Momias incas

 

Dra. Martha Delfín Guillaumin     

 

 

Conferencia magistral dictada con motivo de la inauguración de la Exposición Momias incas, secretos de un imperio perdido, organizada por el Museo Regional de Hidalgo y la Universidad La Salle, Ex-convento de San Francisco, Pachuca, Hidalgo, noviembre del 2002. 

Durante la época prehispánica numerosos pueblos se establecieron a lo largo de la Cordillera de los Andes. Esta cadena montañosa, que corre desde el norte de Venezuela hasta Tierra del Fuego, se convirtió en la columna vertebral de un sinnúmero de pueblos que se ubicaron a ambos lados de la cordillera. La gran diversidad cultural se manifestó en torno a su religiosidad, en particular, lo referente a las prácticas mortuorias. 

            Para Pierre Clastres, una de las principales características que diferenciaron a los pueblos localizados en las dos vertientes de los Andes fue el culto a la muerte. Los grupos selváticos localizados en el territorio amazónico adoraban a los ancestros míticos, pero desaparecían toda evidencia de los muertos recientes llegando al extremo de comer sus restos y pulverizar sus huesos. En la vertiente occidental de la cordillera, en las regiones que actualmente conforman Ecuador, Perú y Bolivia, Clastres identifica a las comunidades agrícolas andinas cuya vida socio religiosa se manifestaba en el culto a los ancestros y muertos contemporáneos marcando una continuidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Otros pueblos andinos agricultores y que se localizaban en la periferia del Imperio Inca, es decir, al norte de Chile, norte y centro oeste argentino, también realizaron diversos rituales fúnebres; por ejemplo, los huarpes millcayac enterraban a sus muertos orientados hacia la cordillera y colocaban diversos objetos personales y comida a manera de ofrenda. A su vez, los pueblos cazadores recolectores del sur chileno y argentino que no fueron dominados por el Inca, solían guardar los huesos de sus muertos en pequeñas bolsas que llevaban con ellos y observaban ciertos ritos como pintarse el rostro  o no mencionar nunca más al muerto por su nombre (Delfín, págs. 61 y ss.).

 

            Sin embargo, a pesar de que el ritual en torno a la muerte fue una constante cultural manifestada de distintas formas en todos los pueblos andinos mencionados, los incas significaron la suma de una larga tradición cultural que se dio en los pueblos agricultores de los Andes, desde el sur de Colombia hasta la parte media de Chile, teniendo como centro de su imperio a la ciudad de Cuzco, el ombligo del mundo, del Tawantinsuyu[1]. Una de estas manifestaciones culturales en torno a la muerte sería el culto a las momias o mallquis, las huacas (seres u objetos sagrados) que protegían los ayllus (linajes, barrios) que conformaban el imperio. Los incas no inventaron esta tradición, la reelaboraron tomando la experiencia de otras etnias como los chimúes de la costa norte peruana.

 

