Algunas reflexiones acerca de los antecedentes de la revolución feminista en Francia

 

Dra. Martha Delfín Guillaumin

Noviembre de 2010

 

 

                 

            Feminismo y revolución son dos palabras que actualmente ya no provocan el asombro de antaño puesto que a fuerza de repetirlas han llegado a convertirse en parte de lo cotidiano. La gente, a veces con cierto desdén, antipatía o desapego, suele escucharlas o leerlas, aunque, quizás, ya no se habla tanto de feminismo como de género, que es el término que ahora se emplea con mayor frecuencia en el argot sociopolítico y antropológico. El propósito fundamental de este escrito es examinar este problema haciendo un poco de memoria acerca de los orígenes del movimiento feminista, en particular el ocurrido en Francia durante el siglo XIX, al que también se denomina revolución feminista. 

En principio, resulta ilustrativo remontarse al significado etimológico de estas voces. Así, tenemos que revolución, además de ser el movimiento de un cuerpo que da vueltas alrededor de un eje, significa una alteración o un cambio violento y radical en la estructura sociopolítica de un estado. El término feminismo, en francés féminisme, según Andrée Michel, “ha entrado en la lengua francesa a partir de 1837”, y sirve para identificar los movimientos apoyados en  “una  doctrina que preconiza la extensión de los derechos, del papel de la mujer en la sociedad”. Por su parte, Anna Maria Conti Odorisio indica que con el nombre de feminismo se hace referencia a un movimiento por la liberación de la mujer que nació en la segunda mitad de los años sesenta en los Estados Unidos de Norteamérica y que se desarrolló rápidamente en todos los países europeos industriales avanzados. Asimismo, añade que el feminismo contemporáneo “se presenta como la fase extrema y, al mismo tiempo, como la superación de la lucha de emancipación sostenida por las mujeres del siglo XIX”, es decir, la revolución feminista. 

Ahora bien, para que se exija un cambio es necesario que exista una situación de opresión o de injusticia. ¿Qué situación era esa?, ¿contra qué o quiénes luchaban la mujeres feministas del siglo XIX?, ¿cuándo comenzó esta lucha de emancipación? En definitiva lo que exigían era ser tratadas y consideradas en igualdad con los hombres, demostrar que no eran inferiores ni física ni intelectualmente en comparación con aquéllos, y por otra parte, en el aspecto jurídico demandaban que se eliminaran las leyes discriminatorias que les negaban el derecho al voto, a la instrucción superior y a las profesiones liberales. De hecho, era contradictorio que, en una sociedad dominada por la ideología liberal, las mujeres no gozaran de los mismos derechos y obligaciones que los varones. 

El problema de la desigualdad social, política, jurídica, laboral y supuestamente genética de las mujeres ante el sexo masculino  tiene una larga historia que alcanza un fuerte impulso, paradójicamente, en los albores de la modernidad. No se trata de idealizar ni de decir que la mujer disfrutaba de una situación completamente justa, (en términos socioeconómicos, políticos y jurídicos) en épocas remotas, que en la prehistoria la mujer era considerada y respetada y luego ya no, esta explicación es a todas luces demasiado simplista. En este punto valga recordar que Aristóteles en su obra Política ubica a la esposa entre las propiedades del señor de la casa, junto con los esclavos, los hijos, los caballos y las tierras. Tampoco se pretende ocultar o negar la imagen tan conocida del hombre “de las cavernas” que arrastra a una mujer por los cabellos y la mete en una cueva mientras ella muestra su beneplácito con una cara de completa felicidad (habría que ver a quién se le ocurrió esta idea), ni olvidar la llamada “división del trabajo por sexo y edad”, en la que las mujeres, los ancianos y los niños efectuaban tareas de recolección, mientras que los hombres fuertes iban a cazar.  

