Tras el rastro de Oma Full
Germán Uribe [@] [www]

Yo qué, ni pensarlo. De haberlo querido lo hubiese hecho hace ya mucho tiempo, gritar tu nombre, escribirlo, decirte a tí y a todos cuánto, tú sabes, pero en fin, lo que hubiese importado. En cambio ahora, impedírmelo quién, atajar por qué y para qué estas convulsiones secretas con las que sufro, lo sé, sobre todo cuando a veces me detengo, y abrumado y temeroso, veo que me traen de nuevo ese tu inconfundible perfume de mujer que en la vasta molicie de mi soledad todavía me ronda el amor y me alborota el deseo.

Heme aquí, pues, este domingo neutro de París, abordando un hotel y dándole a su puerta giratoria el torpe puntapié de la incertidumbre, sin necesidad siquiera de presentirte para sentirte y olerte, alumbrado con tu sola idea, atisbando los contornos para retomar tu mirada, aquella mirada marina que define tu rostro y que de fijo me observa todavía desde el desvelado rincón de tus infructuosos olvidos. Pero, y yo cómo, cómo no iba a temer encontrarte sin verte, cómo no iba a temer olerte imaginándote como te imagino a toda hora, sacerdotisa plena y oficiante robusta del aromático pebetero de los artificios o de la arisca irreverencia de unas carnes desnudas, envueltas siempre en la cálida fragancia agazapada de la piel, si tú sabes muy bien que lo único que me queda de ti es precisamente eso: tu sahumerio perfumado de mujer.

Repaso distraído los múltiples destellos de las lámparas inundando de luz el lobby, las galerías, el primer rellano y hasta el mismo perdido bar del sótano. Son las tres y treinta de la tarde de este implacable invierno y sin embargo, la temprana penumbra afuera está aquí adentro contradicha. Y todo este encerrado aunque transparente fulgor del hotel me acaricia arrullado por el untuoso recuerdo de las suites de Peer Gynt, que venía escuchando desde la radio del taxi y que me hicieron remontar a la época de estudiante cuando, enamorado de ti, te lo confieso, a través de radio Luxemburg supe de Ibsen por cortesía de Grieg. Corrí a contártelo. Lo que te interesaba... En fin, esto de recordar los inicios no debe avergonzarnos, aunque no sé por qué, pienso que a tí en realidad lo único que te importó siempre fue encontrar, sin esforzarte demasiado, el espacio privilegiado que te correspondía en este mundo.

No sé si fue la fresca remembranza de las suites o la memoria contenida de tu aroma Chanel lo que me sustrajo del tiempo en ese instante, de ese tiempo que uno, con la edad ya perdida entre las asechanzas de los años continuados, termina por olvidar sin dejar por ello que se siga testimoniando desde los gestos endurecidos de nuestro rostro, tejido de rencores vencidos y expectaciones inútiles.

Con ese maniático afán mío por no querer dejar escapar un solo minuto de mi vida sin que se lleve o me traiga la urgencia de un olvido, todavía con las narices heladas y ahora con el pelo coronado de nieves - mis canas escarchadas -, me refugié en el primer rincón, extraje del maletín mi pasaporte y, antes de entregarlo, me le quedé mirando a esa foto. Cuántos años desde aquella última vez, mi señora doña Entusiasmo, mi señorita Pasión, Oma Full rediviva. Es la foto de un hombre mermado, con las ganas maltrechas y la ansiedad doblegada y con la sangre preocupada fluyéndole por sus arterias, agobiado y exiguo, y sin poder permitirse un retorno que no sea el tuyo, Oma Full, el rostro de tu recuerdo, el rastro de tu perfume. ¡ Imagínate ! La vida así es cosa jodida, ¿ no ? Por ejemplo, pensar tan sólo que nadie conoce el verdadero silencio de la soledad, ni los terribles dolores provocados por el recuerdo tardío del amor imposible que nos asila, si no ha sentido por una sola vez en la vida el vacío que únicamente se alimenta con el crujir de los muebles, o si no se ha hablado nunca a sí mismo ante un espejo o si siente que los muebles de su morada huelen siempre a guardados, a añejos.

Así, cigarro en mano, solo y desarraigado, con la tristeza enredada en los ojos y el runruneo de la nostalgia abrasándome el alma, convencido ingenuamente por mi orgullo de que toda desventura es temporal y reparable, empecé a hallar consuelo en la idea de verte regresar tú toda, olvidada y muerta Oma Full, intacta y fresca pequeña en tu perenne envoltura de fragantes deseos. Y al llegarme, ¡ ay !, con los años cansados tu recuerdo olvidado, aquí mismo, en este hotel, en invierno, en París, tanto tiempo después, debo comenzar por repasarte a través del significado profundo de esa impronta anticipada a la que te condenaron primero tus abolengos, la educación de geisha después ( con todo y aquello de que del aseo de las partes bajas de su cuerpo depende el futuro de una mujer ), y tus apetitos desenfrenados de vida, por último. Sólo así puedo asimilar esa predestinación que se afincaba en ti pareja con el sonoro, altisonante y complicado acento del falso nombre dentro del que te enfundabas cuando te conocí: Oma Full von Kollmann. Pero para situarte en el contexto de mi vida y de tu vida, para decir en verdad quién eres, Oma Full intemporal, debo abordarte desde los ritos sociales que acostumbrabas y que tantas sorpresas me causaron una vez que te traté.