            Para abordar con mayor detalle los rituales mortuorios del Tawantinsuyu, sería conveniente recordar el testimonio de aquellos cronistas que tuvieron oportunidad de recoger valiosa información en torno a la vida religiosa y las prácticas funerarias de los pueblos andinos conquistados por los españoles. De esta forma, tenemos a Pedro de Cieza de León quien al describir la Ciudad de Cuzco en su obra La crónica del Perú (1553), comenta que en la capital del Tawantinsuyu se encontraban grupos de personas provenientes de los cuatro suyos, las cuatro regiones del Imperio (Condesuyo, Chinchasuyo, Antisuyo y Collasuyo), es decir, de Chile, de Pasto, de Cañares, Chachapoyas, guancas, collas, etc. Además de portar sus prendas tradicionales, cada una de estas etnias tenía un ritual mortuorio particular. Así, Cieza menciona que “algunos destos extranjeros enterraban a sus difuntos en cerros altos, otros en sus casas, y algunos en las heredades, con sus mujeres vivas y cosas de las preciadas que ellos tenían por estimadas... y cantidad de mantenimientos: y los ingas (a lo que yo entendí) no les vedaban ninguna cosa destas, con tanto que todos adorasen al sol y le hiciesen reverencia” (Cieza, Cap. XCIII, pág. 325). En este sentido, cuando describe a la región del Collao (altiplano boliviano), comenta que “la cosa más notable y de ver que hay en este Collao, a mi ver, es las sepulturas de los muertos. Cuando yo pasé por él me detenía a escribir lo que entendía de las cosas que había que notar destos indios. Y verdaderamente me admiraba en pensar cómo los vivos se daban poco por tener casas grandes y galanas, y con cuanto cuidado adornaban las sepulturas donde se habían de enterrar, como si toda su felicidad no consistiera en otra cosa; y así, por las vegas y llanos cerca de los pueblos estaban las sepulturas destos indios, hechas como pequeñas torres [chullpas] de cuatro esquinas, unas de piedra sola y otras de piedra y tierra, algunas anchas y otras angostas; en fin, como tenían la posibilidad o eran las personas que lo edificaban. Los chapiteles , algunos estaban cubiertos con paja; otros, con unas losas grandes; y parecióme que tenían las puertas estas sepulturas hacia la parte de levante. Cuando morían los naturales en este Collao, llorábanlos con grandes lloros muchos días, teniendo las mujeres bordones [bastones] en las manos y ceñidas por los cuerpos, y los parientes del muerto traía cada uno lo que podía, así de ovejas [ovejas de la tierra], corderos, maíz, como de otras cosas, y antes que enterrasen al muerto mataban las ovejas...En los días que lloran a los difuntos, antes de los haber enterrado, del maíz suyo,  del que los parientes han ofrecido, hacían mucho de su vino o brebaje para beber; y como hubiese gran cantidad deste vino, tienen al difunto por más honrado que si se gastase poco...Como estas gentes tuviesen en tanto poner los muertos en las sepulturas...pasado el entierro, las mujeres y sirvientes que quedaban se trasquilaban los cabellos, poniéndose las más comunes ropas suyas, sin darse mucho por curar de sus personas; sin lo cual, por hacer más notable el sentimiento, se ponían por sus cabezas sogas de esparto, y gastaban en continuos lloros, si el muerto era señor, un año, sin hacer en la casa donde él moría lumbre por algunos días. Y como éstos fuesen engañados por el demonio, por la permisión de Dios, como todos los demás, con las falsas apariencias que hacía, haciendo con sus ilusiones demostración de algunas personas de las que eran ya muertas, por las heredades, parecíales que los vían adornados y vestidos como los pudieron en las sepulturas; y para echar más cargo a sus difuntos usaron y usan estos indios hacer sus cabos de año, para lo cual llevan a su tiempo algunas hierbas y animales, los cuales matan junto a las sepulturas, y queman mucho sebo de corderos; lo cual hecho, vierten muchas vasijas de su brebaje por las mismas sepulturas, y con ello dan fin a su costumbre tan ciega y vana” (Cieza, Cap. C, págs. 342-343, Cap. CI, pág. 344). 

 

            Por su parte, el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales (1609) narra cómo los incas enterraban a sus reyes y la duración de sus exequias. Expresa que las ceremonias que hacían a los reyes incas eran muy solemnes y prolijas: “El cuerpo embalsamaban, que no se sabe cómo; quedaban tan enteros que parecían estar vivos...Todo lo interior de ellos enterraban en el templo que tenían en el pueblo que llamaron Tampu, que está el río debajo de Yúcay, menos de cinco leguas de la ciudad del Cuzco...Cuando moría el Inca o algún curaca [cacique] de los principales, se mataban y se dejaban enterrar vivos los criados más favorecidos y las mujeres más queridas diciendo que querían ir a servir a sus Reyes y señores a la otra vida... Ofrecíanse ellos mismos a la muerte o se la tomaban con sus manos, por el amor que a sus señores tenían... Los cuerpos de los Reyes, después de embalsamados, ponían delante de la figura del Sol en el templo del Cuzco, donde les ofrecían muchos sacrificios como a hombres divinos, que decían ser hijos de ese Sol. El primer mes de la muerte del Rey le lloraban cada día, con gran sentimiento y muchos alaridos, todos los de la ciudad. Salía a los campos cada barrio de por sí; llevaban las insignias del Inca [llautu y mascapaicha], sus banderas, sus armas y ropa de su vestir, las que dejaban de enterrar para hacer las exequias. En sus llantos, a grandes voces, recitaban sus hazañas hechas en la guerra y las mercedes y beneficios que habían hecho a las provincias de donde eran naturales los que vivían en aquel tal barrio. Pasado el primer mes hacían lo mismo de quince a quince días, a cada llena y conjunción de la luna; y esto duraba todo el año. Al fin de él hacían su cabo de año, con toda la mayor solemnidad que podían y con los mismos llantos, para los cuales había hombres y mujeres señaladas y aventajadas en habilidad, como endechaderas, que, cantando en tonos tristes y funerales, decían las grandezas y virtudes del Rey muerto. Lo que hemos dicho hacía la gente común de aquella ciudad; lo mismo hacían los Incas de la parentela real, pero con mucha más solemnidad y ventajas, como de príncipes a plebeyos (Cap. V, págs. 18-19).

