El Burdel
José Antonio Soria [@] [www]

Este sábado, como de costumbre, nos reunimos los de siempre, esta vez en casa de Fernando. Al punto de las bebidas fuertes y del tabaco continuado, la conversación se deslizó por la afilada línea que separa la confidencia del debate. En este punto alguien me preguntó:

¿Y tú, alguna experiencia que contar sobre burdeles?

Sonreí beatíficamente para dejar constancia de mi total ausencia de experiencia alguna en este sentido, sin dejar por ello de reverdecer mi ya casi olvidada, y primera, y única experiencia en lo más parecido a un burdel. Mi primer encuentro con este submundo y su luz roja y oscura.

Mi trabajo en la Central de Correos, me liberaba postrado ya el sol, y tras un rocambolesco cambio de medios de locomoción, y al vómito del último autobús, asistía a la vida que llena a estas horas la Rambla.

Como de costumbre me acerqué al banco que queda más cerca de la pensión donde habitaba, en el que, y desde el que deslizaba la mirada y casi a partes iguales por el libro que leía y la gente que pasaba, a la que mentalmente le iba poniendo nota por su forma de vestir, o de andar, o por su belleza, o en casos particulares por sus culos y sus tetas.

Me sentí al momento desconcertado y asombrado al ver pasar por la acera cercana, y bajo los soportales a Alberto que andaba a buen paso.

Alberto fue un compañero de trabajo que vivía al otro lado de la ciudad, a escasos metros de la Central de Correos, y que siempre se escandalizaba cuando me oía comentar mis paseos nocturnos por la Rambla. Siempre decía que pasear por la Rambla de noche, era cuando menos un suicidio frustrado.

Me levanté súbito y alzando la mano que aferraba el libro, intenté, sin conseguirlo, llamar su atención.

Comencé a correr en su dirección, pero sin saber por qué, o sí, pero sin querer admitir el morbo que suscitaba en mí su presencia en este lugar, comencé a seguirlo desde lejos. Pensaba desvelar algún secreto nunca revelado en nuestras conversaciones en el trabajo. Lo seguí por aquella acera que parecía no pertenecer a la Rambla. Vi como se paraba ante un pintor de la noche y conversar con él larguísimos minutos. Disimulé acercándome a un kiosco de prensa, y con una revista en la mano, y dividiendo los ojos, uno en la revista y otro en la escena que me ocupaba, terminó su conversación y siguió su recorrido acelerado torciendo en una callejuela. Aquí la noche se cerraba en ausencia de farolas. Serpenteaba la estrecha calle haciendo quiebros y dibujando esquinas que me protegían, con su cerrada noche, del posible descubrimiento de mi, sin duda, felonía.

Al doblar la esquina lo vi pasar frente a un viejo portón de madera, y sin mirar al piso de arriba, acercándose, llamó, puño cerrado, tres veces, y dos veces, y la casa rompió la noche por un instante y se tragó a Alberto.

En este momento pensé volver sobre mis pasos, pero el mismo morbo que me inclinó a seguirlo, me empujo a buscar un escondite para la dulce, amarga espera.

El lugar me lo proporcionó la esquina de la calle que se aleja en busca de la dársena del puerto que se olía, donde adornada por un farol rojo había una puerta franqueada por una cortina de pequeños trozos redondos de madera unidos por enrevesados alambres multicolores. Me acerqué a ella y asomé la cabeza por entre aquella incierta cortina, y sin apenas adecuar la vista a la exigua luz, y roja, del interior, vi una barra al fondo, de madera lijada por los años y el paso de mil bayetas y mil vasos, y mil manos apoyándose para no perder el equilibrio cuando el alcohol atonta los sentidos. Tras ella, y dominando la estancia, aquella estanquera de Fellini que tanto me impresionara en mi juventud, luciendo una exigua minifalda roja y un jersey de pequeño punto, y azul, que deja ver todos los pliegues que la obesidad y los años han depositado en su vientre, y sus enormes brazos descubiertos a la roja luz, y su cara, que en tiempos fuera, creo, joven, aplastada por la ingestión de alcohol, y de semen, y de drogas, y sesgada en cada pliegue por líneas rojas, fruto del agrietamiento de las distintas capas de maquillaje, y su pelo, rojo como la luz, saliendo a borbotones por entre la banda de fieltro verde que corona su frente.

