Entre la devoción y la lealtad: un caso de amor en la Villa de Tacubaya, siglo XVIII

VI Coloquio Tacubaya. Pasado y Presente

Artículo de Martha Delfín Guillaumín
Julio 2009

“De la experiencia religiosa del pecado ha salido

una manera de pensar puramente social y mundana.”

Bernhard Groethuysen[1]

 

Durante la época colonial las mujeres novohispanas se encontraron en condiciones de desigualdad con respecto a los hombres, no sólo en los aspectos legales sino en el rubro de la educación, la forma de vestir o las simples salidas a la calle[2]. El destino de la mujer, en general, era de sumisión ante un padre, un hermano o un esposo; si se decidía por el camino religioso, o era forzada a ello, de cualquier modo se mantenía en un estricto régimen de obediencia y acatamiento frente a sus superiores que, claro está, aparte de las madres abadesas de los conventos, eran los sacerdotes y los obispos. Algunas veces, sus presencias llegan a asomar tímidamente a través de la mirada masculina, son construidas por ésta; así, en México se recuerda a Catarina de San Juan, mejor conocida como La China poblana, de quien fue hecha una biografía por el padre  José del Castillo Graxeda[3]. Otras veces, algunas féminas ilustres alcanzan la gloria literaria como sería el multicitado caso de la Décima musa Sor Juana Inés de la Cruz, aunque su voz, en su momento, también fuera obligada a callar. También pertenecen a la historia y a la leyenda del México virreinal figuras audaces como la Monja alférez, doña Catalina de Erauso, o La Mulata de Córdoba, inmortalizadas por Luis González Obregón.[4] Sin embargo, entre todas estas mujeres no figuran necesariamente las pertenecientes a los pueblos indígenas. Es quizás por eso que elegí estudiar algunos casos sobre las mujeres indias de Tacubaya  que aparecen en documentos coloniales y que, de alguna forma, a través de sus historias individuales, tratadas de reconstruir con la escasa información extraída, nos acercan a la vida cotidiana de los miembros de esa localidad durante el siglo XVIII.  

            El tema de esta ponencia versa sobre los amores de la Maruca, una mujer indígena vecina de la villa de Tacubaya quien fuera la amasia de un ministro del rey. Una particularidad de esta historia sería que los acontecimientos aquí narrados se ubican en el cruce de la modernidad en la primera mitad del siglo XVIII, cuando se empieza a modificar la manera de percibir el mundo; me refiero al paso de una mentalidad sumamente religiosa, providencialista, a otra moderna en la que el temor de Dios cede su lugar por el temor al rey. Es muy probable que este cambio de paradigma, la laicización de la vida cotidiana, no fuera percibido de manera inmediata por la gente de la Nueva España, sin embargo, quizás este breve ejemplo sirva para detectar esos indicadores de la transformación de leer el mundo: El preámbulo a la caída del antiguo régimen, la creación de una nueva conciencia, el paso del pecado al delito[5] -siguiendo la tesis foucaulniana en que actuar contra el rey es actuar contra el padre, ya no un pecado contra Dios, sino un delito, un crimen,  contra el Estado representado en la figura del monarca[6]-, el tránsito del amor a Dios por la fidelidad absoluta como vasallos del rey en que lo único en común sería que a ninguno de los dos, ni a Dios ni al rey, se les veía, porque el punto es creer en lo que no se ve, aunque entonces, quizás, empieza darse el cambio de creer en lo que se ve, el paso de lo tradicional a lo moderno.[7]  

            Esta historia, a pesar de tratarse de un caso de amancebamiento, no está documentada en los archivos de los procesos inquisitoriales, el expediente se halla en los ubicados en el Ramo Criminal del Archivo General de la Nación.[8] Así, parafraseando una película holliwoodense, ésta no es sólo una historia de amor, aunque trata cosas sobre el amor divino y humano. Sería, más bien, el relato de los amores prohibidos de una india del común de Tacubaya en los primeros tiempos de las reformas borbónicas.


Nota del párroco fray Ignacio de la Torre[9]

“Cuando de amor carnal se trata... aunque  éste sea sin permiso” 

            Para acercarnos a esta historia es necesario comentar un importante acontecimiento que sucedió en Tacubaya durante los meses de agosto y septiembre de 1740. Me refiero al proceso judicial que se siguió contra algunos vecinos de la villa a raíz de la denuncia presentada por don Jacinto de Elguía, teniente de corregidor de Tacubaya, a su superior, don Carlos de Junco, corregidor de Coyoacán. Elguía acusaba a dichos vecinos de haber ayudado a los religiosos a realizar una acción en la que éstos habían excedido sus funciones entrometiéndose en los asuntos de la justicia real. 