 

 Felipe Guaman Poma de Ayala en su Nueva Coronica y buen gobierno (1610-1615), además de describir los ritos funerarios de los cuatro suyos (Antisuyo, Collasuyo , Condesuyo y Chinchasuyo), describe cómo era el “mes de los difuntos”, el Aya Marcay quilla, en noviembre: “Aya quiere decir difunto, es la fiesta de los difuntos, en este mes sacan los difuntos de sus bóvedas que llaman pucullo, y le dan de comer y beber, y le visten de sus vestidos ricos, y le ponen plumas en la cabeza, y cantan y danzan con ellos, y le ponen unas andas y andan con ellas en casa en casa y por las calles y por la plaza, y después tornan a meterlos en sus pucullos dándole sus comidas y vajilla, al principal de plata y de oro, y al pobre de barro; y le dan sus carneros y ropa y los entierran con ellas y gastan en esta fiesta muy mucho” (Libro I, págs. 179-181).

 

            Llama la atención la referencia que hace Guaman Poma a la preparación del cadáver para la momificación[2] cuando describe el entierro del Inca: “y aplazaron sin menearle el cuerpo y le pusieron los ojos y el rostro como si estuviera vivo, y le vestían ricas vestiduras, y al difunto le llamaron yllapa [dios del trueno y del tiempo, nombre que recibían los Incas muertos], que todos los demás difuntos les llamaban aya”. Asimismo, cuando describe la manera como fueron enterrados los indios del Condesuyo aclara que para prepara los cuerpos “dicen que sacan las tripas y hacen bálsamo, y le visten muy rica vestidura y luego le lloran; con ello beben  mucha chicha y meten en la boca plata, también es común esto de meter plata u oro en la boca del difunto” (libro I, págs. 206 y 211). Esto, aunado a la otra descripción del Inca Garcilaso de la Vega sobre este particular y que se cita líneas arriba, evidencia un conocimiento muy preciso de las técnicas de embalsamamiento.

 

            Autores modernos como Miloslav Stingl o Víctor von Hagen  hacen referencia al embalsamamiento. De esta forma, Stingl menciona que: “El Inca no sólo habitaba su palacio principal en vida; también después de su muerte permanecía allí; pues los incas eran embalsamados, momificados. Individuos dedicados a esa tarea, les quitaban las entrañas –sobre todo los intestinos-y rellenaban sus cuerpos con elementos textiles de gran duración. Pero para que el distinguido muerto pareciera lo más vivo posible, se le reemplazaban los ojos por otros nuevos y radiantes, confeccionados con finas placas de oro, el metal del sol...¿Cómo podía ser de otra manera en ese país? Se vestía al muerto con sus mejores ropas y la elegante momia –llamada mallqui- era sentada en el trono de su residencia” (pág. 66). Por su parte, von Hagen, al recrear la muerte del Inca Huayna Cápac, padre de Huáscar y Atahualpa, también comenta el proceso de embalsamamiento al que fue sujeto su cuerpo: “Los médicos y los sacerdotes trabajaron muchas horas en la tarea de convertir su cuerpo en momia. Lo abrieron, le sacaron el corazón, el estómago y todos los demás órganos. La parte hueca del cuerpo fue rellenada de hierbas aromáticas y de telas finas. Después que cosieron la abertura le doblaron las piernas como si estuviera sentado y envolvieron el cuerpo en telas blancas. Sólo utilizaron la más fina muselina. Encima de ésta le pusieron ropa blanca más gruesa. Finalmente, sus vestiduras de Inca. Alrededor de su cuello le pusieron un collar de oro y esmeraldas. Los joyeros y escultores trabajaron día y noche para hacer la máscara que sería colocada sobre la cara del Inca una vez que fuera convertido en momia. Sobre su cabeza colocaron la diadema real, que era su corona. Después colocaron su momia en una litera de oro y se prepararon para llevarla hasta el Cuzco...” (pág. 88).