-Pasa amorrr, que no te vamos a comeeeerrr…

Y mientras corrían las es y las erres, y con los brazos extendidos, y con las palmas de las manos mirándome, realizó un movimiento rápido de izquierda a derecha y vuelta que hizo que sus voluminosos pechos amenazaran con salir de los mínimos trapos que pretendían, sin conseguirlo, mantenerlos en su, intuyo, inhabitual sitio.

Decliné su invitación con una sonrisa de conocedor del ambiente, y con un ademan de mano que no por no estudiado menos efectivo que aquellos, me despedí de ella desde mi lejana cercanía, y deje caer aquellos trozos de madera a modo de cortina, y quedé apostado en el soportal y bajo el farol que a duras penas alumbraba el decorado, esperando la salida de Alberto de la misteriosa casa donde entrara pocos minutos antes.

Me entregué a mis pensamientos que vagaban por las mil posibles causas que podían hacer que Alberto estuviera en ese momento ahí dentro. ¿Y que hago yo aquí, en esta calle, y bajo este farol de putiferio espiando sus salidas y entradas? ¿Qué estará haciendo en esta calle, y en esta casa, y llamando de esa manera que solo llaman los ladrones, o los que tienen algo que ocultar? ¿Tendrá algo que ver con los bajos fondos? ¿con la droga?, ¿con la trata de blancas?, ¿O será chapero y es una cita?

No debo pensar así. Me dio el suficiente asco de mí mismo como para empujarme a irme de allí para que a su salida no me encontrara.

-BUENAS NOCHES.

La voz salió de algún lugar a mi espalda y varios kilómetros más arriba. Me doy la vuelta y mi mirada choca con aquel torso negro de camiseta y pelo, y más arriba aquel asquerosamente ofensivo rostro enmarcado por gruesas patillas que me mira desde su atalaya.

-¿ERES POLICIA?

Dulcifiqué mi rostro en el grado que se me era posible en este momento y quitándome la pregunta de un manotazo, y sin mirarlo directamente, señal inequívoca de respeto a un superior, se la negué con voz amistosa mientras pensaba con la rapidez que solo se puede pensar en una calle oscura, en la puerta de un local oscuro donde campea la estanquera de Fellini con una minifalda roja, y debajo de un farol oscuro y rojo, y con aquel monstruoso músculo frente a mí doliéndome en el cerebro. "Estaba descansando un rato" "Estaba esperando a un amigo" "Había quedado con un amigo pero no ha venido" "Me voy ahora mismo" "Ruego me disculpe, señor, si he cometido alguna tropelía al descansar aquí" "Mi mujer me ha abandonado, por favor no me pegue" "Reconozco ante Usted que soy un cobarde, adiós, me voy".

No me dio tiempo a enarbolar ninguna de las frases que me apuntaba el cerebro. Me tomó bruscamente y de un empujón me llevó hasta la barra, y de otro empujón me sentó en un taburete. En mi asombro, y en mi natural susto, miré a mi derecha y un herrumbroso espejo enmarcado en fieltro otrora rojo me devolvió esa imagen de la que pensé me avergonzaría durante mucho tiempo. Hoy, y como siempre me ha pasado, las horas y los días y los años han escondido todo lo suficiente como para que quede solo el recuerdo de la valentía y el arrojo con que afronté la situación.

Retiré mi mirada de mí mismo y resbalándola por el negro cuerpo que se me enfrentaba, la dirigí a mi izquierda dejándola vagar por los pliegues de una cortina azul, y gris, y marrón, que tapaba el final de la caverna, y que se movía acompasadamente, agitada, presumo, por los movimientos de alguien bailando tras ella. Reconocí la música de los Indios Tabajara entonando "Adiós Mariquilla linda". "Nana na nana na niiiiiiiinooooo", mentalmente iba siguiendo el desbroce de notas de aquellas guitarras, esperando no sabía que, mientras miraba, y como aburrido – tal como en películas había visto hacer a los presumibles duros – a mi alrededor.

