“Jamás volveré a este lugar. Me hace pensar demasiado”. Lo dijo rápido y ronco, como rápido tomó lo que tenía, no demasiado, su cuerpo y una mirada suspendida entre humo y gestos inarticulados, ella misma desmembrándose a cada paso rumbo a la salida, empujada por una especie de insumisión o destierro. Maté el cigarrillo con dos golpes. “La noche es un naufragio y hay que matarlo todo”. Tomé el rumbo de las tres sombras, una de las cuales dolía sola, suficiente mérito para despedir sus compañas y enfilar al Doménech. Allí, en la barra, la misma apetencia del flamenco bar, la retina glauca mutilada entre las cosas, los dedos largos manchados de tinta. Es la noche y su química de fuego, palabras que se arrojan como abismos a los cuerpos, como hoteles o camas violentas envenenadas de transeúntes y pálidos perros. La barra es el derrumbe y Ziota lo sabe. Y cuando ella gira la cabeza tomo la servilleta y escribo “jamás volveré a este lugar”, y tomo una segunda y escribo “jamás volveré a este lugar”. Pero la ciudad es la misma, y los pianos y los sombreros se arrinconan en los mismos lugares, y los poetas de voz engolada cruzan en barco todos los límites de occidente para susurrarnos la misma canción: “La
inolvidable sensación de una cama vacía
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