 

            Fue tal la calidad del embalsamamiento que la vista de las momias provocaba el asombro de los españoles. Los cronistas como Garcilaso de la Vega o el Padre Joseph de  Acosta dan buena cuenta de ello. Hacia 1560 Garcilaso de la Vega tuvo oportunidad de ver las momias de los Incas Pachacutec  y Huayna Cápac: “los cuerpos estaban tan enteros que no les faltaba cabello, ceja ni pestaña. Estaban con sus vestiduras, como andaban en vida: los llautos en las cabeza, sin más ornamento ni insignia de las reales. Estaban asentados, como suelen sentarse los indios y las indias: las manos tenían cruzadas sobre el pecho, la derecha sobre la izquierda; los ojos bajos, como que miraban al suelo [...] acuérdome que llegué a tocar un dedo de la mano de Huayna Cápac; parecía que era de una estatua de palo, según estaba duro y fuerte. Los cuerpos pesaban tan poco que cualquiera indio los llevaba en brazos o en los hombros, de casa en casa de los caballeros que los pedían para verlos. Llevábanlos cubiertos con sábanas blancas; por las calles y plazas se arrodillaban los indios, haciéndoles reverencia, con lágrimas y gemidos; y muchos españoles se quitaban la gorra” (Garcilaso citado por Hemming, págs. 352-353).

 

            Como una última referencia al proceso de momificación se incluye el caso de las más de 200 momias chachapoyas que fueron halladas a fines de 1996 cerca del poblado de Leymebamba, en el departamento de Amazonas, al norte de Perú (“mausoleos de la Laguna de las Momias”). Estas momias tienen una antigüedad de aproximadamente 500 años. Selene Miranda, en su artículo “Las momias de la laguna”, se asombra de que las momias no se hayan deteriorado debido al alto grado de humedad que impera en la región de los Andes Amazónicos con sus bosques tropicales de neblina. De esta forma, advierte que: “El proceso de momificación debió realizarse mediante sofisticadas técnicas poco difundidas, aunque se sabe que las momias fueron evisceradas por la cavidad anal y tratadas con hierbas especiales, lo que permitió su permanencia en buen estado”. El rango de edad de las momias encontradas “es muy amplio, ya que se hallaron desde fetos y bebés hasta adultos de alrededor de 60 años” (pág. 61). Los chachapoyas habían sido dominados por los incas hacia 1470, no es de extrañar que entre los objetos encontrados se cuenta cerámica imperial, quipus, textiles, figuras de madera y calabaza (o mates) decoradas.

 

            El culto a las momias se puede interpretar desde el punto de vista religioso, social y económico. Efectivamente, los pueblos andinos del Perú y del altiplano boliviano organizados a nivel de ayllu[3], es decir, comunidades socioeconómicas emparentadas entre sí con un fuerte vínculo material y espiritual con la tierra, tenían un particular culto a la muerte y esto incluía la conservación y cuidado de las momias. Ellos creían que las momias eran huacas[4], por lo tanto, éstas eran veneradas y consultadas. Sobre este particular, observan Conrad y Demarest que “el culto de los antepasados y las huacas no sólo son inseparables entre sí, sino que ambos están estrechamente relacionados con la organización ayllu. Desde luego, villca, (...) sinónimo de huaca, era otra manera de designar al ayllu. Los antepasados definían al ayllu, legitimaban su posesión de las tierras y protegían a sus miembros. Nada tiene de sorprendente, pues, que la prosperidad del ayllu dependiese del correcto cuidado de sus momias, fetiches y otras huacas” (pág. 134). El robo de una momia por algún grupo contrario significaba para el ayllu quedar desprotegido, perdía su poder y entonces, la propia existencia e independencia del ayllu peligraba frente a sus enemigos, máxime si alguno de ellos había robado las momias. Asimismo, se debe observar que las momias de los antepasados eran las conocidas como mallquis, éstas eran huacas, protectoras del ayllu. En el caso de los incas, las mallquis eran las momias de sus gobernantes, del Inca. Durante el siglo XVI se efectuaron diversos procesos de pesquisa por parte de los españoles para encontrar estas mallquis y destruirlas porque estas huacas eran consideradas parte de la “idolatría” de los pueblos andinos que, según los españoles, había que extirpar. En particular, llama la atención la destrucción de mallquis que acompañó la muerte del último Inca de la resistencia indígena de Vilcabamba, Túpac Amaru, en 1572 por órdenes del virrey Francisco de Toledo. Éste “consideró necesario completar la humillación de los incas con la destrucción de sus más sagradas reliquias. Los cuerpos embalsamados de Manco Inca y Titu Cusi, que habrían sido traídos desde Vilcabamba, fueron incinerados secretamente en la antigua fortaleza llamada Quispi Guamán” (Hemming, pág. 545).