Por otra parte, los hallazgos arqueológicos en Europa han permitido revelar que la mujer, en su carácter de reproductora del grupo social, era representada en las figuras conocidas como “Venus”, que vendrían a significar el misterio de la fertilidad y la procreación. En definitiva, la mujer empezó a ocuparse de ciertas tareas dentro de la división social del trabajo, tales como cestería, tejido, cerámica, aparte de la preparación de los alimentos y el cuidado de los hijos. Siglos más tarde, estas actividades de economía doméstica o producción familiar se vieron amenazadas cuando los hombres decidieron organizarse en gremios, corporaciones cerradas de la Edad Media en las que  éstos se reunían para enseñar y practicar algún oficio, por ejemplo, el gremio de alfareros, el gremio de los universitarios o el gremio de plateros. El punto es que estas corporaciones no aceptaban mujeres, es decir, se desplazó a la mano de obra femenina de antiguas actividades tales como la  fabricación y venta de cerveza, la fabricación de velas y de la industria textil, aunque en esta última se les permitió continuar sólo como hilanderas. Esta situación se agravó de manera drástica en la segunda mitad del siglo XVIII con la llamada Revolución Industrial, caracterizada por la invención de nuevas máquinas que desplazaban la forma tradicional de trabajar al mismo tiempo que requerían una capacitación por parte del obrero para poder manejarlas. Las mujeres, sin embargo, sólo podían realizar los empleos peor pagados y con un sueldo marcadamente inferior al de los hombres. Si a esto se suman las ideas políticas y religiosas que con el establecimiento de la burguesía se vuelven más radicales contra las mujeres y sus derechos (civiles, jurídicos, políticos, religiosos, laborales, familiares y sociales), es que se entiende el significado de esta revolución feminista en busca de la igualdad y la emancipación del mal llamado sexo débil. Andrée Michel comenta que en el siglo XIV, en Francia la mujer vio degradada progresivamente su situación en el interior del matrimonio y perdió el derecho a sustituir al marido ausente o loco; de esta forma, cualquier acto legal realizado en tales circunstancias debería ser autorizado por el juez. Por otro lado, también en este siglo es cuando el Estado francés obliga a transmitir y utilizar el nombre del padre en los hijos (anteriormente resultaba indiferente emplear el nombre de la madre o del padre), “con el objeto de favorecer el trabajo de la policía y de la administración”. 

Lo anterior no debe interpretarse suponiendo que las mujeres permanecieran impávidas ante esta situación de desigualdad y opresión; muchas prefirieron refugiarse en otros territorios como las colonias sajonas en América del Norte, algunas llegaron a protestar a través de escritos como el de Mary Wollstonecraft  (1792),  titulado A vindication of the rights of women en el que denunciaba la actitud de los revolucionarios franceses y de los burgueses de todos los países que privaban “a las muchachas de la igualdad de educación con los muchachos”, que las condicionaban a la dependencia y a la coquetería, y reducían el rol de las mujeres, por su “naturaleza” femenina,  a la “domesticidad y para la comodidad de su esposo”. En este mismo escrito, lanza el mensaje feminista que, según Andrée Michel, sigue siendo el de las feministas de hoy: “Ya es tiempo de efectuar una revolución en las costumbres femeninas; es tiempo de devolver a las mujeres su dignidad perdida y de hacerles contribuir, en tanto que miembros de la especie humana, a la reforma del mundo”. 

Sin embargo, los ejemplos de protesta femenina en el siglo XVIII en Francia los tenemos también con las mujeres que desde sus salones realizaban una labor feminista en apoyo a las ideas ilustradas, protegiendo directamente a los filósofos y librepensadores de aquel entonces como sería el caso de Madame de  Chatelet con Voltaire. Por su parte, las mujeres menos afortunadas que pertenecían al “tercer estado”, es decir, las campesinas, hilanderas, pequeñas comerciantes, vendedoras de pescado, costureras, también se manifestaron a través de los motines para lograr que el precio del trigo fuera justo. A pesar del apoyo femenino a la Revolución Francesa (1789), en 1793 la diputación francesa decidió prohibir la reunión de mujeres en París, ejercer los derechos políticos, tomar parte activa en los asuntos del gobierno y deliberar reunidas en asociaciones políticas o en sociedades populares. Según Andrée Michel esto significó el inicio de la muerte política de las mujeres, la cual ya tenía sus antecedentes en Inglaterra donde, hacia 1547, se les había prohibido “reunirse entre ellas para charlar y hablar” ordenando al mismo tiempo a los maridos que retuvieran a sus esposas en la casa. A esta muerte política se sumaría también la muerte civil  de la mujer en la familia y en la sociedad, proceso que se inició hacia el siglo XIV,  por medio del cual se le privaba de todo derecho de administración de los bienes familiares y se le excluía de los negocios, mientras que el marido gozaba de todos estos privilegios. El Código Civil napoleónico (1804) simplemente legisló una situación que ya tenía varios siglos de haberse establecido. Olympe de Gouge (Olimpia de Gonges) quien durante la Revolución Francesa abrió un club femenino en donde se manifestaban en igualdad de condiciones con los hombres para sostener la lucha, en 1791 redactó la Declaración de los derechos de la Mujer y de la Ciudadanía, cuyo artículo X dice que “la mujer tiene derecho a subir al cadalso; también debe tener derecho de subir a la tribuna”. Días después de haber escrito lo anterior Olympe de Gouge fue condenada al cadalso, no obstante, será recordada como la persona que se animó a denunciar la discriminación que en contra de la mujer practicaban los “ilustres revolucionarios”. 