            El conflicto se originó cuando fray Ignacio de la Torre, cura ministro de la parroquia de la Candelaria, y su vicario, fray Felipe Cesarini[10], acompañados por seis vecinos de la villa, aprehendieron la noche del 6 de agosto de 1740 al ministro de vara del juzgado de Tacubaya, don Manuel de Lira, por hallarle "en ilícita amistad" con una india llamada María, al parecer soltera y vecina del lugar. No sólo los llevaron presos y los retuvieron en el convento, sino que despojaron al ministro de su "vara y terciado". A la mañana siguiente, a muy temprana hora, fray Ignacio envió estos objetos, acompañados de una nota en la que informaba acerca de lo ocurrido, a don Jacinto de Elguía. Éste, a su vez, ese mismo día comunicó por escrito al corregidor de Coyoacán, don Carlos de Junco, lo acontecido en la villa la noche anterior, quizás no tan alarmado por el supuesto delito realizado por el ministro de vara, sino por la acción de fray Ignacio de la Torre: 

                                    sin residir en su reverencia jurisdicción para ello ni menos para la captura o aprehensión de ninguna persona secular, sin que primero pida y se le imparta el real auxilio bajo de las circunstancias prevenidas en Derecho, y que aun en el caso que fuese in fraganti, se advoca dicho reverendo padre el conocimiento de lo que no le concede el Derecho, para causas de semejantes ministros[11] 

            Y añadía que "para que no se abra puerta a vulnerar la jurisdicción secular confiada por mis superiores", era necesario dar cuenta del hecho y consultar al gobernador, justicia mayor y administrador general del Estado y Marquesado del Valle, don José Antonio Bermúdez Sotomayor, enviándole la nota del párroco como principal evidencia; dicho papel era considerado por el teniente como la "cabeza de estas diligencias", ya que por su contenido podía apreciarse claramente la falta en que habían incurrido los religiosos[12]. Elguía pensaba que el gobernador podría contener este exceso "con cualquiera providencia que se digne dar, para cerrar la puerta al abuso introducido de que el eclesiástico se advoque conocimiento que no le toca, que sólo cederá en reñidas competencias por no ser tolerable el dejar vulnerar la jurisdicción que se me tiene confiada.”[13] 

            Después de que el teniente intentó infructuosamente en tres oportunidades, que los frailes le entregaran al ministro de vara, a quien tenían preso en el cuarto de cal del convento, el caso fue remitido al gobernador del Marquesado, quien a su vez, lo pasó al licenciado don José Francisco de Aguirre Espinoza y Cuevas, abogado de la Real Audiencia y defensor del Estado y Marquesado del Valle. Enseguida se giraron instrucciones para tomar la declaración a varios testigos presénciales y saber el grado de participación de las personas seculares (civiles) que acompañaron a los frailes en la captura del ministro de vara. El corregidor llevó a efecto inmediatamente y con el mayor sigilo posible estas instrucciones, para lo cual se trasladó previamente a la villa de Tacubaya. Una vez instalado, el día 31 de agosto, hizo comparecer ante él, en calidad de testigos para "hacer la información sumaria", a Juan Antonio Antomas Ulibarri, a don José Guerrero y a Roque de Santiago. El primero de ellos, Antonio Ulibarri, era de origen español, casado, con 27 años de edad, cuyo oficio consistía "en escribir adonde le llaman": 

