Secularización de parroquias novohispanas

 

Martha Delfín Guillaumin,

 

En el año de 1767, un acontecimiento vino a alterar profundamente la vida de los habitantes de la Nueva España, me refiero al cumplimiento de la orden dada por el monarca Borbón Carlos III para expulsar a los socios de la Compañía de Jesús de sus dominios europeos y americanos. Las razones, "causas justas y competentes", que obligaron al rey a tomar tal decisión no fueron nunca divulgadas a sus súbditos. Sin embargo, todo parece indicar que este suceso formó parte de una serie de medidas políticas que Carlos III y sus ministros estaban llevando a cabo para fortalecer a la Corona española por encima de los intereses de particulares y de instituciones, como sería el caso de la Iglesia. En la Nueva España, la expulsión de los jesuitas coincidió claramente con la visita general que, entre 1765 y 1771, llevó a cabo don José de Gálvez; dicha visita había sido precedida por la llegada a México de dos regimientos de tropas regulares (Brading, 1994: 15-16).

 

            Según Brading, la expulsión de los jesuitas "constituyó el más bárbaro golpe asestado a la Iglesia mexicana" durante el siglo XVIII, pero señala que no fue un incidente aislado puesto que ya desde 1749 una junta especial de ministros y clérigos de la corte había recomendado que las extensas doctrinas administradas por las órdenes mendicantes en el centro de la Nueva España "fuesen puestas al cuidado del clero secular" (1994: 20).

 

            De esta forma, el 4 de octubre de 1749, Fernando VI emitió una cédula que ordenaba que todas las parroquias o doctrinas que eran administradas por las órdenes religiosas en las diócesis de Lima y de México "debían confiarse, en adelante, al cuidado del clero secular". Posteriormente, en febrero de 1753, los ministros del monarca emitieron un nuevo decreto "que extendía el proceso de secularización a todas las diócesis del imperio de España en América", lo que dio como resultado que en menos de una década los franciscanos, dominicos y agustinos perdieran "numerosas parroquias que habían gobernado desde el siglo XVI". Además, según Brading, la aplicación de dichas leyes fue muy distinta a la manera como el obispo Juan de Palafox y Mendoza había llevado a efecto la secularización de las doctrinas administradas por religiosos en Puebla durante el decenio de 1640, pues este obispo "había permitido que los frailes conservaran sus iglesias y conventos, dando a su clero unas parroquias recién construidas", contrastando con la actitud de las autoridades coloniales de 1753 que "trataban de expropiar las iglesias conventuales, expulsando a los frailes de sus pequeños conventos rurales"  con el pretexto de que estas casas se habían edificado "sin licencia real en los pueblos indios", que en la mayoría de ellas sólo había uno o dos frailes residentes que no cubrían el número obligatorio de ocho, que no observaban la regla ni cantaban el santo oficio, y que pocos de los supuestos párrocos que existían entre los religiosos habían recibido realmente la unción canónica (1994: 77, 80 y 81).

 

            En el Oficio del conde de Revillagigedo sobre secularización de curatos y separar de ellos a los regulares, que este virrey dirigía a su sucesor, el marqués de las Amarillas, como parte de sus instrucciones, el 8 de octubre de 1755, se puede leer lo siguiente:

 

                                    Por real cédula de 4 de octubre de 1749, que queda señalada núm. 1, resolvió el rey, a consulta de una junta formada en la corte, de los principales ministros, de algunos prelados y otras personas muy recomendables, la separación de los regulares de Indias, de las doctrinas y curatos, que desde el principio del establecimiento de estos dominios servían en el interín se creaban clérigos idóneos que pudiesen ejercer el ministerio de curas. Aunque esto mismo se había deseado siempre, y muchas veces se había mandado, el empeño que las religiones hicieron en mantener esta posesión, el apoyo que hallaron en las Audiencias y ministros reales, frustró esta providencia, a pesar de los buenos deseos de los reyes, y diligencias de su ministerio. Considerando esto, para que no sucediese lo mismo en esta ocasión, se dirigieron las órdenes privativamente a los virreyes y gobernadores de las provincias que ejercen el Real Patronato; y por lo tocante a estos reinos, quiso el rey que por mi mano las recibiesen todos y que yo los instruyese del modo con que debían conducirse, para que en la ejecución no se causase escándalo, turbación o alboroto... Al arzobispo de esta Iglesia se le dirigieron las órdenes por mi mano; y a él y a mí se nos previno procediésemos de entero acuerdo, para que la buena correspondencia excusase todos los embarazos que pudiesen sobrevenir.

