltar aquella serpiente auxiliadora, se lamentó del año de luto obligado que como buena católica, apostólica y romana debía guardar. “Discúlpeme don Tano, fue sin querer”, se excusó con sonrojo.

- No se apene doña Asunta, que más turbado estoy...

Y se miraron a los ojos sin escrúpulos. Mientras tanto, la memoria del pobre don Urbano Silvestre se acercaba cada vez más a los umbrales del olvido.

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