EL CONVENTO DOMINICO DE NUESTRA SEÑORA DE LA PURIFICACIÓN: LA LABOR DOMINICANA EN TACUBAYA DURANTE LA ÉPOCA COLONIAL

 

 

Autora: Dra. Martha Eugenia Delfín Guillaumin, 

separata de tesis de Maestría en Historia de México

UNAM 1998

 

 

 

 

 

1) La política de secularización (motivos económicos y políticos)

 

            a) Antecedentes: el obispo Palafox y el proceso de secularización en la Nueva España durante la primera mitad del siglo XVII

 

 

            La política de secularización de las parroquias novohispanas administradas por las órdenes religiosas mendicantes efectuada a partir de 1749, no se originó aisladamente en el marco de las reformas borbónicas, tiene sus antecedentes más remotos desde fines del siglo XVI y, particularmente, desde la primera mitad del siglo XVII.

 

            Como se ha dicho, en los primeros años de vida colonial, las órdenes mendicantes asumieron la tarea de evangelización para convertir a la población indígena recién dominada. Esto originó que la administración de la gran mayoría de las parroquias y el adoctrinamiento de los naturales quedaran en manos de los frailes que "hacían oficio de curas" (Piho, 1977, p. 82), situación que provocaría, desde mediados del siglo XVI, el enfrentamiento entre ambos cleros, ya que los seculares argumentaban que la cura de almas les correspondía exclusivamente a ellos.

 

            Recordemos que hasta mediados del siglo XVII, los regulares estuvieron exentos de pagar el diezmo sobre sus haciendas, a diferencia de los sacerdotes diocesanos. Si a esto se añade la creciente adquisición de bienes raíces por los religiosos y la consiguiente exención del pago del diezmo sobre los mismos, se entiende porqué la Corona española, preocupada por la consecuente pérdida de ingresos que perjudicaba al erario real, necesitaba cambiar esta situación de privilegio para poder seguir sufragando los gastos de construcción y mantenimiento de las iglesias, lo mismo que el pago de los sueldos del clero secular. De esta forma, Felipe II prohibió a las órdenes regulares mendicantes la adquisición de nuevas propiedades, pues se proponía evitar "la fuga de diezmos" que derivaría en el ingreso seguro de los dos novenos a las cajas reales (Piho, 1977, p. 83). Hacia 1609, su sucesor, el rey Felipe III, se mostraba preocupado por la cantidad de diezmos que no recibía la Iglesia en las áreas administradas por el clero regular, lo que originaba, según esta autora, que se agravaran los gastos de las cajas reales[1]. Luego, en una ordenanza del 25 de septiembre de 1612, reiteraba que dos novenos de los diezmos pertenecían al rey, manifestando con ello la urgencia de la Corona por controlar dicho ingreso[2]. El 10 de diciembre de 1618, por real cédula, el monarca reprochaba la falta de cumplimiento de las disposiciones anteriores e insistía enérgicamente en los derechos que, según él, tenían los clérigos seculares para hacerse cargo de las doctrinas, medida que solucionaría, al mismo tiempo, la situación del ingreso real. En 1621, el rey Felipe IV le escribía a su primo el duque de Alburquerque, en su carácter de embajador de España en Roma, que consiguiera un breve del papa para que los religiosos ya no estuvieran exentos del pago del diezmo pues esta situación privaba a las cajas reales de sus ingresos, lo que provocaría, según él, que:

 

                                    en poco tiempo los prelados y cabildos de todas las iglesias de las Indias no tendrán con qué se sustentar, y yo vendría a quedar obligado a que de mi hacienda se les dé lo necesario para ello, como se hace en algunas partes de las dichas Indias (Piho, 1977, p. 83).

 

            Hacia 1626 se escribieron cédulas que prohibían nuevamente a los religiosos adquirir bienes raíces en pueblos de indios, estas disposiciones tenían como principal objetivo "marcar los territorios, conventos y doctrinas que poseían como prueba de un poderío económico" que se encontraba "fuera del control del monarca español" (Piho, 1977, p. 83); además, se suponía que los indios que vivían en los territorios administrados por los regulares pagaban a los frailes "doce o hasta veinte veces más que la cantidad que cobraba la real Corona a un indio en el territorio administrado por el clero secular" (Piho, 1977, p. 84). Años más tarde, el obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza, comentaría sobre este particular en sus Alegaciones a favor del clero secular:

 

                                    ... se está viendo cómo los que aniquilan los indios con tan graves vejaciones de servicio personal y gruesísimas obvenciones, derramas y tributos, son los religiosos y no los clérigos, pues afirma el virrey, marques de Montesclaros, que son tantas, y tan graves, que veinte indios tributarios juntos no tributan tanta cantidad a V. M., dueño y señor de esta América, como un solo indio tributario tributa al religioso doctrinero que le administra (Piho, 1981, p. 188).

 

            Por otra parte, desde mediados del siglo XVI, dentro del clero secular había surgido un grupo bastante numeroso conformado en su mayoría por hijos de españoles (criollos y mestizos novohispanos), que se encontraban "sin puestos por ocupar y económicamente en la miseria" debido a que, según afirma Piho, casi el total de las parroquias se hallaba administrado por los frailes, quienes, en gran parte, "eran españoles venidos de la península" (1977, p. 81-82)[3]. La situación fue agravándose cada vez más, y así, hacia 1612, año en que entró como arzobispo de México, don Juan Pérez de la Serna, comenzó una nueva etapa en la historia de esta disputa por la administración de los curatos, de hecho puede hablarse ya de un proyecto formal de secularización por parte de la Corona[4].

 

            Este personaje, "campeón del honor criollo y defensor de la Virgen de Guadalupe", ejercía su papel de obispo de una manera bastante mundana ya que llegó a tener "una carnicería, que funcionaba en un anexo de la residencia arzobispal y en la que se vendía la carne adquirida por la Iglesia en calidad de diezmo", asistía a representaciones teatrales "que algunos calificaban de impropias" y, a la vez, estaba "sumamente consciente de los problemas sociales y necesidades de los habitantes" de la Nueva España. En su correspondencia puede observarse el "profundo desasosiego ante el fenómeno de la depresión económica, consternación por la bancarrota de algunos comerciantes y las tristísimas condiciones de los pobres, y la determinación de encontrar más medios de vida para el creciente número de clérigos diocesanos que de él dependían" (Israel, p. 144-145).

 

            Hacia 1619, Pérez de la Serna tuvo un enfrentamiento con el virrey, marqués de Guadalcázar, sobre el asunto de los derechos episcopales en las parroquias indígenas controladas por órdenes religiosas. Había obtenido de la corte una cédula que le concedía la facultad de rechazar a los párrocos designados por el clero regular y "decidir si estos candidatos eran idóneos, principalmente en el aspecto moral y por su conocimiento de las lenguas indígenas". Esto motivó que los frailes se opusieran abiertamente a los intentos del arzobispo de aplicar la mencionada cédula, particularmente los franciscanos, pues con marcada razón "lo consideraban el primer paso hacia la destrucción de la Iglesia indígena creada por las órdenes religiosas, encaminado a sustituir los párrocos regulares con sacerdotes seculares" (Israel, p. 145). El virrey, simpatizante del clero regular, se negó a que se acataran las disposiciones del arzobispo, "a pesar de haber recibido de España instrucciones bien claras al respecto". En julio de 1620, el arzobispo emitió un decreto en el que "ordenaba a los frailes dar facilidades a sus enviados que pretendían examinar la situación de las parroquias indígenas"[5], pero los provinciales de las órdenes, "reforzados por el apoyo de la rama temporal, se decidieron a desafiar abiertamente el prelado" (Israel, p. 145).

 

            A mediados del año siguiente, cuando ya el marqués de Guadalcázar había dejado su cargo, Pérez de la Serna reanudó su ataque contra los religiosos exigiéndoles que "dentro del plazo de sesenta días", cumplieran lo ordenado, "bajo pena de que se les aplicaran los castigos eclesiásticos correspondientes en caso de inobediencia". Ante esta situación, los religiosos habían pedido ayuda a la Audiencia de México para poderse enfrentar al arzobispo, la cual ordenó "que el cumplimiento de las instrucciones recibidas de Madrid quedara suspendido por tiempo indefinido" (Israel, p. 145). De cualquier forma, en septiembre de ese año, el arzobispo ordenó a los cabildantes de Texcoco y de otros pueblos de indios "que prohibieran a los naturales asistir a los frailes y recibir de ellos los sacramentos, así como que les impidieran hacer donativos a las órdenes mendicantes" (Israel, p. 145-146). Asimismo, el coadjutor diocesano del arzobispo, Garcés de Portillo, publicó un folleto en el que amenazaba a las órdenes mendicantes con "mayores represalias", dicho folleto se titulaba Cerca de lo que se ha dudado sobre si el ilustrísimo señor arzobispo de México pueda descolmulgar a los religiosos que tienen curas de almas. De cualquier forma, ni los mandatos arzobispales ni el folleto del coadjutor surtieron ningún efecto entre los religiosos (Israel, p. 146).

 

            En septiembre de 1621 desembarcó en Veracruz el nuevo virrey, don Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves, quien muy pronto se vería enfrentado con el arzobispo Pérez de la Serna. Todo comenzó cuando el virrey se entrometió "en los asuntos económicos de las autoridades diocesanas y de sus propios sirvientes"; luego, un incidente vino a ensombrecer más su relación, pues Gelves ordenó la clausura de su carnicería (Israel, p. 144 y 147). No obstante, la ruptura entre ambos personajes se dio definitivamente cuando el virrey decidió tomar cartas en el asunto de las parroquias indígenas administradas por religiosos, lo cual provocó una gran furia al arzobispo. En un principio, el marqués de Gelves se había reservado la decisión de intervenir en el caso, pero luego, "quizá bajo la influencia de la pluma de fray Juan de Torquemada", emitió un juicio que favorecía a los frailes hacia fines de julio de 1622 (Israel, p. 147). Irónicamente, los seguidores del arzobispo, que antes habían estado enfrentados a los miembros y simpatizantes de la Audiencia de México, estaban acercándose a ellos para crear un frente común contra el virrey, de tal forma, que, a principios de julio de ese año, la Audiencia se declaró en favor de los seculares, "dando marcha atrás al anular su propia decisión del año anterior sobre la cuestión eclesiástica, en un notable ejemplo de inconsistencia" (Israel, p. 147).

