Leía
unas revistas amontonadas en una mesita sobre autopsias y enfermedades
raras. Los pacientes que salían de la consulta clínica comentaban
que el médico estaba muy ocupado, y sólo podía atender
a los visitantes por unos momentos.
Miré al primer paciente y le pregunté. Aunque todo hay que
aclararlo. La pregunta me la sugirió mi apuntador que siempre me
acompañaba para poder responder y preguntar todo tipo de cuestiones;
uno no sabe las tonterías que puede decir al cabo del día
sin una persona a tu lado que sabe de lo que habla:
-¿Qué le pasa? -
- Pues tengo un ligero sarpullido en el antebrazo,…- dejó
de hablar por unos segundos para proceder a rascarse su brazo… - lo
que me joroba bastante ya que cuando lo apoyo para comer... me duele y
no degluto bien la comida. - Sin atender a nadie, sólo
a la serie de granitos que le molestaban, salió por la puerta.
Eso fue una maldición en esos momentos para mí. Todas las
personas que estaban a mi lado en la sala de consulta relataron sus pesadillas
particulares.
La anciana que se sentaba a mi lado, entre tos y tos, añadió:
- Yo, esa dolencia, lo tuve la semana pasada, no es nada importante.
Y ahora tengo una gripe terrible. Si que soy más desgraciada.
Hasta mi apuntador se quedó en silencio, por lo que yo seguí
con su huelga de labios.
Ahora la viejecita me preguntó a mí. – Joven, ¿qué
le pasa?- Mi apuntador, que se había escondido debajo de la
silla, fue esquivo y no se le ocurrió otra cosa que sugerirme:
- Pues, yo no sé lo que tengo. -
Todos mis compañeros de sala quedaron boquiabiertos.
Y lo que son las cosas. Pasó un acontecimiento que marcó
mi vida durante cierto tiempo. Mi otro yo, no aguantó mucho, y
se alejó asqueado de mí. Tanto mi apuntador, como yo, ya
le teníamos mucha confianza y habíamos convivido tanto tiempo
juntos los tres. Pienso que ya sé dónde fue, pues creo que
desaparecieron las revistas. Pero aún me quedaba mi apuntador.
Sonó la bocina y apareció en un marcador mi turno. Al fin
entré en la consulta.
Mi tiempo de tres minutos comenzó a correr. Era cierto lo que comentaban
los anteriores pacientes. El médico estaba muy ocupado, fornicaba
con la enfermera, escuchaba música con unos cascos, y rellenaba
un crucigrama. Y, además, fingía que me escuchaba.
Todo un portento. Como siempre, o eso creo, no me escuchó para
nada, y me indicó el camino. Bueno, ni siquiera escuchó
a mi apuntador en los puntos que le argumentaba, tanto es así que
recibió una buena tunda. Yo creo que mi otro yo le hubiera encantado
conocer a la enfermera. Estaba estupenda.
En ese momento terminaba mi tiempo, lo anunciaba una estruendosa sirena
que cortaba el aire.
Apresuradamente me dirigí a una máquina, introduje 500 ptas.
en monedas de 100 ptas., y bajé la palanca. Tras 15 segundos, unas
saetas que giraban en torno a una circunferencia se paró en el
nombre que la milagrosa medicina que supuestamente
me curaría. Ésta cayó por un tubo y unos compartimentos
se abrieron. Al fin tenía el medicamento que me curaría.
Posé, como si delante hubiera habido una cámara, y con sonrisa
de presentador enseñé el producto a una imaginaria cámara
que tenía delante. Por supuesto confesé delante de esta
supuesta cámara mi felicidad y mi gran suerte del momento.
Por supuesto mi apuntador particular me indicaba las frases exactas que
tenía que explicar. Fue muy emocionante.
Pasaron los días tan rápidos como el tahúr reparte
cartas, o como los buitres devoran los cadáveres. Pero desgraciadamente,
la medicina, como otras veces, no surtió efecto.
Después del mismo ritual me encontré otra vez delante de
la tragaperras expendedora de medicinas baratas. Si hubiesen sido caras
estoy seguro que me hubiera curado. Pero no, eran baratas, demasiado baratas.
Como ya había consumido todos los productos, en esta ocasión,
me apareció un papelito con una dirección de otro médico.
Yo, el enfermo hombre, suspiré con delirio; en el mismo papel se
anunciaba que este médico si ostentaba el título del Colegio
Oficial de Medicina.
Otra vez declaré ante la imaginaria prensa, aunque esta vez, no
pude terminar con una brillante sonrisa, ya que el mismo papel me anunciaba
que tenía que esperar cuatros meses para la fecha prefijada, pero
al menos creía que esta vez si me curaría.
Pero claro, aproveché el tiempo, y seguí buscando a mí
otro yo, por supuesto para contarle todas las aventuras y desventuras
que me habían pasado sin estar él a mi lado. Aunque mi apuntador
particular acudía a mí cuando tenía que realizar
alguna declaración importante. Incluso rellenó muchísimas
hojas con mis memorias.
Otra vez el tiempo pasó, pero no tan rápido. Y pulsé
el timbre de la puerta y tras ella apareció una horrible visión
de un hombre con un tanga de paja, y una gran máscara que parecía
sacada de una película de tarzán.
Nada más verle comenzó a bailar. AIzó una mano al
aire, y el sonido de una maraca inundó la escalera. Mi apuntador
se desmayó, y yo no tenía a mí otro yo. Por lo que
realicé lo mismo que el primero.
Yo, el enfermo hombre, salí de allí con una medicina que
aún no había tomado; ácido acetilsacílico.
Pensé que para mí, esto sería el mejor medicamento
para mi dolencia.
Me volvieron a realizar otra entrevista, pero a mi apuntador le dio un
ataque al corazón, cuando oyó la pregunta clave, y se quedó
sin respuesta para mí.
- ¿Cree que con el ácido acetísacílico,
es decir, una aspirina se curará?-
El entierro fue sencillo, pero otro día lo contaré.
Paseaba, yo, el enfermo hombre, por las calles pateando con rabia todo
lo que me saliera al paso, y de repente, sin comerlo ni beberlo me encontré
a mí otro yo.
Estaba mirando y releyendo una serie de revistas pornográficas
en un quiosco, intentando cambiarlas por aquéllas que se afanó
de autopsias y enfermedades extrañas. Parecía que no tenía
mucho éxito cuando le abordé.
- ¿Qué haces aquí? - Le pregunté.
- Estaba ojeando unas revistas. - Me respondió mi otro yo.
- ¿Y tú qué haces?- Me preguntó
mi otro yo a mi mismo con su particular forma de ser.
- Pues mira he ido a un médico… con decirte que este si era
auténtico.- Le respondí a mí otro yo. Y
de paso como estaba solo, y no tenía con quién hablar le
conté toda la historia.
Al acaba mi otro yo, me respondió.
- Pero si tú no tienes nada. Te lo digo yo qué sé
un rato de eso. Anda vámonos a casa a jugar un solitario.-
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