Recuerdo
cuando me gané un avestruz en un concurso organizado por un circo
bosquimano itinerante. Millones de seres se daban cita en ese lugar,
pero el boleto ganador fue el mio.
Parecía ser que todo el mundo deseaba ardientemente el avestruz,
excepto yo. Era tal la ansiedad que se generaba en el lugar, que renunciar
al premio se habría considerado no sólo falta de respeto
sino una gran estupidez de mi parte.
Entre aplausos pasé por mi ave. Avestruz y yo nos miramos con
desconcierto. Lo primero que cruzó por mi mente fue que seguramente
despreciaría el alpiste. Lo primero que cruzó por su mente
fue una serie de descomposiciones gestuales que provenían de
mi rostro.
No supe cómo llevarla conmigo; una cadena de perro me parecía
improbable y absurdo; cargarla bajo el brazo como un paraguas tampoco
era posible. Me limité a caminar y el pájarote se fue
atrás de mi.
Esto me dio un doble aire de ganadora, sin duda el avestruz nació
para ser mio.
Salí del circo bosquimano, cruce un puente de madera, llegué
a un río y el avestruz tras de mi.
Dí vueltas en círculo, corrí a toda velocidad,
me oculté tras unos fresnos y el avestruz tras de mi.
Cada vez que volteaba hacia atrás estaban los grandes ojos del
animal implorando descanso y comida.
Por fin llegué a un hostal, pedí una habitación
para mí y solicité que colocaran al avestruz junto con
los otros animales.
Al siguiente día pretendí huír por la puerta de
atrás, dejar al ave y continuar mi camino hacia no sé
dónde.
La hija del dueño del hostal se dio cuenta de mi artimaña
y me detuvo. Le dije que se quedaría el avestruz en prenda y
aceptó. Fui a ver al avechucho al corral que compartía
con dos cerdos, una cabra y un perro sin dos patas y vi en sus ojos
un dejo de angustia.
Tuve que abandonarla.
La última vez que volví a las proximidades del circo bosquimano
vi de nuevo a mi flamante animal cargado de cascabeles, flores y guirnaldas.
Se le ofrecía como atractivo turístico del hostal donde
me quedé.
Avestruz y yo nos vimos a los ojos y supo enseguida que hacer. Se fue
tras de mi aun a sabiendas de que pasaría días sin comer.
Yo lo acepté a mi lado otra vez.
Caminamos y caminamos mientras se desprendía
poco a poco de todos sus adornos y se adaptaba a su nueva forma de vida
en la que sólo sería mi sombra.
No recuerdo cuando murió, sólo recuerdo que después
de unos veinte años, me volví para mirarla como cada dos
días y ya no estaba. Con remordimiento volví sobre mis
pasos y sólo pude ver a un grupo de niños peleando por
sus ojos redondos como canicas. Lo demás era inservible, era
un saco de huesos apestoso y viejo como yo. Después de todo,
yo también me reconozco porque lo único que me quedan
son mis ojos.