En una de aquellas cuatro, (o eran cinco), mesas estaba sirviendo la estanquera en copas de vidrio serpenteadas por una línea roja, lo que más tarde comprobaría era anís del Mono, o al menos eso decía la etiqueta, aunque el tapón había sido sustituido por una media caña en aras de la pulcritud que se respiraba en el local. Y se lo servía a dos hombres, uno joven y elegante comparado con el resto de los parroquianos, y otro mayor, y desdentado, y más falto aun que yo de pelo, y a una señora, seguramente prostituta ya que se dejaba tocar y morder cada centímetro de su cuerpo, y entre risas, por ambos dos. La estanquera acercó su grotesca boca al oído del más viejo y susurró algo inaudible que hizo que este explotara en risotadas aun más fuertes que las de aquella mujer que compartía su cuerpo entrambos, y que seguro tuvo una infancia triste. Este último pensamiento, ideado por necesidad y en un segundo, me hizo sentir un profundo hermanamiento de mi desgracia con su desgracia que me consoló momentáneamente.

En la esquina de la barra que daba a la cortina, y que se podía izar como puente levadizo para dejar paso a la princesa - estanquera a su castillo, moraba una señora, por edad, o señorita que aposentaba muslo sobre muslo, enorme muslo sobre enorme muslo, y codo sobre mostrador, y cabeza sobre mano, y dedo sobre vaso largo donde da vueltas y vueltas sobre su filo redondo, y mirada, horror, sobre mí. Sonreí, maldita formula de politesse, y se me vino encima desplazando ligeramente la masa.

-Hola cariño ¿Me invitas a una copa?

Vestía aquella con una minifalda negra y unas bragas blancas con bodoques, y un algo más que se ceñía a media altura entre lo que tenían que ser los pechos y su cintura. Posiblemente, pensé, a cualquier otra altura pasaría a ser bonito o simplemente deforme, dependiendo de su altura, pero la que se sostenía era simplemente triste. Me sonreía desde sus encías coloreadas de lápiz labial, presumo. Me sonreía prometiendo desde su sonrisa una noche de tal lujuria y depravación que me produjo dolor en la base de cada pelo de mi cuerpo. Miré aquella semidentadura que me escupía entre sus palabras y la rápida respuesta, apenas esbozada, de un rotundo NO, se trastocó en un sí por culpa del amplio campo de visión que poseo desde mis rabillos oculares, donde entraban, entre otras cosas, la camiseta negra, y el pelo que se le sale, y el pantalón vaquero, y… Di las gracias al cielo por no ir incluida la conversación en la invitación, y mientras ella, muslo sobre muslo, enorme muslo sobre enorme muslo, y codo sobre mostrador, y cabeza sobre mano, y dedo sobre vaso largo donde da vueltas y vueltas sobre su filo redondo, y mirada ya huida, me dediqué a mirar la espera.

Al despedirse de la mesa que atendía, la estanquera recibió una sonora palmada en el culo por parte del viejo que hizo que aparecieran sus dientes morados entre su risa, lo que recordó el paralelismo cruel que había con el poema de Pablo Neruda: …No me quites tu risa porque me moriría…

Entró en su castillo por el puente levadizo y se dirigió a mí.

¿Eres policía? La pregunta carecía de las mayúsculas que había oído antes.

¡¡NOOOOO!! Negué por segunda vez pareciéndome cada vez más a uno de esos santos que quieren dar la vida por su maestro pero se resisten.

¿Qué hacías ahí apostado?

Recorrí todas las excusas que preparara para el señor del torso y dicté la más creíble.

Estaba esperando a alguien, es que había quedado en verme con él pero creo que me he equivocado de sitio porque…

Siempre me ha pasado lo mismo en estas o parecidas situaciones. Siempre he hablado sin parar. Siempre he creído que más vale la maña que la fuerza y que por medio del dialogo se puede ganar más que en una batalla, y eso me suena a verdad y a racional cuando no estoy en la situación, pero no así ya entrado en ella, que me suena a excusa y a auto engaño y a pobreza.

¿A quien esperabas?

Ya se lo he dicho, yo había quedado…

¿Eres maricón? No me dejó terminar mi mentira

¡¡NOOO!! Volví a negar pareciendo casi ofendido mientras me atrevía a mirar la cara del señor del torso.