                                    Dijo que lo que sabe y puede decir es que habrá tiempo de veinte días pocos más o menos, que de orden del padre cura ministro de doctrina de esta villa se aprehendió la persona de Manuel de Lira, ministro de vara de este juzgado, por decir estar en ilícita amistad con una mujer que se dice es soltera o viuda, y que los sujetos que auxiliaron al padre cura para la prisión fueron Lucas Sarmiento, español, Lorenzo Reyes, mestizo, José Chico y Juan Briseño, español, y Andrés Francisco, indio. Y que supo por haberlo oído decir, que luego que aprehendieron al dicho Manuel de Lira, lo metieron en un cuarto del convento y bajos de él, donde encierran la cal para la obra de la iglesia, en donde lo encerraron con llave, y a dicha mujer la pusieron en la cocina de dicho convento; y que supo el testigo, por haberlo oído decir, que en el convento le quitaron a dicho ministro la vara y un terciado, y se lo remitieron a don Jacinto de Elguía, teniente de corregidor en esta villa, aunque no sabe el testigo con quién; y que tiene noticia el testigo que el dicho ministro Manuel de Lira y la mujer, su amasia, se halla en la cárcel arzobispal de orden de dicho reverendo padre cura ministro. Que lo que lleva dicho es la verdad so cargo del juramento hecho[14]  

            El segundo testigo fue don José Guerrero, indio cacique y principal de la villa "de donde es vecino", casado con doña María del Carmen Juárez, "asimismo cacique", de 30 años de edad. En su testimonio aclaró que la india María efectivamente era soltera y también agregó otro nombre a la lista de acusados por ayudar a los frailes a capturar al ministro de vara, es decir, Juan José, indio de la villa. Lo cual significa que en total fueron seis las personas involucradas en el caso: dos españoles, un mestizo y tres indios. De igual manera, mencionó que a Manuel de Lira: 

                                    lo llevaron al convento y lo encerraron en un cuarto, bajo de la escalera de dicho convento, adonde se guarda la cal para la obra de iglesia, y a ella la subieron arriba y en una celda vacía la encerraron[15] 

            El otro testigo, Roque de Santiago, era un indio casado, residente en la villa, de edad "de más de veinte y cinco años", quien, "sin embargo de ser ladino", requirió el auxilio del intérprete del juzgado del corregimiento de Coyoacán, y declaró, igual que los anteriores, "por haberlo oído decir de público y notorio", que el ministro de vara había sido aprehendido por fray Ignacio de la Torre: 

                                    y que a dicha prisión ha oído decir que auxiliaron Lucas Sarmiento y Lorenzo Reyes, y Andrés el que está retraído en el convento, y otros oficiales de la iglesia y vecinos, que no sabe con claridad los que son; y que al siguiente día de ejecutada la prisión, estando este testigo en la casa de don Jacinto de Elguía, teniente de corregidor en esta villa, vio que con un indio oficial de la iglesia remitió el padre cura ministro a dicho teniente la vara y el terciado del ministro preso[16] 

            A partir de estas declaraciones se tomaron como reos a Lucas de Sarmiento, Lorenzo Reyes y José Jiménez, "alias el Chico". El corregidor les recibió sus declaraciones en la cárcel pública de la villa de Coyoacán, a principios de septiembre de ese año. Lucas de Sarmiento, "alias el bordador", fue el primero en ser interrogado; dijo ser español, casado y vecino de la villa, de 41 años de edad, y declaraba que: 

                                    su oficio es maestro de bordador, y al presente en Tacubaya es maestro de escuela... que es cierto haber acompañado a los reverendos padres vicario y cura de Tacubaya para la aprehensión de Manuel de Lira, ministro de vara del juzgado de Tacubaya; que al tiempo que los padres le dijeron al declarante que los acompañara, aunque los enviaron a llamar a su casa no le dijeron para qué, que salió en compañía de los padres como a las nueve de la noche y que iban otros muchos de los cuales sólo conoció a Lorenzo Reyes, a José Chico, y otros indios de los que son semaneros en la iglesia, y que fueron a la casa de una india nombrada Maria la Maruca, en donde hallaron a Manuel de Lira. Que primero entraron los padres y sus topiles, y cuando éste entró vio a Manuel de Lira medio vestido, y que los padres le decían "suelta el chafalote", y que vio este testigo que con efecto entregó el dicho Lira al padre vicario un terciado[17], que la vara del ministro le preguntó el padre vicario por ella y él respondió "allí está en aquel rincón", y se la pidió a la dicha María, y ella se la dio a Lira, y Lira se la entregó al padre cura ministro porque el padre vicario así se lo mandó; y que entre los dos padres se llevaron preso a dicho Lira al convento y lo metieron en una celda vacía arriba, y a la dicha María en otra con la cocinera del convento. Y que al siguiente día le contó el padre cura al testigo que la vara y el terciado que le quitaron a dicho Lira la había enviado con el fiscal al teniente de Tacubaya; que después supo porque lo vio a dicho Manuel de Lira, que le habían metido en el cuarto donde encierran la cal que es debajo de la escalera del convento donde se hallaba encerrado[18]  