 

            Aprovechando esta situación, Pérez de la Serna lanzó un primer ataque contra los religiosos. En esta oportunidad le tocó el turno a la parroquia franciscana del convento de Santa María la Redonda. La Audiencia había ordenado al superior del referido convento que permitiera someter a su candidato para el cargo de párroco a la consideración del arzobispo, "a fin de que su calidad moral y conocimientos lingüísticos fueran analizados". Pérez de la Serna organizó una procesión de clérigos para que lo acompañaran al convento y "fuesen testigos del acto de sumisión del prior"; sin embargo, al llegar, el arzobispo vio frustrado su deseo de someter a los religiosos a su voluntad pues se sintió descompuesto y tuvo que ser trasladado a su residencia "sin haber logrado el objeto de su visita" (Israel, p. 147). Enfurecido por su fracaso, Pérez de la Serna emitió dos ultimátum que contenían "las peores amenazas" contra el superior franciscano que se rehusaba a acatar sus órdenes. Entonces, el virrey, antes de que expirara el plazo para que éstos se cumplieran, "deseando poner fin a la agitación, pasó por encima de la Audiencia y anunció la suspensión temporal de la aplicación de la real cédula relativa al examen de los candidatos regulares a los curatos vacantes" (Israel, p. 147). Mientras que los religiosos recibieron la noticia con gran júbilo pues significaba un alivio para su difícil situación, los seculares "se enfurecieron y mostraron su desagrado en todas las formas posibles". En los siguientes años, la figura del marqués de Gelves fue sumamente respetada en las crónicas de los frailes en oposición a las críticas que recibiría por parte de los seculares en sus publicaciones (Israel, p. 147)[6]. No es extraño que uno de los principales motivos que favoreció la caída del virrey en enero de 1624, fue la alianza del clero secular -encabezado por el arzobispo Pérez de la Serna-, y los enemigos de Gelves -los burócratas descontentos de la Audiencia y los criollos comerciantes- (Israel, p. 144).

 

            En 1624, las tres órdenes religiosas regulares más importantes -franciscana, dominicana y agustina-, "reconocieron el derecho de los obispos a efectuar visitas a sus doctrinas, y convinieron en que cada doctrina debía contar como parroquia"; de esta forma, un fraile en particular sería nombrado cura en cada una de ellas, y recibiría así el nombramiento canónico del obispo. Consecuentemente, los religiosos quedaban sometidos a las normas del gobierno de la Iglesia establecidas en la legislación tridentina, sin que por ello desapareciera la antigua disputa por la administración de los curatos (Brading, 1994, p. 78-79).

 

            El problema de la desocupación de los miembros del clero secular seguía sin resolverse hacia 1635. Por ejemplo, en el obispado de Puebla había en total setecientos sacerdotes, curas, beneficiados, vicarios, graduados, maestros, licenciados y bachilleres que no podían ocuparse de la doctrina de los indígenas "por encontrarse la mayor parte de los curatos en manos de los frailes". En vista de esta situación y con el firme propósito de aumentar los ingresos de las cajas reales, Felipe IV ordenó por cédula del 9 de diciembre de 1636, que la Iglesia Metropolitana de la ciudad de México enviara a un prebendado a la corte "para tratar de concluir las pláticas sobre la falta de pago de diezmos en los territorios ocupados por los religiosos" (Piho, 1977, p. 84).

 

            Como resultado de la entrevista entre el rey y el prebendado se emitió una cédula el 19 de diciembre de 1639 que anunciaba la llegada de un nuevo obispo para la diócesis de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza, quien, a su vez, tenía el cargo de visitador general de la Nueva España. Se trataba de "un personaje enérgico, que, en el parecer del Rey, es el más apropiado para llevar al cabo la reforma de una situación que se oponía a los intereses socioeconómicos del clero regular" (Piho, 1977, p. 84). Una vez que los sacerdotes diocesanos se hicieran cargo de los curatos, la Corona obtendría los ingresos deseados puesto que, según VirvePiho, estas doctrinas en manos de los seculares "producirían medios económicos, en forma de diezmos, que antes se perdían en el caudal de las órdenes religiosas" (1977, p. 84).[7]

 

            Una vez llegado a su diócesis de Puebla, el 24 de julio de 1640, el obispo Palafox emprendió una campaña en contra de las órdenes religiosas "cuyo resultado fue que el adoctrinamiento de los indios quedara en manos del clero secular"[8]. Cabe mencionar, que en ese año había una gran hambruna en la región poblana "por lo que la gente tuvo que alimentarse con cebada, biznagas, raíces y otras plantas silvestres, y hubo personas que murieron por falta de alimentos" (Piho, 1981, p. 123).

 

            Palafox reprochaba a los religiosos el que hubieran poseido los curatos y las doctrinas (especie de parroquias rurales) de manera arbitraria durante más de un siglo, pues habían violado las prevenciones canónicas y reales en todo el territorio que estaba bajo su dominio, es decir, en casi todos los pueblos de la Nueva España. Acusaba a las órdenes religiosas mendicantes de ser demasiado poderosas y difíciles de controlar. En su carácter de visitador del reino contaba con el apoyo de las autoridades peninsulares, quienes le habían encomendado la solución del conflicto entre ambos sectores del clero. Así, una de sus primeras providencias fue remitir una patente en la cual mandaba a los frailes permanecer en los conventos "encomendándose a Dios con letanías en lugar de salir a doctrinar". Además, no deberían bautizar, ni asistir a los matrimonios, ni llevar el viático solemne. En otro orden de cosas, dispuso que las comunidades religiosas, en lugar de invertir en fincas rústicas o urbanas, pusieran "sus dineros por fuerza en las Cajas Reales de Madrid" (Piho, 1981, p. 126-127).

 

            Según VirvePiho, las facultades que otorgó el monarca español a Palafox para actuar en contra del clero regular, y la falta de oposición que encontró entre la población indígena para llevar a efecto su proyecto de secularización, explican de alguna manera el gran ímpetu con que el obispo inició su acción. No sólo se observaba la ausencia de "una decidida estructura dirigente", sino que el obispo "se veía frente a una población indígena que por su situación oprimida adoptaba una actitud mansa y obediente, y no ponía resistencia a las acciones de los recién llegados, menos a una autoridad como la de un prelado" (1981, p. 127-128).

 

            Como primera medida, informó a los superiores de las órdenes religiosas de su obispado y a los guardianes de los conventos que existía la necesidad de que las parroquias y doctrinas estuvieran administradas por el clero secular. Consecuentemente, la Audiencia notificó a todas las dependencias gubernamentales el contenido de las provisiones despachadas por la Corona en años anteriores, es decir, las de los años de 1602, 1622, 1624, 1634, 1637 y 1638, con el propósito de que se obedecieran, Sin embargo, los superiores regulares decidieron hacer caso omiso de estas ordenanzas y entonces el litigio fue derivado al fiscal (Piho, 1981, p. 128). El propio obispo Palafox luego daría una versión de los hechos en sus Alegaciones:

 

                                    Viendo el Obispo Visitador esta resolución, entregó las cédulas y provisión al Fiscal, el cual reconociendo la resistencia que hacían los Regulares a las órdenes repetidas de su Majestad, despachadas con conocimiento de la materia. Y oídas las partes en negocio tan grave, como es la legítima administración de las almas, cumpliendo con las obligaciones de su oficio, pidió en la Real Audiencia, que se rogase y encargase a los Arzobispos, Obispos y a cada uno en su Diócesis, que en ejecución de las dichas Reales cédulas y provisión, notificadas a los Superiores de las Religiones, en la más conveniente forma, asegurasen con afeto (sic) la conciencia de su Majestad, y que para ello las notificasen a los Doctrineros Regulares, para que las obedeciesen dentro del término que los asignasen, y que si no las obedeciesen, pusiesen Párrocos legítimos a aquellas almas (Alegaciones del obispo Juan de Palafox y Mendoza, citado por Piho, 1981, p. 128).

 

            La actitud del obispo Palafox hacia el clero regular no derivaba exclusivamente del acatamiento de las instrucciones recibidas del monarca, sino que también debe entenderse como consecuencia de su propio pensamiento. El concebía a la Iglesia como la cabeza de la nación (describía a la sociedad como un cuerpo humano), inseparable de ésta por ser vital y por ser la fuerza que la guiaba como totalidad orgánica del Estado católico. De esta forma, pensaba que el sector del clero más cercano a los laicos, es decir, el clero secular, tenía una importancia mucho mayor que el regular. Para él, los sacerdotes diocesanos constituían la esencia del cuerpo clerical, cuyos demás miembros ocupaban una posición marginal. Según Palafox, "sólo el clero secular compartía la vida de la gente y podía instruirla acerca de los caminos de Dios". Por eso los seculares deberían tener una buena formación, vivir de acuerdo con una moral inmaculada y dedicarse a llevar de la mano a los laicos al cumplimiento del deber. Esto tendría que ser así particularmente en las colonias, donde opinaba que la disciplina y la obediencia de la población blanca eran deficientes en comparación con las de la gente de Europa, porque la mayor parte de las personas que migraban a América habían viajado con la idea de buscar riqueza y progreso personal, olvidando así objetivos más elevados. Así, a la cabeza del clero secular y de los laicos se encontraban los obispos "en cuanto a disciplina, obediencia, moral y adecuado orden social", pues en "el pensamiento político de Palafox, ocupaba un lugar central su elevado concepto del episcopado". De esta forma, creía que los obispos "debían ser los guardianes de la sociedad y el sostén de la plataforma, base firme, sobre la que el Estado y la administración secular pudieran funcionar con eficacia y buen éxito" (Israel, p. 205-206).

 

            Palafox igualmente criticó a las órdenes regulares de la Nueva España "en vista de que no evitaban la posesión de bienes, riquezas e influencia, ideal que él sustentaba tanto para los frailes mendicantes como para los jesuitas". Advirtió a Madrid que "las órdenes eran más ricas y, en muchas regiones, más poderosas que el propio clero diocesano, circunstancia sumamente perjudicial para la Iglesia y, asimismo, para los laicos" (Israel, p. 207). En varias ocasiones llegó a manifestar su simpatía por el arzobispo Pérez de la Serna, lo cual demuestra el común interés por despojar a los religiosos de sus curatos. Para Palafox era inaceptable que la mayor parte de la diócesis poblana puesta bajo su directa responsabilidad estuviera eclesiásticamente encomendada a los frailes, pues sus planes de reforma del sacerdocio "para lograr que los clérigos fueran verdaderamente guía y conciencia de los feligreses de la diócesis" no se concretarían mientras en la práctica los seculares no contaran con medios de vida y beneficios eclesiásticos adecuados. Israel calcula que hacia 1640 había más de seiscientos sacerdotes seculares en el obispado de Puebla y que la mayoría de ellos consideraban insuficientes los medios materiales con que contaban para su manutención (p. 210).

