El premio inesperado
Bersabea [@] [www]

 

Recuerdo cuando me gané un avestruz en un concurso organizado por un circo bosquimano itinerante. Millones de seres se daban cita en ese lugar, pero el boleto ganador fue el mio.
Parecía ser que todo el mundo deseaba ardientemente el avestruz, excepto yo. Era tal la ansiedad que se generaba en el lugar, que renunciar al premio se habría considerado no sólo falta de respeto sino una gran estupidez de mi parte.
Entre aplausos pasé por mi ave. Avestruz y yo nos miramos con desconcierto. Lo primero que cruzó por mi mente fue que seguramente despreciaría el alpiste. Lo primero que cruzó por su mente fue una serie de descomposiciones gestuales que provenían de mi rostro.
No supe cómo llevarla conmigo; una cadena de perro me parecía improbable y absurdo; cargarla bajo el brazo como un paraguas tampoco era posible. Me limité a caminar y el pájarote se fue atrás de mi.
Esto me dio un doble aire de ganadora, sin duda el avestruz nació para ser mio.
Salí del circo bosquimano, cruce un puente de madera, llegué a un río y el avestruz tras de mi.
Dí vueltas en círculo, corrí a toda velocidad, me oculté tras unos fresnos y el avestruz tras de mi.
Cada vez que volteaba hacia atrás estaban los grandes ojos del animal implorando descanso y comida.
Por fin llegué a un hostal, pedí una habitación para mí y solicité que colocaran al avestruz junto con los otros animales.
Al siguiente día pretendí huír por la puerta de atrás, dejar al ave y continuar mi camino hacia no sé dónde.
La hija del dueño del hostal se dio cuenta de mi artimaña y me detuvo. Le dije que se quedaría el avestruz en prenda y aceptó. Fui a ver al avechucho al corral que compartía con dos cerdos, una cabra y un perro sin dos patas y vi en sus ojos un dejo de angustia.
Tuve que abandonarla.
La última vez que volví a las proximidades del circo bosquimano vi de nuevo a mi flamante animal cargado de cascabeles, flores y guirnaldas. Se le ofrecía como atractivo turístico del hostal donde me quedé.
Avestruz y yo nos vimos a los ojos y supo enseguida que hacer. Se fue tras de mi aun a sabiendas de que pasaría días sin comer.
Yo lo acepté a mi lado otra vez.
Caminamos y caminamos mientras se desprendía poco a poco de todos sus adornos y se adaptaba a su nueva forma de vida en la que sólo sería mi sombra.
No recuerdo cuando murió, sólo recuerdo que después de unos veinte años, me volví para mirarla como cada dos días y ya no estaba. Con remordimiento volví sobre mis pasos y sólo pude ver a un grupo de niños peleando por sus ojos redondos como canicas. Lo demás era inservible, era un saco de huesos apestoso y viejo como yo. Después de todo, yo también me reconozco porque lo único que me quedan son mis ojos.

 

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