No me gusta que nadie se aposte a mi puerta. Me espanta la clientela, y ya hay demasiada poca para que venga un jilipollas a joderme la noche. Así que si esperas a tu amigo lo vas a hacer aquí dentro. ¿Qué vas a tomar?. Porque aquí dentro no quiero mirones y si no vas a tomar nada, Marcelo se puede enfadar.

Ese nombre lanzado desde su boca morada y desde sus ojos hundidos, olía a torso, y a patillas, y a grandes alturas, que me hicieron tomar la decisión de olvidarme de Alberto y pedir algo.

¿Tendría Ud. un refresco o algo así, una cocacola?

¡No rico, aquí no hay refrescos, aquí no servimos mariconadas!

Perdón, póngame una cerveza.

¡No hay cerveza!

Todos me miraron con sorna, porque la cerveza era visible, y una caja, al menos, de Cocacola en un rincón de la barra. Di por finalizada la persecución de mi amigo y me dispuse a ofrecer la mínima excusa para que me pegaran, o algo parecido.

Póngame una copa de anís.

Tomó la botella que había tras ella y debajo del mostrador emergió, como por arte de magia, otra copa serpenteada por una fina línea roja. Una copa no tan limpia como fuese de desear. Me sirvió el anís, y dejando la botella en el mostrador, clavó en mí su boca morada, y sus plegados ojos, y….

Son dosmilquinientasss dijo mientras perfilaba una sonrisa de ocre y sorna. Miré hacia atrás y aquel torso, que allí seguía descansando sobre pantalones vaqueros repletos de músculos, y vadeando la mirada, y metiendo la mano en el bolsillo, conté los billetes para solo sacar tres que le hicieran pensar a esta buena mujer que no tenía más, que era mentira que hubiese cobrado precisamente ese día, y de esa manera no me sirviera más anís. Y con la sonrisa de pedir perdón, aprendida durante años de práctica, los deposité sobre la alisada madera, y desaparecieron sin que me quedara ninguna duda en la desesperanza de recibir la vuelta de quinientas pesetas.

Bébetelo, pues no se viene aquí a dormirse con una copa.

Nunca me ha gustado el anís. Siempre me ha dolido la cabeza tras su ingestión. Lo pasé de un trago entre las estertoreas risas de aquella furcia que se cenaban entre el joven y el viejo. Cuando comencé a llorar ya había tomado ocho o nueve copas, sin contar alguna invitación de la estanquera, y estaba descansado de al menos veinte mil pesetas. Fue cuando descansaba mi cabeza sobre sus grandes tetas, y haciendo crecer torrentes con mis lagrimas en los enormes canales de la ahora señorita Lidia, y cuando se me era imposible separarme de aquellos descomunales pechos, abatido en ellos por miles de enormes dedos de uñas moras y anillos que en sus caricias arrasaban mis ralos cabellos. Y era cuando ya andaba contándole a mi confidente, intima amiga de toda la vida, y a toda la parroquia que ya, a estas alturas, estaba concentrada a mí alrededor, todas y cada una de mis penas, atroces todas a juzgar por las lagrimas por mí vertidas, que, seguro, desembocaban en algún enorme agujero allá en la lejanía de las carnes.

Cuándo me desperté, y tras darme cuenta de mi situación, con un terrible dolor de cabeza, conseguí zafarme de la prisión a que me sometían aquellas carnes, y me vestí, ¡horror estaba desnudo!, y sin querer saber nada, y sin preguntar nada, y olvidando todo casi inmediatamente, y sin hacer ruido, me deslicé por las escaleras que bajaban al habitáculo de la noche, con su barra de madera, y su cortina corrida, y su olor ahora mil veces más acre, y abriendo la puerta con todo el sigilo que me permitía mi dolor de cabeza, y que me prestaba mi asco y mi miedo, salí al exterior que volvía a oler a puerto.

Amanecía cuando entré en mi pensión, donde gasté todo el tiempo que me quedaba para tomar mis conocidos medios de locomoción en restregarme con estropajo y jabón y desinfectante y todo lo que se me pudo ocurrir.

Más tarde estaría en la Central de Correos, y con Alberto, que nunca me contaría que estuvo en la Rambla, y al que nunca le contaría la experiencia.

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