 

            En diciembre de 1640, Palafox inició su ataque contra los religiosos de Puebla contando con la ayuda del ayuntamiento, el cabildo catedralicio poblano y los criollos en general. Pasados unos días se avisó a los superiores de treinta y siete casas religiosas que tenían a su cargo la administración de las parroquias indígenas en la diócesis de Puebla, como serían Tlaxcala, Cholula, Tepeaca, Huejotzingo, Tehuacán y Orizaba entre otras, que los ministros de esos curatos tendrían que someterse "a un examen moral y lingüístico que en breve plazo sería llevado a efecto por enviados del obispo, y que de no hacerlo se les destituiría de sus parroquias" (Israel, p. 210).

 

            Esta preocupación por exigir a los curas o frailes doctrineros el dominio de las lenguas nativas para el trato con la población indígena, tenía sus orígenes desde los inicios del período colonial. En 1536, la reina doña Juana la Loca envió instrucciones desde Madrid, de parte de Carlos I, al virrey don Antonio de Mendoza "en las cuales mandó que se alentara el estudio de las lenguas indígenas entre los religiosos, los sacerdotes y los niños, ya que muchos de ellos algún día serían llamados al sacerdocio" (Piho, 1981, p. 130). Por cédula real del 22 de mayo de 1565 se giraron instrucciones a los obispos de la Nueva España para que sólo nombraran curas a aquellos clérigos que dominasen las lenguas de los lugares a donde iban a ejercer su ministerio:

 

                                    Muy rrdo. in Xpto. padre arzobispo de mexico, de nro. consejo; y rreverendos in Xpto. padres obispos de los obispados de taxcala y antequera, mechoacan y nueva galicia de la nueva España y cada uno y qualesquier de vos á quien esta mi cédula fuere mostrada, ó su traslado signado de escrivano público: á nossea hecho rrelación que en esa trra. ay muchas lenguas diferentes unas de otras, y que vosotros proveeis á muchos clérigos que no saben la lengua de los naturales della, ni la entienden para poderles predicar y confesar y administrar los santos sacramentos, de que los dichos naturales no son doctrinados ni enseñados como convenía, y me ha sido suplicado lo mandase proveer como conviniesse, ó como la mi mrd. fuese: lo cual visto por los de nro. consejo fue acordado que devia mandar dar esta mi cédula para vos, é yo tóvelo por bien; por lo cual vos ruego y encargo á vos y á cada uno de vos que en vras. diócesis y obpados. procureis que los clérigos que ovieren de servir el officio de curas en los lugares donde los oviéredes de poner para que sirvan los dhos. cargos, sepan las lenguas de las provincias de donde residieren; y aviendo clérigos que sepan las tales lenguas los prefirais á los que no las supieren, y delloterneis mucho cuidado como cosa que tanto sea, que en ello seré de vosotros muy servido. fecha en buen grado á veinte y dos de mayo de mill e quinientos e sesenta y cinco años. Yo el Rey /Felipe II/ (Real cédula reproducida por Francisco R. de los Ríos Arce en Puebla de los Ángeles. La Orden Dominicana, T. II, apéndice de documentos, No. 18, p. XXXV-XXXVI).

 

            Años después, en 1622, el rey Felipe IV repetía categóricamente varias cédulas anteriores que ordenaban que los frailes doctrineros fuesen examinados en la lengua nativa del lugar que ocupasen (Piho, 1977, p. 83). Solórzano Pereira en su Política indiana, publicada en 1647, insistía sobre el cuidado que se debía poner en el nombramiento de los curas doctrineros:

 

                                    si en todos los curas es y debe ser grande el cuidado de que se vean aventajados en virtud, letras y costumbres... éste se debe poner mayor en los que se nombran y presentan para los indios, en los cuales, demás de la pureza de vida o idoneidad de la doctrina, es menester que concurra entera ciencia en su lengua y gran facilidad en entenderla y hablarla (Solórzano Pereira citado por Malagón y OtsCapdequí, p. 75).

 

            De esta forma, no resulta extraño que VirvePiho suponga que la obligación de dominar un idioma indígena por parte de los religiosos encargados de la doctrina en los pueblos de indios, constituyera para el obispo Palafox un argumento de mucho peso, con el cual podía justificar el ataque lanzado contra las órdenes mendicantes. Uno de los factores más discutidos era que, hasta ese momento, los curas ministros religiosos habían adoctrinado "sin previo examen que confirmara su conocimiento de la lengua de la región" (1981, p. 128).[9]

 

            Entre el 29 de diciembre de 1640 y el 8 de febrero de 1641 se realizó la operación conocida como la "toma de Tlaxcala", que consistió en despojar a los religiosos de treinta y seis de sus parroquias de indígenas. Las poblaciones tomadas fueron declaradas "parroquias de españoles" y las autoridades diocesanas "se hicieron cargo de la administración parroquial, y se asignaron beneficios a más de 150 sacerdotes seculares". De estas treinta y seis parroquias, los franciscanos perdieron treinta y una, los dominicos tres, y los agustinos dos. Sólo se salvó el curato de los barrios indígenas de las afueras de Atlixco porque su superior "aceptó y cumplió el ultimátum del obispo" (Israel, p. 210).

 

            La situación que prevaleció en Puebla y Tlaxcala fue bastante tensa luego de la secularización de los curatos efectuada por el obispo Palafox, puesto que si bien los cabildos indígenas, "enfurecidos pero impotentes", no presentaron resistencia ante estas medidas, los naturales se vieron presionados por parte de ambos bandos; por ejemplo, el clero secular, "para persuadir a los indígenas de que se alejaran de los frailes, declaró que a los ojos de Dios los sacramentos que recibieran de los monjes (sic) no serían válidos, como tampoco lo serían los matrimonios bendecidos por ellos" (Israel, p. 211). Los frailes, por su parte, exhortaban a los indios a "prescindir del clero secular y enfocar su vida religiosa hacia los conventos". Inclusive, llegaron a darse "peleas entre los partidarios indígenas de una y otra facción clerical" (Israel, p. 212).

 

            El virrey, marqués de Villena y duque de Escalona, que hasta ese momento se había mantenido neutral frente a este conflicto, tuvo que interceder a favor de los religiosos pues se llegaron a dar disturbios en otras partes de la colonia. Por ejemplo, en Oaxaca "estalló un enconado pleito" entre el obispo de la diócesis y los dominicos, mientras que la tensión iba en aumento en los obispados de México, Michoacán y Nueva Vizcaya. En este último, su obispo imitó el ejemplo de Palafox "y dispuso la ocupación de un cierto número de parroquias franciscanas". Ante esta situación, y convencido de que el obispo y visitador general provocaba más problemas de los que intentaba resolver en la Nueva España, el virrey decidió oponerse abiertamente a Palafox, "declarando que en lo sucesivo no permitiría que las parroquias encomendadas a los frailes mendicantes fueran transferidas a la administración diocesana"; de esta forma, los religiosos "que esperaban una nueva ofensiva palafoxiana, suspiraron con alivio". Esta medida provocó la furia del obispo, sin embargo, el virrey "llevó a la práctica su iniciativa dando apoyo a los acosados franciscanos de la diócesis de Puebla", y dio autorización a los corregidores para que frustrasen los esfuerzos de Palafox, quien pretendía que no se asignaran indios de repartimiento a los conventos; en consecuencia, "los frailes quedaron seguros de seguir teniendo indios a su servicio". Sin embargo, la Corona española no estuvo de acuerdo con el virrey por mantener esta política, y así, en febrero de 1642, Felipe IV le envió una carta en donde "lo censuró por oponerse al visitador general y por obstaculizar unas medidas que eran, como dijeron las autoridades metropolitanas aludiendo a una frase de Palafox, tan deseadas tanto por los españoles como por los indios" (Israel, p. 212).

 

            Al parecer, según opina Israel, un acontecimiento externo ayudó a menguar la controversia sobre la iglesia indígena novohispana como problema político hacia los últimos meses de 1641, me refiero a lo que se conoce como la cuestión portuguesa que ocupó la atención de los habitantes de la colonia en 1641-1642, y que consistió en la consumación de los intentos separatistas de Portugal. Una vez resuelto este problema, "otros ocuparon el escenario, pues a pesar de que el conflicto interclerical dejó de ser agudo, no por ello desapareció", convirtiéndose en un "elemento irritante" de la política del virreinato. Hubo ocasiones en que este disgusto se manifestó de manera violenta, como sucedió hacia 1644 en San Andrés Calpan, perteneciente al obispado de Puebla, donde un sacerdote diocesano fue agredido en su casa por el superior franciscano del lugar y otros tres frailes, resultando gravemente herido (p. 212).

 

            Por otra parte, cabe destacar que al haberse ejecutado la secularización, Felipe IV "quedó muy complacido de la prontitud y eficacia del obispo" e inclusive, giró instrucciones al virrey marqués de Villena -en la misma carta que le envió en febrero de 1642 mencionada anteriormente-, para que "asistiese al obispo Palafox en todo lo que se le ofreciere en relación con las doctrinas y curatos". Sin embargo, después de la secularización de sus parroquias, los religiosos intentaron convencer al virrey de que los auxiliara, pero éste les "respondió que no podía suspender la ejecución". Luego recurrieron a la Audiencia, pero tampoco recibieron ayuda, pues los funcionarios les informaron que "no podían actuar en contra del señor obispo por tratarse del visitador oficial". Por último, los frailes nombraron como procurador a fray Francisco de Villalobos, quien viajó a España para llevar el caso directamente a la corte, pero su barco naufragó y el delegado murió ahogado en el mar (Piho, 1981, p. 142-143). Al parecer, la fortuna no acompañó a los religiosos en esa ocasión.