            El siguiente acusado que dio su declaración fue Lorenzo Reyes, español, soltero, vecino de la villa, de 27 años de edad, "de oficio de zapatero", el cual, contestando a las preguntas que se le hicieron "por los particulares de esta causa", dijo: 

                                    que lo que pasa es que el día de la aprehensión de Manuel de Lira, lo enviaron a llamar los reverendos padres vicario y cura de dicha doctrina de Tacubaya, y que habiendo ocurrido al convento este testigo como a las nueve horas de la noche y habiendo preguntado al padre vicario qué le mandaba, le dijo "ven Lorenzo, irás con nosotros", sin decirle a dónde, ni para qué. Que con efecto le acompañó el que declara y que aunque iban otros, como era ya entrada la noche no conoció mas que a Lucas Sarmiento, y sí vio que fueron también los indios topiles de la iglesia, que fueron a dar en casa de María, la Maruca, adonde entraron los padres habiendo primero tocado la puerta, la que no querían abrir, pero, por fin, la abrieron porque los padres dijeron que si no la abrían la echarían abajo. Que éste y los demás se quedaron fuera, que después de los padres entró Lucas Sarmiento y los indios topiles, que nunca entró este declarante adentro, que después de algún rato, vio que salieron los dos padres vicario y cura sacando en medio a Manuel de Lira, y a la dicha María los indios topiles por detrás de los padres, que los llevaron al convento adonde así que llegaron este declarante se volvió para su casa, y así no vio nada de lo demás que pasó y al siguiente día supo de oídas en la villa que el dicho Manuel de Lira y la dicha María estaban presos en el convento, encerrado él en el aposento donde encierran la cal, y ella en una celda vacía[19] 

            El tercer interrogado fue José Jiménez, "alias el Chico", quien, a pesar de ser indio ladino, requirió de los servicios del intérprete del juzgado de Coyoacán; dijo ser casado, de 29 años de edad, vecino de la villa "y de oficio ladrillero". En su declaración manifestaba que: 

                                    con la ocasión de estar haciendo semana en el convento de Tacubaya el día que aprehendieron a Manuel de Lira, serían a las nueve horas de la noche poco más o menos, cuando cerró este declarante la portería e iba a entregar las llaves al padre vicario a quien acompañado del padre cura topó en la escalera que bajaban ya, y dicho padre vicario le mandó encender un farol y que les alumbrase, que con efecto así lo ejecutó, y salieron acompañándoles otras personas, que éste no conoció mas que a los indios semaneros de dicha iglesia aunque no sabe sus nombres, y que fueron a dar a la casa de María, india a quien llaman la Maruca, y que habiendo los dichos reverendos padres vicario y cura tocado la puerta para que la abrieran, aunque de parte de adentro algo lo resistieron por fin abrieron y este declarante de orden de dicho padre vicario entró por delante alumbrando con la luz del farol y con ella vio a Manuel de Lira allí parado medio vestido, a quien los padres dijeron se diese preso y aunque pasaron algunas razones que no percibió el declarante, por fin cedió y entregó al dicho padre vicario un terciado que tenía a la cinta porque se lo pidió, y que salieron de allí llevan[do] los dichos dos padres en medio a dicho Manuel de Lira sin amarrar, y los topiles a la dicha María, y los metieron en el convento poniéndolo a él en una celda vacía de arriba, y a ella en otra con la cocinera, y después lo bajaron a él a el cuarto donde se encierra la cal para la obra de la iglesia, que este declarante acabó su semana y se fue a su casa y así no supo más y lo que lleva dicho que dijo ser la verdad so cargo del juramento hecho en que se afirmó y ratificó[20]  