                                    Recibidas estas órdenes, reconocimos el arzobispo y yo que era mucho más fácil este negocio de lo que en la corte se había pensado; que no había fundamento para recelar la menor turbación e inquietud en los indios, pues así ellos como todas las demás castas que componen las feligresías de estos reinos, estaban muy mal hallados con los frailes, y deseosos de mudar de mano: que aun sin las órdenes del rey, había motivos muy graves para remover a estos religiosos de muchos curatos, pues se sabía que los tenían vacantes de muchos años atrás, servidos por religiosos nombrados por sus prelados, sin título ni presentación real, y sin la institución autorizable del prelado diocesano, contra la forma prevenida en las Leyes de Indias y lo mandado en el Concilio de Trento, constituciones y bulas apostólicas: que empezando por estos curatos, la providencia se justificaba y se hacía plausible, sin que nadie pudiese censurarla o impugnarla, porque era la pena que por las Leyes de Indias tenían los religiosos, en el caso de poseer las doctrinas como las poseían contra lo prevenido en ellas (Instrucciones que los virreyes de Nueva España dejaron a sus sucesores, pp. 41-42).

 

            A pesar de que las órdenes giradas desde la corte deberían cumplirse sin poder presentar ningún recurso de apelación, los superiores de los franciscanos, dominicos y agustinos en Madrid se quejaron ante los ministros del rey porque, según ellos, sus frailes se hallaban:

 

                                    en la última miseria, insultado su honor, tratados individuos como los más delincuentes facinerosos tratados en las Américas con la hostilidad y rigor que no se tuvo ni practicó con los moros y judíos cuando los expelieron de estos reinos (Brading, 1994: 79).

 

            Ante esto, Revillagigedo advertía a su sucesor que:

 

                                    Vuestra Excelencia tendrá mucho en qué ejercitar su paciencia con los recursos de los regulares, que creen posible en el arbitrio del virrey suspender las órdenes para la remoción de las doctrinas, sin hacerse cargo que ellos mismos, con todo su valimiento, no han podido conseguir que en la corte se les oiga, y han encontrado una constante resistencia en todos los ministros; y lo que es sobre todo, de entre ellos los más cuerdos y observantes, conocen y confiesan que es convenientísimo a su bien espiritual, a su mejor observancia, recogimiento y abstracción, el desprenderse de una vez del ministerio de curas, si no ajeno enteramente, muy distante de su profesión, y que en esto no se ha hecho nada de nuevo, sino llevar los deseos de muchos años que ha que esto se procura y solicita.

                                    La prudencia y cordura de V.E. sobre estas noticias, no dudo que hará lo que más convenga al servicio de Dios y del rey (Instrucciones..., p. 43).

 

            De todas formas, para 1755, año en que el marqués de las Amarillas comenzó su gobierno, algunos religiosos se apresuraron para obtener de los obispos sus nombramientos canónicos como curas "y, por tanto, según la ley canónica, no se les podía expulsar legalmente de sus beneficios" (Brading, 1994: 80-81). El arzobispo Manuel José Rubio y Salinas convino con el virrey, marqués de las Amarillas, "en que se debía dejar a los frailes en el lugar donde habían sido canónicamente nombrados párrocos", y que sus parroquias sólo serían secularizadas tras la muerte del que las hubiese estado administrando, lo cual provocaría que el proceso de secularización se volviera más gradual y que el traslado de los religiosos procedentes de los pueblos a los conventos urbanos, fuera más lento y no ocasionara problemas de apiñamiento en los mismos (Brading, 1994: 81-82).

