Me despierto rodeado de nubes, contemplando blancos cúmulos en movimiento con rápidos torbellinos ascendentes que rompen el espacio y lo recomponen al segundo siguiente. Unas pequeñas luces se agitan alrededor de las nubes y se entremezclan con ellas en una alocada danza sin sonidos ni música. Rayos de luz aparecen y desaparecen estremeciendo el ambiente y destellos rosados se funden con el horizonte entre amarillos intensos y rojos apagados que se oscurecen progresivamente hasta desaparecer en la negrura espesa. Las luces incrementan su intensidad y se dejan caer al suelo, aplanándose y quedándose inmóviles. Las nubes se disipan, se diluyen en el aire. Un relámpago atraviesa el espacio pero ningún otro lo acompaña. El negro lo llena todo escepto el suelo, que se sigue llenando de lucecitas inmóviles. Es entonces cuando la azafata me despierta de mi ensoñación para preguntarme si quiero otro trago de vodka o un café. Sin despegar la nariz de la ventanilla del avión respondo que no, que creo que ya he bebido suficiente. Unos segundos después el sueño empieza de nuevo a vencerme y en ese momento las lucecitas se despegan del suelo y empiezan a danzar a mi alrededor.