 

            De esta forma, lo religioso (culto a las mallquis) se conecta con lo social (identidad, sentido de pertenencia) y, a su vez, con lo económico (supervivencia material del ayllu, trabajo comunal, relación con la tierra). Sin embargo, en el caso inca se vuelve todavía más evidente esta relación con la introducción de la herencia partida, elemento cultural que los incas tomaron seguramente de los chimúes de la costa norte. Según Conrad y Demarest, esta herencia partida significaba que el heredero principal al trono recibía el puesto gubernamental del monarca difunto, con sus correspondientes derechos y deberes, pero el resto de las posesiones personales y de las fuentes de renta del difunto se asignaban a los demás descendientes del grupo colectivo quienes actuaban como meros depositarios del muerto, a este grupo de herederos secundarios se le llamaba panaca. El propósito primordial de la panaca consistía en servir de corte al muerto, mantener su momia y perpetuar su culto (págs. 116-117 y 146):

 

            “Por eso, cada nuevo Inca que llegaba al trono del Cuzco debía edificarse un palacio propio. El de su antecesor se convertía en casa de la momia, a la cual se le presentaban manjares como si se tratara de un ser vivo. La momia era, además, propietaria de extensos latifundios, trabajados por campesinos que le pertenecían, del mismo modo que le pertenecían los pastores que cuidaban sus rebaños de llamas. Cuando la momia no estaba en su residencia, era porque se encontraba en un pequeño trono en el Templo del Sol del Cuzco. Pero, de tanto en tanto, la momia también emprendía viajes, ya sea a la fortaleza de Sacsahuamán, más arriba del Cuzco, o al vecino Trono del Inca” (Stingl, págs. 66-67).

 

            Es preciso mencionar que los indios del Tawantinsuyu nombraban a sus gobernantes muertos, es decir a los Incas muertos, como Illapa, el dios del trueno, del tiempo. Al respecto, Conrad y Demarest mencionan que el culto a este dios estaba vinculado con los fenómenos meteorológicos que regulan la producción agrícola (lluvia, heladas, granizos, etc.), por lo que se identificaba explícitamente a los reyes difuntos tanto con el dios tutelar, patrón del Tawantinsuyu (Inti) como con las fuerzas fertilizadoras de la naturaleza (el sol y el tiempo). Así, las momias reales, las mallquis, eran las huacas decisivas de las que dependía la prosperidad del estado inca, concluyen dichos autores (pág. 149).

 

            En consecuencia, en el aspecto religioso, el culto a los antepasados, a las mallquis, garantizaba la protección divina para el Tawantinsuyu; en lo social se identificaba un grupo de parientes del Inca muerto que se encargaba de mantener su culto, su palacio, administrar sus tierras, sacarlo a pasear en las ocasiones especiales; en lo militar exigía la expansión del Imperio para ganar nuevas tierras que pertenecerían al Inca vivo y que conservaría luego de su muerte con sus propias panacas para asegurar su culto; en lo económico representaba la diferenciación de las tierras del Inca, las tierras del Tawantinsuyu (estatales), las tierras del Illapa o Inca muerto y las tierras del culto, y, asimismo, significaba todo un sistema de administración de la riqueza derivada del trabajo y tributo de los pueblos subyugados que garantizaba la reproducción material del Imperio Inca.    

 

El reciente hallazgo de los envoltorios mortuorios que encierran a las momias de Túpac Amaru, el emplazamiento marginal localizado en las afueras de la Ciudad de Lima, Perú, se viene a sumar a los otros descubrimientos arqueológicos que desde las primeras décadas del siglo XX han ayudado a enriquecer el conocimiento de las culturas andinas: Paracas, Ancón, Sipán, Ampato, la Laguna de las Momias chachapoyas  en Leymebamba, por nombrar sólo algunos. No obstante, en el caso particular de Túpac Amaru (el antiguo Puruchuco-Huaquerones del Horizonte tardío, 1438-1532), la cantidad de momias encontradas -alrededor de 2,200 individuos de todas las edades y rangos dentro de más de 900 envoltorios funerarios- en una superficie de 8 hectáreas ha provocado un gran revuelo entre los estudiosos y amantes de la historia de los Andes peruanos. Estos fardos funerarios, consistentes en capas de tela que envuelven las momias y sus respectivas ofrendas y objetos personales, pueden llegar a contener de dos a siete cuerpos en un mismo envoltorio. Dichas momias se encuentran tan bien conservadas “que sus uñas, cabello e incluso, a veces sus ojos se encuentran intactos. Miles de artículos fueron encontrados con ellas, entre ellos penachos de pluma, artículos de cerámica y bolsas tejidas” (Milenio, jueves 2 de mayo de 2002).