 

            En total, los frailes escribieron dos memoriales y cuatro cartas para justificar sus demandas "en el sentido de que les fueran devueltas las parroquias". A pesar de todas sus diligencias, por cédula real fechada el 15 de marzo de 1644, el rey decidió que las parroquias expropiadas debían quedarse en manos de los sacerdotes diocesanos, pues en ella mandaba que:

 

                                    se queden en poder de clérigos las doctrinas, de que removió a los frailes el excelentísimo señor don Juan de Palafox, obispo de la Puebla (Piho, 1981, p. 144).

 

            En el Capítulo general celebrado en Toledo en 1645, los franciscanos renunciaron "a todos los derechos que pudieran tener a las doctrinas". Igualmente, se enfatizó el hecho de que:

 

                                    desde que se hizo esta renunciación, no pueden seguir, ni parecer en juicio los religiosos franciscos en el pleito con el clero y estado secular de la Puebla de los Ángeles (Piho, 1981, p. 144-145).

 

            Lo anterior significó, según VirvePiho, la eliminación del poder eclesiástico y socioeconómico de los franciscanos en el obispado de Puebla en 1645. No obstante, en otros obispados novohispanos la Orden de San Francisco lo mantuvo sin interrupción hasta el año de 1770 (1981, p. 145).

 

            En otro orden de cosas, VirvePiho afirma que la secularización de los curatos del obispado de Puebla favoreció notablemente a la economía de la Corona: cobro efectivo de los diezmos en los territorios anteriormente ocupados por el clero regular, entrega de los dos novenos a las cajas reales, mayor control tributario, ayuda económica de los clérigos seculares a las cajas reales con las limosnas para la construcción de templos y catedrales, pago de los seculares del derecho de messada al ser nombrados o ascendidos en los cargos eclesiásticos, cobro de sanciones monetarias a los sacerdotes diocesanos en caso de hallarse culpables por algún delito (1977, p. 85-86). Un cálculo redondo proporcionado por la misma autora, señala que la manutención de las doctrinas durante la época en que eran administradas por los religiosos, provocaba que las cajas reales gastaran aproximadamente veinte mil pesos; mientras que después de haberse efectuado la secularización de los curatos del obispado de Puebla, "se obtuvo el mismo beneficio del adoctrinamiento por medio de los clérigos seculares por solamente dos mil pesos" (1981, p. 185).

 

            En 1655, el Consejo de Indias determinó que, "en adelante, todas las órdenes religiosas debían pagar diezmos sobre el producto de sus fincas"; de tal suerte que, "ante un fallo tan autoritario, todos los bandos en disputa convinieron en cumplir con sus obligaciones", a excepción de los jesuitas, quienes apelaron y consiguieron la concesión de "pagar una decimotercera parte del producto de las haciendas, en lugar del diezmo regular" (Brading, 1994, p. 26-27).

 

            Sea de esto lo que fuere, puede suponerse que esta política de secularización efectuada por el obispo Palafox en los curatos de la diócesis poblana, creó un precedente que determinaría un siglo más tarde el ataque de los Borbones a las órdenes religiosas mendicantes de la Nueva España. Hacia 1647, Solórzano Pereira, al comentar acerca de la conveniencia de quitar las parroquias de indios a los frailes, escribía en su Política indiana que, en todo caso, deberían los doctrineros religiosos someterse, como los demás, a las reglas del Real Patronato, ya que:

 

                                    consiste en la mera y absoluta voluntad del rey nuestro señor el darles o quitarles estas doctrinas, que sólo las tienen en interín o precariamente, como tantas veces lo tengo dicho (Solórzano Pereira citado por Malagón y OtsCapdequí, p. 75).

 

 

            b) La secularización de las parroquias en el tiempo de los Borbones (cédulas reales, instrucciones de virreyes)

 

            En el año de 1767, un acontecimiento vino a alterar profundamente la vida de los habitantes de la Nueva España, me refiero al cumplimiento de la orden dada por el monarca Borbón Carlos III para expulsar a los socios de la Compañía de Jesús de sus dominios europeos y americanos. Las razones, "causas justas y competentes", que obligaron al rey a tomar tal decisión no fueron nunca divulgadas a sus súbditos. Sin embargo, todo parece indicar que este suceso formó parte de una serie de medidas políticas que Carlos III y sus ministros estaban llevando a cabo para fortalecer a la Corona española por encima de los intereses de particulares y de instituciones, como sería el caso de la Iglesia. En la Nueva España, la expulsión de los jesuitas coincidió claramente con la visita general que, entre 1765 y 1771, llevó a cabo don José de Gálvez; dicha visita había sido precedida por la llegada a México de dos regimientos de tropas regulares (Brading, 1994, p. 15-16).[10]

 

            Según Brading, la expulsión de los jesuitas "constituyó el más bárbaro golpe asestado a la Iglesia mexicana" durante el siglo XVIII, pero señala que no fue un incidente aislado puesto que ya desde 1749 una junta especial de ministros y clérigos de la corte había recomendado que las extensas doctrinas administradas por las órdenes mendicantes en el centro de la Nueva España "fuesen puestas al cuidado del clero secular" (1994, p. 20)[11].

 

            De esta forma, el 4 de octubre de 1749, Fernando VI emitió una cédula que ordenaba que todas las parroquias o doctrinas que eran administradas por las órdenes religiosas en las diócesis de Lima y de México "debían confiarse, en adelante, al cuidado del clero secular"[12]. Posteriormente, en febrero de 1753, los ministros del monarca emitieron un nuevo decreto "que extendía el proceso de secularización a todas las diócesis del imperio de España en América", lo que dio como resultado que en menos de una década los franciscanos, dominicos y agustinos perdieran "numerosas parroquias que habían gobernado desde el siglo XVI". Además, según Brading, la aplicación de dichas leyes fue muy distinta a la manera como Palafox había llevado a efecto la secularización de las doctrinas administradas por religiosos en Puebla durante el decenio de 1640, pues este obispo "había permitido que los frailes conservaran sus iglesias y conventos, dando a su clero unas parroquias recién construidas", contrastando con la actitud de las autoridades coloniales de 1753 que "trataban de expropiar las iglesias conventuales, expulsando a los frailes de sus pequeños conventos rurales"[13]  con el pretexto de que estas casas se habían edificado "sin licencia real en los pueblos indios", que en la mayoría de ellas sólo había uno o dos frailes residentes que no cubrían el número obligatorio de ocho, que no observaban la regla ni cantaban el santo oficio, y que pocos de los supuestos párrocos que existían entre los religiosos habían recibido realmente la unción canónica (1994, p. 77, 80 y 81).

 

            En el Oficio del conde de Revillagigedo sobre secularización de curatos y separar de ellos a los regulares, que este virrey dirigía a su sucesor, el marqués de las Amarillas, como parte de sus instrucciones, el 8 de octubre de 1755, se puede leer lo siguiente:

 

                                    Por real cédula de 4 de octubre de 1749, que queda señalada núm. 1, resolvió el rey, a consulta de una junta formada en la corte, de los principales ministros, de algunos prelados y otras personas muy recomendables, la separación de los regulares de Indias, de las doctrinas y curatos, que desde el principio del establecimiento de estos dominios servían en el interín se creaban clérigos idóneos que pudiesen ejercer el ministerio de curas. Aunque esto mismo se había deseado siempre, y muchas veces se había mandado, el empeño que las religiones hicieron en mantener esta posesión, el apoyo que hallaron en las Audiencias y ministros reales, frustró esta providencia, a pesar de los buenos deseos de los reyes, y diligencias de su ministerio. Considerando esto, para que no sucediese lo mismo en esta ocasión, se dirigieron las órdenes privativamente a los virreyes y gobernadores de las provincias que ejercen el Real Patronato; y por lo tocante a estos reinos, quiso el rey que por mi mano las recibiesen todos y que yo los instruyese del modo con que debían conducirse, para que en la ejecución no se causase escándalo, turbación o alboroto... Al arzobispo de esta Iglesia se le dirigieron las órdenes por mi mano; y a él y a mí se nos previno procediésemos de entero acuerdo, para que la buena correspondencia excusase todos los embarazos que pudiesen sobrevenir.

                                    Recibidas estas órdenes, reconocimos el arzobispo y yo que era mucho más fácil este negocio de lo que en la corte se había pensado; que no había fundamento para recelar la menor turbación e inquietud en los indios, pues así ellos como todas las demás castas que componen las feligresías de estos reinos, estaban muy mal hallados con los frailes, y deseosos de mudar de mano: que aun sin las órdenes del rey, había motivos muy graves para remover a estos religiosos de muchos curatos, pues se sabía que los tenían vacantes de muchos años atrás, servidos por religiosos nombrados por sus prelados, sin título ni presentación real, y sin la institución autorizable del prelado diocesano, contra la forma prevenida en las Leyes de Indias y lo mandado en el Concilio de Trento, constituciones y bulas apostólicas: que empezando por estos curatos, la providencia se justificaba y se hacía plausible, sin que nadie pudiese censurarla o impugnarla, porque era la pena que por las Leyes de Indias tenían los religiosos, en el caso de poseer las doctrinas como las poseían contra lo prevenido en ellas (Instrucciones que los virreyes de Nueva España dejaron a sus sucesores, p. 41-42).

 

            A pesar de que las órdenes giradas desde la corte deberían cumplirse sin poder presentar ningún recurso de apelación, los superiores de los franciscanos, dominicos y agustinos en Madrid se quejaron ante los ministros del rey porque, según ellos, sus frailes se hallaban:

 

                                    en la última miseria, insultado su honor, tratados individuos como los más delincuentes fascinerosos tratados en las Américas con la hostilidad y rigor que no se tuvo ni practicó con los moros y judíos cuando los expelieron de estos reinos (Brading, 1994, p. 79).

 

            Ante esto, Revillagigedo advertía a su sucesor que:

 

                                    Vuestra Excelencia tendrá mucho en qué ejercitar su paciencia con los recursos de los regulares, que creen posible en el arbitrio del virrey suspender las órdenes para la remoción de las doctrinas, sin hacerse cargo que ellos mismos, con todo su valimiento, no han podido conseguir que en la corte se les oiga, y han encontrado una constante resistencia en todos los ministros; y lo que es sobre todo, de entre ellos los más cuerdos y observantes, conocen y confiesan que es convenientísimo a su bien espiritual, a su mejor observancia, recogimiento y abstracción, el desprenderse de una vez del ministerio de curas, si no ajeno enteramente, muy distante de su profesión, y que en esto no se ha hecho nada de nuevo, sino llevar los deseos de muchos años que ha que esto se procura y solicita.