            El proceso llevado a cabo contra los participantes (aunque nada más hayan estado de “mirones”) fue muy severo porque hubo varios encarcelados, sin embargo, no sabemos si Manuel de Lira, luego de ser liberado, pudo seguir sus amores con María, a quien llamaban la Maruca. ¿Qué fue de ellos?, ¿qué fue de ella?, ¿a qué se dedicaba? Sólo era una mujer indígena de la Villa de Tacubaya, quien, según los testimonios de los testigos y de los inculpados, era “soltera o viuda”, amasia del ministro de vara, Manuel de Lira, sujeto al que fray Ignacio de la Torre, el párroco, había encontrado in fraganti  y que, como ya se apuntó, en la nota enviada al teniente de corregidor le decía acerca del comportamiento del alguacil Manuel que cogí anoche en mal estado con María, india de esta villa”[21]. También se sabe que María tenía una casa, que allí vivía, que Manuel estaba medio vestido (o medio desnudo) la noche de su aprehensión, que no querían abrir la puerta, pero que la tuvieron que abrir en vista de las amenazas de los frailes. A la suma de faltas habría que añadirle, entonces, que Manuel de Lira se hallaba a medio vestir porque eso también estaba prohibido por la Iglesia en esa época, nada de placer carnal, si eso estaba vedado entre marido y mujer, con mayor razón entre dos amantes, como afirma Jacques Solé: “¡Prohibición de dormir desnudo (es el reino inédito del camisón)!”[22] El ministro fue despojado de su arma (“suelta el chafalote”) y de su vara, la propia María se las entregó a los padres. Los amantes fueron separados y encerrados, él en el cuarto de cal debajo de la escalera y ella arriba en una celda vacía, según unos, o en una celda con la cocinera según otros. Ese era un castigo común para este tipo de delitos sexuales, según Marcela Suárez Escobar: 

Las penas para los infractores sexuales correspondieron a cualquiera de las cuatro formas de táctica punitiva empleadas en la historia de la humanidad: la deportación, expulsión, destierro o desaparición física del individuo; el rescate, la recompensa, pago de deuda o multa; las marcas infamantes en el cuerpo y el encierro. […] El encierro se aplicó a prostitutas o mujeres de vida “poco arreglada”.

Todos estos transgresores padecían antes del castigo un encierro con el fin de tenerlos a buen recaudo en tanto se realizaban las investigaciones y se efectuaba el proceso, a veces este encierro era suficiente como castigo para los adúlteros, pues interesaba unir a los matrimonios, y en ocasiones se extendió para los solicitantes y las mujeres de “vida desordenada” como parte de la pena.[23] 

            Todo parece indicar que María, la Maruca, no era una prostituta, pero quizás sí una mujer de vida “poco arreglada” al parecer de los frailes que la encerraron. ¿Qué pensó de ella la gente de Tacubaya cuando se enteró de este escándalo? Aunque era el siglo XVIII, todavía podría conjuntarse esta forma machista de percibirla con la que hubiera tenido en el siglo XVI por sus iguales -recuérdese que era una india del común en un pueblo de indios-, según López Austin, la “mujer disoluta” era percibida por los antiguos mexicanos “como un ser que tenía dañada una de sus almas, la del corazón.”[24]  Pero, ¿qué fue de María?, ¿qué fue de sus amores? Su delito o su pecado fue el haber sido una mujer enamorada de un ministro del rey, pero nadie se tomó el trabajo en el proceso de preguntarle qué opinaba de todo ese asunto. 

A manera de conclusión 

Este caso nos muestra a una mujer enamorada que tuvo la desgracia de cruzarse entre el camino de Dios y el camino del rey, una época de grandes cambios políticos y filosóficos que volvió más secular la vida cotidiana. El problema del pecado por su relación amorosa pasó a segundo término para convertirse en un asunto legal, más próximo a la moral y al derecho[25], que tenía como fondo las contradicciones en el interior de los grupos de poder. Gracias al expediente del caso judicial fue que pudimos aproximarnos de algún modo a estas personas y al tiempo que les tocó vivir.  

Quisiera terminar diciendo que la mujer en la época colonial no fue un cuerpo transparente, fue la reproductora biológica y pensante de una sociedad que muchas veces se volvía en su contra sin darse cuenta que eso era y sigue siendo un gran desatino. La Maruca se quedó en una celda (o quizás escapó, quién sabe), ya no se habla de ella en el expediente, no se escucha su voz en ningún momento, pero sabemos que existió y que amó o algo sintió por el ministro del rey.  


[1] Bernhard Groethuysen, La formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII, España, FCE, 1981, p. 196.

[2] Elías Pino Iturrieta, “No atravesar calles. Un caso de honor y recogimiento en el siglo XIX venezolano”, en Género, familia y mentalidades en América Latina, Pilar Gonzalbo Aizpuru (editora), Puerto Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1997, pp. 61-80.