 

            Durante el período de gobierno del marqués de las Amarillas se realizaron algunos casos de secularización, como el del 8 de enero de 1756. El virrey giró instrucciones para secularizar ciertos curatos mencionando las diferentes cédulas y órdenes reales que se habían girado desde 1749 hasta la fecha de su escrito, para dar la rectoría de las parroquias "a los clérigos y no a los religiosos":

 

                                    por lo que el expresado mi antecesor por sus diferentes decretos mandó proveer todas las doctrinas que después del recibo de las referidas reales órdenes, vacaron por muerte de los religiosos sus curas, en clérigos seculares, e igualmente aquellas que se reconoció poseían con algún vicio, defecto o nulidad, y otras muchas en que pareció conveniente esta providencia, sin embargo de estar legítimamente instituidos sus poseedores (Ramo Templos y conventos, Vol. 15, Exp. 1, foja 132 reverso, Archivo General de la Nación, en adelante AGN).

 

            Asimismo, el virrey ordenó de manera definitiva que:

 

                                    por mi secretaría se forme y pase billete de ruego y encargo al ilustrísimo señor arzobispo de esta santa Iglesia Metropolitana para que luego y sin dilación provea en clérigos seculares las doctrinas vacantes de Cuernavaca, Calimaya y Culhuacán por muerte de sus últimos curas, los dos primeros de la orden de San Francisco de la regular observancia, y el último de la de San Agustín, y a remover a los curas de Champantongo y Chilcuautlan, de esta misma orden, y el de Otumba de aquella, y a los de Yautepec y Coautepec de la de Santo Domingo, sin embargo de no haber vacado por muerte o renuncia de sus curas; para que se provean igualmente en clérigos seculares, a quienes deberán pasar con sus iglesias, casas o conventos anexos, visitas y ermitas, con todos los bienes, rentas, censos, cofradías, aniversarios, capellanías, fundaciones y dotaciones, ornamentos, vasos sagrados y todos sus adornos conducentes al servicio y culto divino como accesiones que deben seguir la naturaleza de su principal, y sin que sea lícito a los regulares sacar o llevar consigo mas que las alhajas de su propio uso, ejecutándose todo en la misma conformidad que en casos iguales se ha practicado, sacándose por el oficio de gobierno a donde toca, testimonio de este decreto para pasarlo al expresado ilustrísimo señor arzobispo, y los necesarios para dar cuenta al rey nuestro señor, notificándose a los padres provinciales de las referidas órdenes para que por su parte le hagan dar entero cumplimiento, y si para su ejecución fuere necesario el auxilio de la real justicia, todas las de S.M. lo impartirán pronta y  efectivamente en su virtud, expidiéndose por mi secretaría los órdenes correspondientes a las de los partidos respectivos (Ramo Templos y conventos, Vol. 15, Exp. 1, fojas 133 reverso y 134 anverso, AGN).

 

            Posteriormente, por cédula del 3 de junio de 1757, se confirmaba que "todos los religiosos que hubiesen sido canónicamente instalados como curas por sus obispos debían permanecer en sus moradas hasta su muerte". Asimismo, se les permitiría a las provincias religiosas "conservar dos parroquias de la primera clase, para obtener ingresos". Los conventos que albergaran ocho o más frailes regularmente, "se mantendrían abiertos y, si ya habían sido expropiados, se les devolverían". Sin embargo, el decreto real también estipulaba a las órdenes mendicantes en sus colonias americanas "limitar su aceptación de novicios y lograr así una reducción de sus números", exigiéndoles al mismo tiempo, "preparar a sus frailes con el fin de trabajar en las misiones en la frontera". Gracias a estas disposiciones la transferencia de parroquias a manos de seculares se realizó de manera más gradual y ofreció "cierto grado de mejoría" a las órdenes religiosas mendicantes novohispanas (Brading, 1994: 82).