                                    La prudencia y cordura de V.E. sobre estas noticias, no dudo que hará lo que más convenga al servicio de Dios y del rey (Instrucciones..., p. 43).

 

            De todas formas, para 1755, año en que el marqués de las Amarillas comenzó su gobierno, algunos religiosos se apresuraron para obtener de los obispos sus nombramientos canónicos como curas "y, por tanto, según la ley canónica, no se les podía expulsar legalmente de sus beneficios" (Brading, 1994, p. 80-81). El arzobispo Manuel José Rubio y Salinas[14] convino con el virrey, marqués de las Amarillas, "en que se debía dejar a los frailes en el lugar donde habían sido canónicamente nombrados párrocos", y que sus parroquias sólo serían secularizadas tras la muerte del que las hubiese estado administrando[15], lo cual provocaría que el proceso de secularización se volviera más gradual y que el traslado de los religiosos procedentes de los pueblos a los conventos urbanos, fuera más lento y no ocasionara problemas de apiñamiento en los mismos (Brading, 1994, p. 81-82).[16]

 

            Durante el período de gobierno del marqués de las Amarillas se realizaron algunos casos de secularización, como el del 8 de enero de 1756. El virrey giró instrucciones para secularizar ciertos curatos mencionando las diferentes cédulas y órdenes reales que se habían girado desde 1749 hasta la fecha de su escrito, para dar la rectoría de las parroquias "a los clérigos y no a los religiosos":

 

                                    por lo que el expresado mi antecesor por sus diferentes decretos mandó proveer todas las doctrinas que después del recibo de las referidas reales órdenes, vacaron por muerte de los religiosos sus curas, en clérigos seculares, e igualmente aquellas que se reconoció poseían con algún vicio, defecto o nulidad, y otras muchas en que pareció conveniente esta providencia, sin embargo de estar legitimamente instituidos sus poseedores (Ramo Templos y conventos, Vol. 15, Exp. 1, foja 132 reverso, AGN).

 

            Asimismo, el virrey ordenó de manera definitiva que:

 

                                    por mi secretaría se forme y pase billete de ruego y encargo al ilustrísimo señor arzobispo de esta santa Iglesia Metropolitana para que luego y sin dilación provea en clérigos seculares las doctrinas vacantes de Cuernavaca, Calimaya y Culhuacán por muerte de sus últimos curas, los dos primeros de la orden de San Francisco de la regular observancia, y el último de la de San Agustín, y a remover a los curas de Champantongo y Chilcuautlan, de esta misma orden, y el de Otumba de aquella, y a los de Yautepec y Coautepec de la de Santo Domingo, sin embargo de no haber vacado por muerte o renuncia de sus curas; para que se provean igualmente en clérigos seculares, a quienes deberán pasar con sus iglesias, casas o conventos anexos, visitas y ermitas, con todos los bienes, rentas, censos, cofradías, aniversarios, capellanías, fundaciones y dotaciones, ornamentos, vasos sagrados y todos sus adornos conducentes al servicio y culto divino como accesiones que deben seguir la naturaleza de su principal, y sin que sea lícito a los regulares sacar o llevar consigo mas que las alhajas de su propio uso, ejecutándose todo en la misma conformidad que en casos iguales se ha practicado, sacándose por el oficio de gobierno a donde toca, testimonio de este decreto para pasarlo al expresado ilustrísimo señor arzobispo, y los necesarios para dar cuenta al rey nuestro señor, notificándose a los padres provinciales de las referidas órdenes para que por su parte le hagan dar entero cumplimiento, y si para su ejecución fuere necesario el auxilio de la real justicia, todas las de S.M. lo impartirán pronta y  efectivamente en su virtud, expidiéndose por mi secretaría los órdenes correspondientes a las de los partidos respectivos (Ramo Templos y conventos, Vol. 15, Exp. 1, fojas 133 reverso y 134 anverso, AGN).

 

            Posteriormente, por cédula del 3 de junio de 1757, se confirmaba que "todos los religiosos que hubiesen sido canónicamente instalados como curas por sus obispos debían permanecer en sus moradas hasta su muerte". Asimismo, se les permitiría a las provincias religiosas "conservar dos parroquias de la primera clase, para obtener ingresos". Los conventos que albergaran ocho o más frailes regularmente, "se mantendrían abiertos y, si ya habían sido expropiados, se les devolverían". Sin embargo, el decreto real también estipulaba a las órdenes mendicantes en sus colonias americanas "limitar su aceptación de novicios y lograr así una reducción de sus números", exigiéndoles al mismo tiempo, "preparar a sus frailes con el fin de trabajar en las misiones en la frontera". Gracias a estas disposiciones la transferencia de parroquias a manos de seculares se realizó de manera más gradual y ofreció "cierto grado de mejoría" a las órdenes religiosas mendicantes novohispanas (Brading, 1994, p. 82).

 

            Cuando Carlos III llegó al poder en 1759, la secularización de los curatos seguía siendo uno de los objetivos de la política real, no en balde este monarca aspiraba a ver canonizado al obispo Palafox (Brading, 1994, p. 25)[17]. Precisamente, durante su reinado se efectuó el proceso de secularización de la parroquia de la Candelaria en Tacubaya.

 

            Un punto que merece ser comentado es el que atañe a las lenguas indígenas, es decir, el dominio que debían tener los párrocos de los idiomas nativos para poder cumplir mejor su ministerio. Si bien se ha visto que durante la primera mitad del siglo XVII, el propio obispo Palafox usó como pretexto esta política lingüística para exigir la salida de los religiosos de sus curatos en la diócesis poblana porque, según él, los frailes no cumplían con este requisito (por lo menos no se presentaron al examen de lengua que les pretendía aplicar), ya para el siglo XVIII puede verse claramente que esta situación es muy distinta. Me refiero a que en esta ocasión, los religiosos usaron como argumento para objetar el cumplimiento de la orden de secularizar sus parroquias, el hecho de que los sacerdotes diocesanos no conocían las lenguas indias y eso los incapacitaba para comunicarse con sus feligreses ocasionando, según los frailes, que los naturales volvieran a sus antiguas supersticiones e idolatrías. Sin embargo, el virrey Revillagigedo llegó a afirmar que a los indios el cambio de religiosos por seculares les sería sumamente benéfico porque se verían obligados a aprender el idioma castellano lo cual ayudaría a "sacarlos de la miseria y rudeza en que se les ha dejado vivir por tantos años, reteniendo con sus lenguas sus antiguas supersticiones y barbaridad" (Brading, 1994, p. 80).

 

            Por su parte, el arzobispo Rubio y Salinas aseguraba en abril de 1756 que alrededor de ciento setenta y cuatro clérigos se habían ordenado recientemente gracias al dominio de las lenguas indias (en su mayoría hablantes de náhuatl), y que se había establecido una cátedra de lengua mexicana en el seminario diocesano. A su vez, consideraba que la solución al problema lingüístico sería obligar a los indios a aprender el idioma español y para ese fin había establecido no menos de 262 escuelas por toda la diócesis, encargándoles a los sacerdotes diocesanos y a los frailes la tarea de enseñar español a los indios, de modo que, en cuanto surtiera efecto esta instrucción, podrían tomarse medidas más radicales, pues opinaba que:

 

                                    es menester abolir generalmente el uso de su lengua, auxiliando el rey las providencias, para que en todo lo concerniente a la religión no se hable otra que la Española (Brading, 1994, p. 81).

 

            Por último, dadas las características que envolvieron los diversos procesos de secularización en la Nueva España, me atrevería a suponer que, en general, estas medidas obedecieron más a razones de tipo político que económico. Si bien la preocupación por el pago puntual del diezmo a la Corona y la acumulación de riquezas en manos de la Iglesia era todavía una cuestión de peso en los asuntos de la corte[18], el interés de Carlos III por continuar con la secularización de los curatos novohispanos, creo que iba más dirigido a asegurar el cumplimiento de su voluntad sobre sus súbditos. Con esto no pretendo negar la importancia que siguió teniendo el asunto de los diezmos en el Consejo de Indias, pues de hecho, a partir de 1774, "la Corona ordenó que se instalara un contador real en todas las oficinas catedralicias, cuya función consistiría en asegurarse de que se cobrara íntegro el noveno real" (Brading, 1994, p. 236); posteriormente, en diciembre de 1786, en las Ordenanzas que implantaron al sistema de intendencias en la Nueva España, se estipulaba que "una Junta del Diezmo sería establecida en cada diócesis encabezada por el intendente local como vicepatrón de la iglesia", lo que ocasionó, según Brading, que la Corona arrebatara a los obispos y cabildos su autoridad sobre los diezmos y considerara hacer una división reformada de los ingresos (1994, p. 237). Aunque estas medidas encontraron siempre fuerte resistencia por parte de la jerarquía católica del arzobispado de México e, inclusive, fueron revocadas en sesión plenaria del Consejo de Indias en 1792, en adelante, la burocracia borbónica buscaría medios alternos para obtener ingresos adicionales de esta fuente para las arcas reales. De esta forma, el ataque más importante que lanzó la Corona española en contra de los privilegios económicos de la Iglesia hispanoamericana se dio a raíz de la aprobación del decreto de Consolidación en diciembre de 1804, en el que se ordenaba "que se vendieran todas las propiedades de la Iglesia en América, y que las sumas obtenidas fuesen depositadas en la tesorería real", lo que provocó "una lluvia de protestas, virtualmente de todas las instituciones importantes de la Nueva España" (Brading, 1994, p. 239 y p. 248). Sobre este particular, Escobedo Mansilla opina que a lo largo del período colonial:

 

                                    las propiedades directamente administradas por los religiosos no fueron afectadas -salvo la brutal desamortización que comportó la expulsión de los jesuitas-, pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII el regalismo borbónico -en el que actúan algunos políticos, todavía soterradamente, laicistas y anticlericales- y la avidez recaudatoria de la Monarquía, abocada a una grave crisis financiera, vuelven sus ojos sobre los bienes de la Iglesia y de los eclesiásticos para iniciar una política gradualmente expoliatoria (Vol. I, p. 118).