[3] José del Castillo Graxeda, Compendio de la vida y virtudes de la venerable Catarina de San Juan  [1692], III, Colección Biblioteca Angelopolitana, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, Secretaría de Cultura, 1987.

[4] Luis González Obregón, “Leyendas de las Calles de México”, en La Novela del México Colonial, México, Aguilar, 1979, tomo II.

[5] Sobre la creación de una nueva conciencia en el siglo XVIII puede revisarse el trabajo de Bernhard Groethuysen, op. cit., en particular, el capítulo “La idea del pecado”, en el que el autor analiza la manera de percibir el pecado en esa centuria. Si bien se refiere al caso francés, vale la pena considerarlo para este análisis, específicamente, sus apreciaciones sobre el concepto de pecado y el de crimen.

[6] Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI Editores, 1976. En especial véanse los capítulos “Suplicio” y “Castigo”. “El «hombre» al que se quiere hacer respetar en la pena, es la forma jurídica y moral que se da a esta doble delimitación” (p. 93).

[7] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. I. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, 2000, p. 203.

[8] El expediente de este caso judicial se encuentra en el Ramo Criminal, volumen 160, expediente 9, fojas 240-261, del AGN, México.

[9] Ramo Criminal, volumen 160, expediente 9, foja 240 anverso, del Archivo General de la Nación, México. En adelante AGN. La nota fue escrita el día 7 de agosto de 1740.

[10] A pesar de que el documento localizado en el AGN no menciona el nombre del vicario, puedo suponer que se trataba de fray Felipe Cesarini, quien en mayo de 1740 firmaba los libros del archivo parroquial de la Candelaria como “predicador general y vicario”. Cfr. Libro 4 de “Defunciones”, 1732-1763, Archivo Histórico de la Candelaria, Tacubaya, D. F., en adelante AHC.

[11] Ramo Criminal, Vol. 160, Exp. 9, foja 2 anverso, AGN.

[12]La nota en cuestión decía: 

                                                Teniente don Jacinto Elguía 

                                                Después de celebrar la salud de vuestra merced, ofreciéndole la que gozo para obedecerle, le remito a vuestra merced esta vara y terciado del alguacil Manuel que cogí anoche en mal estado con María, india de esta villa. Vuestra merced examine al que le hubiere de dar la vara, experimentando su vida que no ha de ser aquella apoyo para ofender a Dios en ver de vigilar las gravedades de sus ofensas. Esto hago en cumplimiento de mi obligación, así de mi empleo como la que tengo a vuestra merced cuya vida guarde Dios nuestro señor muchos años. Celda de vuestra merced, y agosto 7 de 1740. Beso los pies de vuestra merced, su capellán que le venera y estima. Fray Ignacio de la Torre (Ramo Criminal, Vol. 160, Exp. 9, foja 1 anverso, AGN).

[13] Ramo Criminal, Vol. 160, Exp. 9, foja 3 anverso, AGN.

[14] Ramo Criminal, Vol. 160..., foja 13 anverso y reverso, AGN.

[15] Ramo Criminal, Vol. 160..., foja 14 anverso, AGN.

[16] Ramo Criminal, Vol. 160..., fojas 14 reverso y 15 anverso, AGN.

[17]. El chafalote, también llamado chafarote, era una especie de sable corvo. El terciado era una espada corta de hoja ancha.

[18] Ramo Criminal, Vol. 160..., fojas 15 reverso y 16 anverso, AGN. 

[19] Ramo Criminal, Vol. 160..., fojas 16 reverso y 17 anverso, AGN.

[20] Ramo Criminal, Vol. 160..., foja 17 anverso y reverso, AGN.

[21] Vid supra nota 12.

[22] En La más bella historia del amor, Dominique Simonnet, entrevistadora, Argentina, FCE, 2005, p. 72.

[23] Marcela Suárez Escobar, “Sexualidad y mitos en el México Colonial”, pp. 79-87, en Estudios históricos sobre las mujeres en México, María de Lourdes Herrera Feria (Coordinadora), Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2006, p. 81.

[24] Alfredo López Austin, “La sexualidad entre los antiguos nahuas”, pp. 73-94, en Historia de la familia, Colección Antologías Universitarias, Pilar Gonzalbo (compiladora),  México, Instituto Mora-UAM, 1993, p. 91.

[25] Bernhard Groethuysen, op. cit., p. 196.

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