El siglo XIX viene aparejado con las reivindicaciones de tipo laboral, el proletariado exigirá mejores condiciones de vida y de trabajo; aunado a esto se presentarán nuevas teorías de corte socialista en las cuales las mujeres encontrarán cierto alivio a sus propias demandas, por ejemplo, con la creación de los falansterios, comunidades inspiradas en las teorías de Fourier quien quería “dar a las niñas la misma educación que a los niños, y no excluir a las mujeres de ninguna función”. Por otra parte, las hermanas Bronte en Inglaterra o George Sand (Aurora Dupin) en Francia, a través de su obra literaria encuentran el vehículo para denunciar el papel sometido de la mujer en la sociedad burguesa. Inclusive, George Sand fue invitada en dos ocasiones por las feministas socialistas para presentarse a elecciones legislativas, aunque declinó el ofrecimiento. Las reivindicaciones de tipo social que exigía el proletariado, no incluían las demandas femeninas a pesar de la participación de las mujeres en movimientos como el de 1848 en Francia o la Comuna de París en 1870. La respuesta se hallará en buscar la emancipación entre las propias mujeres; así, figuras como Flora Tristan propusieron la Union ouvriere [Unión obrera] en 1843 en la que no sólo se buscaba la constitución de la clase obrera “por medio de una unión sólida e indivisible”, sino también “dar a las mujeres del pueblo una instrucción moral, intelectual y profesional, reconocer en principio la igualdad del hombre y de la mujer, como el único medio de constituir la unidad humana”. En 1849 se fundó el periódico L’Opinion des Femmes, dirigido por Jeanne Deroin, en el que se reclamaba el derecho al voto y de nombrar mujeres como candidatos políticos. En su texto “Por qué menciono a las mujeres”, capítulo de su obra Unión obrera, Flora Tristán menciona: 

Obreros, hermanos míos, vosotros, para quienes yo trabajo con amor porque representáis la parte más viva, la más numerosa y la más útil de la humanidad, y porque con mi modo de ver las cosas yo encuentro mi propia satisfacción en servir vuestra causa, os ruego encarecidamente que tengáis a bien leer con la máxima atención este capítulo --porque falta mucho para persuadiros de ello, y os jugáis vuestros intereses materiales al comprender bien por qué menciono siempre a las mujeres designándolas como: obreras o todas.— 

En el curso del siglo XIX, las mujeres de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica trabajaron de manera conjunta a través de congresos feministas como el celebrado en 1888 cuando se creó el Consejo Internacional de Mujeres. Apunta Andrée Michel que fue tal el éxito de este congreso, que en la segunda reunión internacional, que se celebró en Londres en 1889, asistieron cinco mil mujeres, representantes de 600 mil feministas repartidas en once consejos afiliados. Algunas de sus premisas recalcaban que “la emancipación de las mujeres será también la de los hombres”, y que tanto la lucha por la paz como por la filantropía forman parte de las reivindicaciones feministas. En particular, en Francia se logró el acceso de las mujeres a las universidades a finales de la pasada centuria. En 1868, el gobierno francés autorizó la libertad de reunión y las feministas pudieron expresarse libremente por medio de clubes y periódicos. 

Por último, cabe subrayar una afirmación de Sarah Shaver Hughes. Dice esta autora que en la Francia del siglo XIX las feministas llegaron a defender la doctrina de la “igualdad en la diferencia”, lo que vino a agregar una dimensión muy interesante a la lucha de las mujeres, ya que pese a las obvias diferencias biológicas y culturales se sostenía la equidad en el terreno moral y de los derechos. 

Bibliografía:

 

Conti Odorisio, Anna Maria, “Feminismo”, Tomo I, pp. 694-698, en Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, Diccionario de Política, México, Siglo XXI, 1981

 

Michel, Andrée, El feminismo, México, FCE, 1983

 

Shaver Hughes, Sarah y Brady Hughes, Women in world history, Estados Unidos, M. E. Sharpe, 1997

 

Tristán, Flora, Unión obrera, Barcelona, Editorial Fontamara, 1977

 

 

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