 

            De cualquier manera, este proceso de secularización de las parroquias novohispanas, iniciado a mediados del siglo XVIII, formaba parte de las reformas políticas, económicas y administrativas que estaban llevando a cabo los ministros ilustrados de la monarquía borbónica, quienes, de esta forma, lograron concretar los anteriores proyectos de secularización iniciados desde el tiempo de los Austria:

 

                                    A los religiosos, que habían dedicado la mayor parte de sus casas y personal a este servicio, les resultó muy difícil entender esta disposición, sin darse cuenta de que el sistema que ellos querían seguir estaba totalmente fuera de época, apoyado sólo por la voluntad del monarca, no pocas veces contra el parecer del mismo Consejo de Indias y, al menos así se alegaba entonces, contra las decisiones de los capítulos generales de las Ordenes. Los religiosos no parecen notar la enorme diferencia entre la organización eclesiástica del siglo XVI y la del XVIII. Por una parte, las reformas administrativas del absolutismo real de mediados del XVIII no podían permitir un poder religioso tan fuerte e independiente en sus colonias. Por otra, las ideas de la Ilustración empezaban a poner en tela de juicio la utilidad de las Ordenes religiosas, con lo que éstas empiezan a perder credibilidad en la sociedad.

                                               Sin el apoyo de la Corona, y con la oposición que siempre tuvieron, de los obispos y algunos oficiales reales, los religiosos, no obstante el afecto que les mostraban los pueblos indígenas, tuvieron que dejar las doctrinas, a las que habían dedicado un trabajo de más de dos siglos (Morales Valerio, Vol. II, p. 102-103,)[19].

 

2) La secularización en Tacubaya

 

Instrucciones para el proceso de secularización en Tacubaya y su ejecución

 

 

            El 7 de julio de 1763 el arzobispo de México, don Manuel José Rubio y Salinas, dirigió un escrito al virrey marqués de Cruillas solicitando su intervención para asegurar la entrega de ciertos curatos administrados por religiosos a manos de sacerdotes diocesanos:

 

                                    Muy señor mío:

                                    No pudiendo conferir la institución canónica a los presentados para curas de las parroquias de San Cristóbal, que vacó por muerte del reverendo padre Francisco Mercado, de la orden de San Francisco; de la de Zacualpan, por la de fray Antonio de Acosta, agustino, y de Tacubaya por la de fray Ignacio de la Torre, dominico, hasta que vuestra excelencia se sirva expedir el superior aviso acostumbrado, con las órdenes a las justicias de dichos partidos para que impartan el auxilio necesario y concurran con el cura secular nombrado para la ocupación de las iglesias y bienes que a éstas pertenecen según sus inventarios. Me es indispensable repetir a vuestra excelencia mi ruego para que si fuere de su agrado mande expedir las citadas providencias, con cuyo recibo podré pasar a las que tocan a mi oficio en la forma que se practicó antes de ahora en iguales ocurrencias.

                                    Con este motivo, ofrezco a vuestra excelencia todo mi respeto, pidiendo a Dios que guarde su importante vida muchos años (Ramo Templos y conventos, Vol. 15, Exp. 1, foja 139 anverso y reverso, AGN).

 

            Pasados dos días, el virrey, atendiendo a la petición del arzobispo, giró instrucciones a las autoridades judiciales de los lugares en donde se iban a efectuar los traspasos:

 

                                    Por decreto de este día he mandado secularizar el curato de: Tacubaya, Zacualpan, San Cristóbal, y si para su ejecución fuese vuestra merced requerido por parte del ilustrísimo señor arzobispo, su provisor y vicario general o persona que diputase, le impartirá vuestra merced, el auxilio de la real justicia, personal, pronta y efectivamente, pena de perdimiento de su oficio, dándome cuenta de su ejecución y debido cumplimiento...

                                    Al teniente de corregidor de Tacubaya.

                                    Al alcalde mayor de Zacualpan.

                                    Al alcalde mayor de San Cristóbal (Ramo Templos y conventos, Vol. 15..., foja 140 anverso, AGN).

 

            Por su parte, el teniente de corregidor de la villa de Tacubaya, Miguel Guijarro, acató la orden puntualmente y, de esta forma, dirigió un informe al virrey en donde le avisaba que:

 

                                    En cumplimiento de la superior orden de vueselencia de nueve del corriente, dirigido a impartir el auxilio de la real justicia para la secularización del curato de esta villa, debo informar a vueselenciahaberse ejecutado el día 19 del mismo y tomado posesión el licenciado don José Ignacio Ruíz, sin alteración ninguna en los naturales. Lo cual pongo en noticia de V.E. para los fines que convenga, obedeciendo y cumpliendo con la sumisión y veneración que debo su mandato.

                                    Nuestro señor guarde a V.E. muchos años en su mayor grandeza. Tacubaya y 20 de julio de 1763. A los pies de V.E.

                                    El teniente de corregidor Miguel Guijarro (Ramo Templos y conventos, Vol. 15..., foja 141 anverso, AGN).

 

            De esta forma, puede apreciarse que la secularización de la parroquia dominicana de Tacubaya se realizó en un lapso muy breve, es decir, entre el 7 de julio -en que el arzobispo pidió ayuda al virrey marqués de Cruillas para llevar a cabo este proyecto-, y el 20 de julio -en que el teniente de corregidor de la villa notificó al virrey que el acto se había "ejecutado el día 19 del mismo"-, resaltando que esto había ocurrido sin alteración ninguna en los naturales.

 

            El pretexto para secularizar a la parroquia de la Candelaria fue que su cura y ministro, fray Ignacio de la Torre, había fallecido. De cualquier forma, todo parece indicar que los frailes no opusieron resistencia para evitar la pérdida de este curato en manos de seculares, cosa difícil de imaginar si se considera que, en este tipo de procedimientos, el virrey advertía que, en caso de incumplimiento, se podría recurrir a la justicia real "pronta y efectivamente".

 

            Fray Ignacio de la Torre, según se desprende de la información contenida en los libros del archivo parroquial, comenzó su ministerio como cura y ministro a mediados de 1740. De hecho, su nombramiento y asignación a la casa de Tacubaya aparece, junto con la de otros dos religiosos, en la Actas Capitulares de 1741:

 

                                    R.P. fray Ignacio de la Torre, ministro y presidente.

                                    N.M.R.P. Mtro. y ex-provincial, calificador del Sto. Oficio, fray Antonio Pinto de Aguilar.

                                    P. fray Francisco Montaño (ACP, 1741, p. 31).

 

            Ejerció este cargo hasta 1762, año en que se encuentran las últimas referencias sobre este fraile en los libros parroquiales. De hecho, su firma aparece el día 2 de abril de 1762 en el libro 10 de Bautismos (años 1747-1763), en la foja 169 reverso, y ya no vuelve a figurar en ninguno de los libros del archivo luego de esa fecha[20]. Poco después, otro fraile firmaría como cura interino:

 

                                    El día 25 de mayo de mil setecientos sesenta y dos años entré de cura interino en esta parroquia y hallé los libros corrientes con el defecto de estar mal foliados, y de dicho día en adelante corren puntualmente las partidas como corresponde.

                                    fray Antonio Villegas, cura interino (Informaciones y casamientos, Libro 8: 1745-1776, foja 145 reverso, AHC).

 

            Por lo tanto, supongo que el fallecimiento de fray Ignacio de la Torre pudo ocurrir entre los meses de abril y mayo de 1762. Un año después, la parroquia sería secularizada.

 

            Los frailes asignados a la casa de Tacubaya en el capítulo realizado el 25 de abril de 1761, celebrado en el convento de Santo Domingo de México, habían sido:

 

                                    R.P. fray Ignacio de la Torre, vicario y párroco.

                                    R.P. fray Ildefonso Parrilla (ACP, 1761, p. 35).

 

            Por las firmas que aparecen en los libros del archivo parroquial, se sabe que en 1762-1763 habitaban en el convento los siguientes frailes predicadores: fray Antonio Villegas, fray Manuel María de Herrera, fray Ángel Carrillo, fray José Morales, fray José Manuel de Sierra, fray José de Vargas, fray Francisco Antonio Montes y fray José Miguel Zúñiga.

 

            En el libro de Defunciones número 4, correspondiente a los años 1732-1763, firmó por última vez, fray Manuel María de Herrera el 4 de julio de 1763; mientras que en el libro número 8 de Informaciones y casamientos, que comprende los años 1745-1776, lo hizo fray Antonio Villegas el 17 de julio de 1763. La firma de fray Manuel María de Herrera aparece finalmente el día 28 de julio de 1763, en el libro de Bautismos número 11, correspondiente a los años 1756-1770. Luego ya las partidas y actas aparecerán firmadas por el nuevo párroco diocesano, el licenciado José Ignacio Ruíz de la Vega, cura de su majestad.[21]

 

            En el capítulo celebrado en el convento de Santo Domingo de México, el 11 de mayo de 1765, se eligió como maestro y provincial a fray Nicolás Troncoso, quien hacia 1760 había sido vicario en la parroquia de la Candelaria. En las actas de este capítulo provincial se registra la entrega de la parroquia y de la casa de Tacubaya al clero secular:

 

                                    Denuntiamus: ab hac N. Provincia alienatamjussu Excel. ProregisesseDomum ac Paroeciam B.M.V. de Atlacoayan (ACP, 1765, Den. 8a., p. 3)[22]

 

            Los dominicos abandonaron su iglesia y su convento de la Candelaria, habían estado ahí poco más de dos siglos y ahora se veían obligados a entregarlos. Alguno de los frailes, tal vez como sutil queja, dejó escrito en la parte interior de la contratapa del libro 4 de Defunciones:

 

                                    Datveniamcorvisvexascensuracolumbus[23]

 

            Pero, ¿a dónde fueron estos frailes?, ¿se incorporaron a otras casas de la Orden?, ¿se instalaron en el convento de Santo Domingo de la ciudad de México? Quizás hayan podido encontrar un buen sitio para seguir realizando su apostolado, sin embargo, creo que han de haber sentido una infinita tristeza por verse despojados de su casa de Tacubaya.

 

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Ramos: Bienes Nacionales, Criminal, Indios, Templos y conventos.

 

Archivo Histórico de la Candelaria, México, D.F.,

Libros: Sacramental Bautismos, Presentaciones y Casamientos, Sacramental Defunciones.

 

Archivo Histórico de la Orden de Predicadores, Querétaro, Qro.,

Actas de capítulos provinciales.