 

            Cuando Carlos III llegó al poder en 1759, la secularización de los curatos seguía siendo uno de los objetivos de la política real, no en balde este monarca aspiraba a ver canonizado al obispo Palafox (Brading, 1994: 25). Precisamente, por dar un ejemplo, durante su reinado se efectuó el proceso de secularización de la parroquia dominicana de la Candelaria en Tacubaya en 1763. (Delfín, 1998: 130).

 

            Un punto que merece ser comentado es el que atañe a las lenguas indígenas, es decir, el dominio que debían tener los párrocos de los idiomas nativos para poder cumplir mejor su ministerio. Si bien se ha visto que durante la primera mitad del siglo XVII, el propio obispo Palafox usó como pretexto esta política lingüística para exigir la salida de los religiosos de sus curatos en la diócesis poblana porque, según él, los frailes no cumplían con este requisito (por lo menos no se presentaron al examen de lengua que les pretendía aplicar), ya para el siglo XVIII puede verse claramente que esta situación es muy distinta. Me refiero a que en esta ocasión, los religiosos usaron como argumento para objetar el cumplimiento de la orden de secularizar sus parroquias, el hecho de que los sacerdotes diocesanos no conocían las lenguas indias y eso los incapacitaba para comunicarse con sus feligreses ocasionando, según los frailes, que los naturales volvieran a sus antiguas supersticiones e idolatrías. Sin embargo, el virrey Revillagigedo llegó a afirmar que a los indios el cambio de religiosos por seculares les sería sumamente benéfico porque se verían obligados a aprender el idioma castellano lo cual ayudaría a "sacarlos de la miseria y rudeza en que se les ha dejado vivir por tantos años, reteniendo con sus lenguas sus antiguas supersticiones y barbaridad" (Brading, 1994:  80).

 

            Por su parte, el arzobispo Rubio y Salinas aseguraba en abril de 1756 que alrededor de ciento setenta y cuatro clérigos se habían ordenado recientemente gracias al dominio de las lenguas indias (en su mayoría hablantes de náhuatl), y que se había establecido una cátedra de lengua mexicana en el seminario diocesano. A su vez, consideraba que la solución al problema lingüístico sería obligar a los indios a aprender el idioma español y para ese fin había establecido no menos de 262 escuelas por toda la diócesis, encargándoles a los sacerdotes diocesanos y a los frailes la tarea de enseñar español a los indios, de modo que, en cuanto surtiera efecto esta instrucción, podrían tomarse medidas más radicales, pues opinaba que:

 

                                    es menester abolir generalmente el uso de su lengua, auxiliando el rey las providencias, para que en todo lo concerniente a la religión no se hable otra que la Española (Brading, 1994: 81).

 

            Por último, dadas las características que envolvieron los diversos procesos de secularización en la Nueva España, me atrevería a suponer que, en general, estas medidas obedecieron más a razones de tipo político que económico. Si bien la preocupación por el pago puntual del diezmo a la Corona y la acumulación de riquezas en manos de la Iglesia era todavía una cuestión de peso en los asuntos de la corte, el interés de Carlos III por continuar con la secularización de los curatos novohispanos, creo que iba más dirigido a asegurar el cumplimiento de su voluntad sobre sus súbditos. Con esto no pretendo negar la importancia que siguió teniendo el asunto de los diezmos en el Consejo de Indias, pues de hecho, a partir de 1774, "la Corona ordenó que se instalara un contador real en todas las oficinas catedralicias, cuya función consistiría en asegurarse de que se cobrara íntegro el noveno real" (Brading, 1994: 236); posteriormente, en diciembre de 1786, en las Ordenanzas que implantaron al sistema de intendencias en la Nueva España, se estipulaba que "una Junta del Diezmo sería establecida en cada diócesis encabezada por el intendente local como vicepatrón de la iglesia", lo que ocasionó, según Brading, que la Corona arrebatara a los obispos y cabildos su autoridad sobre los diezmos y considerara hacer una división reformada de los ingresos (1994: 237). Aunque estas medidas encontraron siempre fuerte resistencia por parte de la jerarquía católica del arzobispado de México e, inclusive, fueron revocadas en sesión plenaria del Consejo de Indias en 1792, en adelante, la burocracia borbónica buscaría medios alternos para obtener ingresos adicionales de esta fuente para las arcas reales. De esta forma, el ataque más importante que lanzó la Corona española en contra de los privilegios económicos de la Iglesia hispanoamericana se dio a raíz de la aprobación del decreto de Consolidación en diciembre de 1804, en el que se ordenaba "que se vendieran todas las propiedades de la Iglesia en América, y que las sumas obtenidas fuesen depositadas en la tesorería real", lo que provocó "una lluvia de protestas, virtualmente de todas las instituciones importantes de la Nueva España" (Brading, 1994: 239 y 248). Sobre este particular, Escobedo Mansilla opina que a lo largo del período colonial:

 

                                    las propiedades directamente administradas por los religiosos no fueron afectadas -salvo la brutal desamortización que comportó la expulsión de los jesuitas-, pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII el regalismo borbónico -en el que actúan algunos políticos, todavía soterradamente, laicistas y anticlericales- y la avidez recaudatoria de la Monarquía, abocada a una grave crisis financiera, vuelven sus ojos sobre los bienes de la Iglesia y de los eclesiásticos para iniciar una política gradualmente expoliatoria (Vol. I, p. 118).

 

            De cualquier manera, este proceso de secularización de las parroquias novohispanas, iniciado a mediados del siglo XVIII, formaba parte de las reformas políticas, económicas y administrativas que estaban llevando a cabo los ministros ilustrados de la monarquía borbónica, quienes, de esta forma, lograron concretar los anteriores proyectos de secularización iniciados desde el tiempo de los Austria:

 

                                    A los religiosos, que habían dedicado la mayor parte de sus casas y personal a este servicio, les resultó muy difícil entender esta disposición, sin darse cuenta de que el sistema que ellos querían seguir estaba totalmente fuera de época, apoyado sólo por la voluntad del monarca, no pocas veces contra el parecer del mismo Consejo de Indias y, al menos así se alegaba entonces, contra las decisiones de los capítulos generales de las Ordenes. Los religiosos no parecen notar la enorme diferencia entre la organización eclesiástica del siglo XVI y la del XVIII. Por una parte, las reformas administrativas del absolutismo real de mediados del XVIII no podían permitir un poder religioso tan fuerte e independiente en sus colonias. Por otra, las ideas de la Ilustración empezaban a poner en tela de juicio la utilidad de las Órdenes religiosas, con lo que éstas empiezan a perder credibilidad en la sociedad.

                                               Sin el apoyo de la Corona, y con la oposición que siempre tuvieron, de los obispos y algunos oficiales reales, los religiosos, no obstante el afecto que les mostraban los pueblos indígenas, tuvieron que dejar las doctrinas, a las que habían dedicado un trabajo de más de dos siglos (Morales Valerio, Vol. II, p. 102-103,).

 

 

Referencias bibliográficas

 

 

Brading, David A. (1994),

            Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, México, FCE.

 

Delfín Guillaumin, Martha Eugenia (1998)

“El convento dominico de Nuestra Señora de la Purificación: la labor dominicana en Tacubaya durante la época colonial”, tesis de maestría en Historia, México, UNAM.

 

 

Escobedo Mansilla, Ronald (1992),

            "La economía de la Iglesia americana", en Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, Vol. I: aspectos generales, p. 99-135, Madrid, Biblioteca de autores cristianos, Estudio teológico de San Ildefonso de Toledo, obra dirigida por Pedro Borges.

 

Instrucciones que los virreyes de Nueva España dejaron a sus sucesores (1867),

            Imprenta Imperial, Col. Luis González Obregón de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, México, BNAH-INAH.

 

Morales Valerio, Francisco (1992),

            "México: la Iglesia Diocesana", en Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, Vol. II: aspectos regionales, p. 91-109, Madrid, Biblioteca de autores cristianos.