 

            Guillermo Cock es el arqueólogo encargado de la excavación, él considera que “el descubrimiento es el más importante en la arqueología inca”. Asimismo, comenta que los hallazgos han arrojado tanta evidencia que se necesitarán varios años para analizarla y clasificarla, lo que podría implicar rescribir la historia de la cultura inca (Milenio, jueves 2 de mayo de 2002). En una entrevista reciente ofrecida a Terra, una página para cibernavegantes de Internet,  Cock  advierte que “salvo que cambie la política de los estados de los gobiernos, y juntos crearan conciencia para preservar las riquezas del pasado y del presente para poder construir el futuro del patrimonio cultural y el medio ambiente, pues estas dos materias están íntimamente vinculadas. Esta conciencia haría atractiva la investigación, desarrollo y cuidado de nuestra arqueología generando importantes fuentes de trabajo e ingresos de desarrollo”. Por lo pronto el tiempo sigue corriendo para Túpac Amaru, en donde las máquinas excavadoras se han convertido en las enemigas mortales de las momias y sus salvadores, es decir, los vecinos del lugar y los arqueólogos que realizan el rescate de este cementerio prehispánico.

 

Bibliografía

 

Cieza de León, Pedro de

La crónica del Perú,

España, Editorial Dastin, 2000

 

Cock, Guillermo

“Rescate inca”,

EEUU, en National Geographic,

mayo de 2002, págs. 64-77

 

Cock, Guillermo (entrevista a)

Periódico Milenio, jueves 2 de mayo de 2002

 

Cock, Guillermo (entrevista realizada a G.C. por Elvia Chaparro)

“Un sitio arqueológico inexplorado”,

Terra, Internet, noviembre de 2002

 

Clastres, Pierre

Investigaciones en antropología política,

México, Editorial Gedisa, 1987

 

Conrad, Geoffrey W. y Arthur A. Demarest

Religión e imperio,

México, CNCA, 1990

 

Delfín Guillaumin, Martha Eugenia

“Rebeliones indígenas en Mendoza, Argentina, 1750-1880”,

tesis inédita de licenciatura, México, ENAH-INAH, 1991

 

Empires of Mystery, the Incas, the Andes, and lost civilizations

EEUU, Florida International Museum, 1998

 

Fellmann Velarde, José

Los imperios andinos,

Bolivia, Librería Editorial Juventud, 1977

 

Garcilaso de la Vega, el Inca

Comentarios reales, Venezuela, Biblioteca Ayacucho, 1991

 

Hemming, John

La conquista de los Incas, México, FCE, 2000

 

Miranda, Selene

“Las momias de la laguna”,

EEUU, en National Geographic, noviembre de 1999, págs. 56-61

 

Poma de Ayala, Felipe Guaman

Nueva coronica y buen gobierno;

Venezuela, Biblioteca Ayacucho, 1980

 

Stingl, Miloslav

El imperio de los Incas,

Argentina, Editorial Losada, 1990

 

Von Hagen, Víctor W.

Los incas,

México, Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

 


 

[1] El Tawantinsuyu era el Imperio inca de “las cuatro provincias”, los cuatro rumbos: Chinchasuyo, Condesuyo, Antisuyo y Collasuyo.

[2] Véase el apéndice para obtener mayor detalle del término momia y los tipos de momificación que existen.

 

[3] Según José Fellmann Velarde, el ayllu es “un grupo humano unido por vínculos de sangre, asentado en la tierra que la posee y trabaja en común y cuyos miembros se dividen, por igual, el fruto de su esfuerzo” (pág. 37). La voz ayllu es quechua , en aymara se dice hatta.

[4] Entiéndase por huaca todo objeto, lugar o persona considerados sagrados.