 


 

    [1]. VirvePiho lo explica de esta forma:

 

                                                                        A la vez, tan pronto como las órdenes religiosas adquirían bienes raíces, sea por donación o por medio de compra, estos lugares quedaban exentos de pagos, aunque se habían pagado anteriormente. De tal manera, las cajas reales dejaban de recibir las aportaciones antes acostumbradas que provenían de los diezmos, así como otras ventajas económicas. Por este motivo el engrandecimiento de los bienes de la jurisdicción de las órdenes religiosas significaba para la Corona una constante pérdida de ingresos. Para la Corona seguía la obligación de sufragar los gastos de la construcción y el mantenimiento de las iglesias y el pago de los sueldos del clero secular" (1977, p. 82).

 

                        De cualquier forma, es necesario advertir que autores como Escobedo Mansilla ofrecen otro punto de vista sobre este particular. Al analizar las diferentes tendencias que existían al interior del Consejo de Indias, desde comienzos del siglo XVII, para resolver el problema de la propiedad en manos de religiosos, previene que las opiniones estaban divididas:

 

                                                                        La mayor parte /de los ministros/ opina que en materias de regulación de la propiedad e impuestos fiscales el príncipe tiene plenas facultades sobre los privilegios e inmunidades eclesiásticas, pero otros se inclinan a pensar que la situación no es tan grave como denuncian los prelados seculares y algunas autoridades civiles indianas, porque son necesarios para mantener a las Ordenes y sus obras y que incluso en la exención de tasas fiscales lo no pagado no es tan perjudicial para el Fisco, porque el grueso de los impuestos al comercio se recauda con los productos ultramarinos y no con la producción de la tierra, y que lo dejado de percibir se compensa con las ventajas de la producción de los fundos en manos eclesiásticas. Pero ni unos ni otros se atreven a tomar una resolución en "materia tan escrupulosa" y coinciden en la solución: consultar con la Santa Sede (Vol. I, p. 118).

    [2]. El padre Cuevas asegura que desde 1617, el rey recibía anualmente "de sola la mitra de México unos treinta y cinco mil pesos, otros tantos de Puebla, y otros tantos aproximadamente del conjunto de las seis diócesis restantes, es decir, cien mil pesos anuales..., con lo que resulta que en los doscientos años que México tuvo el honor de ofrecer este tributo a su majestad, éste, por sólo el tributo de los dos novenos, tuvo la dignación de enriquecerse con doscientos millones de sólo la Iglesia Mexicana" (1946, T. IV, p. 452).

    [3]. Ignoro de dónde obtuvo Piho esta información, la cual no me parece correcta pues así como el clero secular estaba integrado por una considerable cantidad de criollos, el clero regular también contaba con un gran número de criollos entre sus miembros. Para el caso dominicano, bastaría con revisar las biografías que ofrecen los diversos cronistas de la Orden para percatarse del crecido número de frailes nacidos en la Nueva España, uno de ellos precisamente sería el propio cronista fray Alonso Franco, quien nació en México a fines del siglo XVI (Cfr. Rodríguez, Santiago, "Datos biográficos de los principales cronistas de la provincia dominicana de Santiago de México", en Dominicos en Mesoamérica -500 años-, 1992).

 

                        A su vez, el padre Cuevas, sobre este particular informa lo siguiente:

 

                                                                        Sucedía además, ya por aquel entonces /segunda mitad del siglo XVI/, que tanto o más que los clérigos inmigrantes, eran los nacidos en el país, los que educados y dirigidos espiritualmente por religiosos, procedentes ellos mismos de familias ya asentadas y honradas en la Nueva España y cercanos a ellas, eran por todas estas razones, y por conocer también las lenguas del país, personal más apto y más respetable que no los clérigos inmigrantes de las primeras etapas postcortesianas (1946, T. II, p. 145-146).

    [4]. Si bien en diciembre de 1583, Felipe II había ordenado por cédula a "todos los prelados de las dichas Indias que habiendo  clérigos idóneos y suficientes los proveyesen y presentasen a los beneficios curados y doctrinas de pueblos de españoles y indios, prefiriéndolos a los religiosos que las tienen y han tenido" (Cuevas, 1975, p. 391), luego, por cédula fechada el 25 de mayo de 1585, suspendía tales disposiciones:

 

                                                                        y porque yo escribo a los dichos prelados que en el entretanto que esto se hace y determina suspendan la ejecución de la dicha cédula y dejen las doctrinas a las religiones y religiosos libre y pacíficamente, para que las que han tenido, tienen y tuvieren las tengan como hasta aquí (Cuevas, 1975, p. 392).

 

                        Al parecer, el monarca cambió de opinión pues los religiosos enviaron memoriales a la Corte e, incluso, representantes de las diversas Ordenes, para explicar al rey y a su Consejo "los inconvenientes que se habían seguido y podrían seguir del efecto y cumplimiento" de la cédula de diciembre de 1583. De esta forma, Felipe II, habiendo mandado "juntar algunos de mi Consejo y otras personas de muchas letras, prudencia e inteligencia", dispuso revisar:

 

                                                                        los indultos, breves y concesiones de los sumos pontífices y los demás papeles que en razón desto de las doctrinas hay en la secretaría del dicho mi Consejo, y las informaciones, cartas, relaciones, pareceres y memoriales que agora de nuevo y con ocasión de la sobredicha cédula /1583/ se han dado, enviado y traído de todas partes, así por esa /la Orden de Predicadores/ y las demás religiones como por los prelados y electos (Cuevas, 1975, p. 391).

 

                        Todo parece indicar que este primer intento por secularizar las parroquias en manos de religiosos no trascendió de manera inmediata, pero sí marcó el inicio de los procesos de secularización que se darían posteriormente (para un análisis más detallado de este proceso de 1583-1586, revísese: Vences, Magdalena, "La obra de los dominicos en el conjunto urbano y conventual de Coixtlahuaca, Oaxaca (Mixteca Alta), siglo XVI", p. 193 ss; Cuevas, Mariano, Documentos inéditos del siglo XVI para la historia de México, documento No. LXV, p. 386-398; Cuevas, Mariano, Historia de la Iglesia en México, T. II, p. 164-167).

    [5]. Según VirvePiho, "para ejercer una presión sobre el clero regular", en 1620 el arzobispo de México obtuvo "la jurisdicción para pedir las cuentas de las haciendas y dotes de los conventos de monjes (sic) sujetos a su obediencia" (1977, p. 83).

    [6]. Francisco R. de los Ríos Arce, en su obra Puebla de los Angeles. La Orden Dominicana (1910), brinda un perfil del virrey Gelves, para lo cual hace uso de una relación antigua reimpresa por Mariano de Echevarría y Veytia en 1855, que se encuentra en el tomo I de los Documentos relativos al tumulto de 1624 (documento 1°):

 

                                                                        El marqués de Gelves era un excelente gobernante, que arregló la administración, limpió de ladrones las calles, respetuoso aunque intransigente con el Arzobispo; pacificador de los conventos y amante protector de las Ordenes Religiosas, que procuraba ponerse del lado de éstas en las luchas que sufrían por causa de las parroquias que los Obispos querían secularizar; precisamente por este último punto... comenzó a malquistarse con el Arzobispo (T. II, p. 212).

    [7]. Según VirvePiho:

 

                                                                        Como resultado de la trayectoria del desarrollo de la historia económica de la Iglesia en la Nueva España, desde la conquista hasta el año de 1639, se desprende que la designación del obispo Palafox fue hecha por el rey Felipe IV con fines precisos de que este personaje resolviera el pleito pendiente desde los primeros tiempos. Este consistía en la urgencia del pago de los diezmos en territorios ocupados por el clero regular, que solamente se podía lograr por medio de la secularización de las parroquias que hasta entonces habían estado en manos de las órdenes religiosas, para poder entregarlas a la administración del clero secular. Con el nuevo ingreso debería sufragarse el mantenimiento de las iglesias y del clero y también, en parte, el costo de las construcciones eclesiásticas. A la vez, los dos novenos obtenidos de los diezmos y otras limosnas deberían ingresar a las Cajas Reales (1981, p. 126).

 

                        Considero que esta autora magnifica el aspecto económico y, de alguna manera, pierde de vista que el conflicto entre ambos cleros se debía también a una cuestión de poder, es decir, el control efectivo de la población atendida por la parroquia. El interés de los monarcas españoles por aclarar dicho pleito sería primordialmente una decisión política que redundaría, obviamente, en lo económico.

 

                        Por su parte, Morales Valerio, al analizar los aspectos sociales del problema de la secularización de parroquias en manos de religiosos, destaca que "entre las circunstancias sociales que complican el problema de las doctrinas hay que mencionar el continuo crecimiento del clero criollo, que terminaba su carrera eclesiástica sin el incentivo de obtener una congrua sustentación pues las parroquias a cargo del obispo eran pocas y por lo general estaban situadas en los pueblos más pobres" (Vol. II, p. 101).

    [8]. Este dato resulta un tanto exagerado si se considera que fueron unas cuantas las parroquias secularizadas.

    [9]. De cualquier forma, paralela a esta política lingüística, también existía la otra postura por parte de la Corona española que consideraba que los indios, a su vez, deberían aprender el idioma castellano. Felipe IV lo determinó así, en una real cédula fechada el 2 de marzo de 1634, en que ordenaba:

 

                                                                        Que los curas dispongan a los indios en la enseñanza de la lengua española y en ella la doctrina cristiana (Piho, 1981, p. 137).

 

                        Para este particular véanse las páginas 49 y 50 de esta tesis.

    [10]. Para conocer acerca de la creación del ejército profesional borbónico en la Nueva España y las formas de control social que se aplicaron a partir de 1760, consúltese la obra de Christon I. Archer, El ejército en el México borbónico, 1760-1810, del Fondo de Cultura Económica, 1983.

    [11]. Morales Valerio proporciona datos importantes sobre el número de parroquias durante la época colonial. De esta forma, dice que para 1586 había 494 parroquias en los cinco obispados más importantes (México, Tlaxcala, Michoacán, Jalisco y Oaxaca), de las cuales, 256 estaban en manos de clérigos, y 238 a cargo de los religiosos. Aquí el autor aclara que los frailes preferían nombrar como doctrinas a sus conventos, de hecho, "por razones de sus reglas nunca quisieron llevar el título de párrocos" (Vol. II, p. 101). Hacia fines del siglo XVI (1589), "de las 162 parroquias que había en la arquidiócesis de México sólo 66 eran administradas por los clérigos seculares. En Puebla, la proporción cambiaba: de 113 parroquias, los religiosos administraban sólo 47, pero ciertamente éstas se encontraban en los pueblos más prósperos y mejor comunicados. En la diócesis de Michoacán se reportan en la misma época 78 parroquias, 44 con clérigos y 34 con religiosos. En la de Jalisco 64, 36 con religiosos y 28 con clérigos, y en la de Oaxaca 81, 52 con clérigos y 29 con frailes" (Vol II, p. 101-102).

 

                        Asimismo, menciona que el crecimiento del número de parroquias durante el siglo XVII "no fue muy grande y, por lo mismo, la proporción entre parroquias /clero secular/ y doctrinas /clero regular/ cambió poco". Sin embargo, en el siglo XVIII se observa en general una cantidad ligeramente mayor de parroquias. "Para mediados de ese siglo había en la arquidiócesis de México 202, en Puebla 150, en Michoacán 120, en Jalisco 90 y en Oaxaca 101. Al finalizar el período colonial hay un aumento notable: México tenía 241, Puebla 240, Michoacán 122, Jalisco 135 y Oaxaca 124...Este último aumento de parroquias se lleva a cabo durante el medio siglo que siguió a la secularización de las doctrinas"(Vol. II, p. 102).

    [12]. Hacia 1746, José Antonio Villaseñor en su TheatroAmericano había calculado que las tres órdenes mendicantes (agustina, dominicana y franciscana) administraban 152 de las 527 parroquias de las cuatro diócesis centrales de México, Puebla, Michoacán y Guadalajara. Por ejemplo, según su informe, en la diócesis de México el clero secular contaba con 88 parroquias, mientras que los regulares ocupaban 101, cifra que no consideraba las doctrinas religiosas rurales que se encontraban en regiones más alejadas (Villaseñor citado por Brading, 1994, p. 77).

    [13]. Tanto Piho como Israel coinciden en que los religiosos, particularmente los franciscanos, sufrieron la pérdida de sus parroquias de indios a consecuencia de la secularización efectuada por Palafox en el Obispado de Puebla durante la década de 1640, aunque no aclaran si los frailes pudieron conservar sus conventos e iglesias. Por su parte, Morales Valerio, en su artículo "México: la Iglesia Diocesana", comparte la opinión de Brading acerca de las diferencias entre ambos procesos de secularización: "En 1640, el obispo de Puebla, Juan Palafox y Mendoza, después de fracasados intentos de someter a examen a los doctrineros religiosos de su diócesis, principalmente franciscanos, les quitó la administración parroquial de los pueblos de indios, pero sin tocarles sus conventos e iglesias. La real cédula de 1749 despojaba a los religiosos tanto de la administración de parroquias como de sus conventos, dejándoles sólo unos pocos para su honesta sustentación. Como ejemplo de lo que significó esta decisión para algunas Ordenes religiosas se puede tomar el caso de la Provincia franciscana del Santo Evangelio que de 64 conventos en pocos años se vio reducida a 24" (Vol. II, p. 102).

    [14]. Manuel José Rubio y Salinas ocupó la silla arzobispal entre 1749 y 1765, es decir, a él le tocó presenciar el inicio de este proceso de secularización y ser parte activa en el mismo.

    [15]. Morales Valerio señala que la secularización de las doctrinas en el siglo XVIII, "fue, quizá, uno de los procesos más largos y controvertidos de la colonia, a partir de 1749 los religiosos fueron obligados a abandonarlas definitivamente, o como ellos decían, fueron despojados de sus doctrinas. Por cédula real de 4 de octubre de 1749, seguida por otras más, se ordenó a los superiores de las Ordenes religiosas que no nombraran más doctrineros y que, conforme fueran éstos jubilándose o muriendo, entregaran la administración de la doctrina, junto con todas sus pertenencias, al obispo, procedimiento que en algunos lugares llevó cerca de 20 años" (Vol. II, p. 102).

    [16]. En 1753, los regulares se quejaban del excesivo apiñamiento en los conventos urbanos, pues se calculaba que hasta ese entonces, las provincias centrales que ocupaban las tres órdenes mendicantes contaban con cerca de 2,500 miembros, de los cuales aproximadamente unos 500 solían residir en la ciudad de México. Obviamente, el traslado de los religiosos provocaría que éstos se vieran "sin acomodo adecuado, mantenimiento o empleo" que seguramente, haría que disminuyera el número de candidatos al noviciado, antes tan elevado por la perspectiva del ministerio rural (Brading, 1994, p. 80).

    [17]. Acerca de los proyectos de canonización del obispo Palafox, Cfr. a Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, T. IV, p. 518-519.

    [18]. El virrey Revillagigedo informó en 1749 a los ministros de la corte que "las órdenes religiosas eran ya tan prósperas que absorbían la mayor parte de las riquezas de la colonia, debilitando así su comercio con la península" (Brading, 1994, p. 78)

    [19]. Este autor, como ya lo he mencionado, establece una distinción entre doctrinas y parroquias, para lo cual se remonta a los primeros años de vida colonial novohispana. Si bien, tanto "las parroquias y doctrinas tenían los mismos objetivos, a saber, el cuidado pastoral de los fieles", se diferenciaban porque "las doctrinas estaban a cargo de los miembros de las Ordenes religiosas... mientras que las parroquias estaban a cargo del clero secular". Así, afirma que durante la primera mitad del siglo XVI, los frailes doctrineros gozaron de una notable libertad para ejercer su apostolado, además de que contaban con el apoyo de fray Juan de Zumárraga, "más fraile que obispo", pero, a partir de la segunda mitad de dicho siglo, cambió esta situación debido a "la organización más sistematizada exigida para las diócesis por el Concilio de Trento, la reglamentación del primer concilio mexicano, la fundación de la Universidad de México, la aparición del clero criollo y, sobre todo, la cédula real del Patronato de Felipe II (1 de junio de 1574)" que serían "los más vigorosos impulsores del establecimiento del sistema parroquial en los pueblos de México". Ante esta situación, los frailes "pelearon larga y profusamente, durante casi toda la época colonial, por defender el sistema antiguo de administrar la vida parroquial de los pueblos, basados en la autoridad papal más que en la episcopal" (Vol. II, p. 101). Los frailes, según Morales Valerio, lograron conservar cierta independencia, como lo demuestra el hecho de que "sus conventos nunca llevaron el nombre de parroquias, aun cuando efectivamente lo eran, sino el de doctrinas, denominación cuyos orígenes se pierden en las primeras décadas del siglo XVI". A pesar de ello, continúa este autor, la organización parroquial, poco a poco, lograría imponerse pues existía una marcada tendencia hacia la institucionalización parroquial "aunque su desenlace final no se verá hasta mediados del siglo XVIII" cuando los obispos "intentaron enderezar esta situación que, desde el punto de vista canónico, sobre todo a partir del Concilio de Trento (1545-1563), les parecía irregular" (Vol. II, p. 101).

 

                        Por mi parte, a lo largo de mi trabajo he utilizado la palabra parroquia como sinónimo de doctrina, si bien advierto que los términos doctrina o doctrineros se relacionan directamente con los religiosos. Inclusive, en las actas del archivo parroquial de la Candelaria, se empleaban los términos doctrina o parroquia para referirse a la iglesia y convento de la Candelaria. Generalmente, aparece escrito "en esta iglesia parroquial de la villa de Atlacoayan" (año de 1657, Bautismos, Libro 3: 1655-1667, foja 11 reverso, AHC), "en esta iglesia parroquial de la villa de Atlacoallan de licentiaparroqui" (año de 1732, Bautismos, Libro 8: 1732-1741, foja 2 anverso, AHC), "en la iglesia de esta parroquia de Atlacoayan" (año de 1686, Defunciones, Libro 2: 1680-1709, foja 9 anverso, AHC); aunque también se halla el término doctrina, pero sólo lo detecté en los libros del siglo XVII, por ejemplo, "iglesia de esta doctrina de Atlacoayan" (año de 1686, Defunciones, Libro 2: 1680-1709, foja 9 anverso, AHC), en particular, llama mi atención el siguiente documento:

 

                                                                        El Mro. fr. Diego de Arellano Prior Provincial de esta Provincia de Santiago de México Orden de Predicadores visitando esta ntra. casa de Atlacoayan y los libros de la administración de su doctrina y santos sacramentos consta y parece estar éste de los Baptismos muy ajustado a los decretos del Santo Concilio de Trento y a lo que su Majestad, que Dios guarde, manda por sus Reales Cédulas. Fecha en 29 de enero de 1662 años. Fray Diego de Arellano, Maestro Provincial. Por Mdo. de Nro. M. Rdo. Pe. Mro. Prior Proval./ fr. Diego Marín, Compro. Nott°Appco. (Bautismos, Libro 3: 1655-1667, foja 33 reverso, AHC).

 

                        Por último, se debe recordar que desde 1624, las tres órdenes religiosas más importantes (franciscana, agustina y dominicana) reconocieron el derecho que los obispos tenían en visitar sus doctrinas y aceptaron que cada una de ellas debería contar como parroquia.

    [20]. Este libro se encuentra actualmente en el archivo parroquial de la iglesia de la Candelaria.

    [21]. El licenciado Ruiz de la Vega era natural de Castilla la Nueva y, casualmente, familiar del arzobispo Rubio y Salinas (Rivera Cambas, p. 375).

    [22]. La traducción, realizada gracias a la atenta colaboración del padre fray Santiago Rodríguez quien localizó esta acta en el Archivo Histórico Dominicano de la Orden de Predicadores, podría ser:

 

                                                                        Denunciamos que la casa y parroquia de la Bienaventurada Virgen María de Atlacoayan fue enajenada de esta Provincia por mandato del excelentísimo virrey.

    [23]. Esta frase, en paráfrasis, sería:

 

                                                                        Tolera a los cuervos y rechaza a la paloma.

 

                        Agradezco al Dr. fray Luis Ramos su amable ayuda para traducir estas palabras.

 

                        Esta costumbre de escribir en las contratapas interiores de los libros del archivo, la podemos ver de nuevo en el libro 3 de Bautismos (años 1655-1667), en donde algún fraile anotó:

 

                                                                        Admirable cosa es Dios: infinito, eterno, inmutable, inmenso, misericordiosísimo, bonísimo, justísimo, por lo que El es en sí, tenga misericordia de nosotros.

 

 

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