Que, ¿ cuándo ? Pues cuando en rigor fuiste de repente la inverosímil inquilina del arcano, habitante singular de un apartamento de la rue Monsieur le Prince. Allí se encontraba tu insólito y secreto mundo íntimo al que yo solo habría de llegar más tarde por el azar de la oscuridad, aunque tú te empeñaras en decir que se trataba de la dramática coronación - ¡ pamplinas ! - de mi carrera de espía.

Oteo aún tu costumbre cotidiana de bajar al Mónaco o al Old Navy, tu escaso desayuno de optimista, la taza grande del café-crema, el panecillo mojado y tu precisión ritual en todo ello. ¡ Uf ! Decírtelo, no sé. Pero, en fin, de tantos encuentros sin que me vieras y de tanto verte desfilar cada mañana ajustada a tu aire mundano que te hacía inconfundible, entre mis hambres y vigilias de estudiante y mis constantes chagrins de embrollado olfateador de amores, terminé por tomarte una fotografía inconsciente que guardé cuidadosamente en la trastienda de mi conciencia como un daguerrotipo enigmático y frágil, o mejor, como se registra delicadamente para la memoria del amor una flor disecada entre las moribundas páginas de un libro.

Verás ¿ cómo te dijera ?, veía un corto cabello rubio, desgreñado pero alegre, todo él empedrado en oro; unos labios-bolero de novela escarlata, un tanto grueso aquél sobre el que se apoyaba finamente elaborado y gracioso el superior, configurando todo el conjunto una de esas hermosas bocas que por ser esculpidas entre los artificios de un beso, no se permiten una sonrisa o un gesto que no sean sensuales; una naricilla afiligranada y una amplia, deprimida y pálida frente; unos ojos oscilantes verdeazules de horizonte de mar cartagenero, y en últimas, un sorprendente dominio de la taza de café caliente entre tus labios, sin mirar a nadie, sin ver a nadie, sin importarte nadie, con el ademán siempre del más estirado desdén por el contorno, por las cosas, por los otros, por nosotros, ¡ por mí !

Y yo qué, ni pensarlo, pura casualidad, o si quieres - y acaso -, de mero embrollado olfateador de amores. Por ello, el rostro de tu perfume habría de llegarme por primera vez, como en efecto me llegó, una mañana de domingo en que coincidíamos en la espera de monsieur Gibert, los dos impacientes reprimiendo el afán y consintiendo el aguante en medio de un silencio que, sin embargo, terminaría por rendirse ante nuestro inesperado y relampagueante cambio de luces:

- Hoy es domingo último de mes - te dije.

- Y, ¿ eso qué ? - interrogaste tú con el semblante tensionado, acechando una respuesta que ciertamente nada te importaba o te importaba poco.

- Es el único día del mes que el hombre tiene para descansar - repuse -; dicen que se va de pesca, aunque con la pinta que se manda el pobre dudo mucho que logre algo. Quizás fastidiarnos, sí, eso es, fastidiarnos, nada más. Pero en fin - rematé con fingida indiferencia -, hay que aceptarlo.

Debieron angustiarse tu aristocracia expósita y el coral verdeazul de tus ojos marinos porque no de otro modo que así, obligados a mirar, pudieron mirarme, de tal suerte que, ya nuestros ojos encontrados al fin, asomó fugaz su voz la barracuda que había en tí escondida en su aliento de mujer, y en son de bronca dijo:

- ¿ Aceptarlo ? Aceptar qué, ¿ el fastidio ?, ¿ la pesca ?

- Lo que menos te mortifique - te respondí conciliador pero sin poder reponerme de la sorpresa. Oficiante, me enseñaste el cancel poderoso de tu espalda, y escapaste. ¿Lo recuerdas, Oma Full ? Me dejaste no sólo tendido y groggy sino con el hedor de la duda en el alma y la estupidez en la cara. Todavía hoy, lejanos ya los tiempos juveniles de lo heroico y lo trágico, desde la perspectiva que me ofrecen estos dos inviernos que se anidan en mi cabeza - mis canas escarchadas -, pienso: tu amago de camorra con lo del fastidio o la pesca, ¿ era un pretexto para prolongar el diálogo ? O simbolizaba de pronto tu desconocido y rotundo estilo de mandar la gente al carajo, ¿ ah ? ¡ Vaya uno a saberlo !

En todo caso, Dios es testigo de que yo no quise provocarle a ese indescifrable azar momentáneo ninguna urgencia descabellada. Me retiré, eso sí perturbado, a mi modesto cuartucho de estudiante. Sabía que era cuestión de serenarse. La rutina de los desconciertos repetidos a la que estaba acostumbrado desde niño, se me venía aparejando últimamente con ese estado letal que los conformistas llaman cómodamente aburrimiento y que en mí se constituía ya en el más incómodo sistema de vida. Coloqué con desgaire una vasija vieja sobre la estufa, y mientras calentaba un poco de leche, aquel diálogo corto e impreciso se me antojó premonitorio. Quizás, ¿ ves ?, inmerso como estaba en el bostezo negro del misterio, por qué no pensar que ese diálogo ambiguo traía, sin embargo, ya consigo, los trazos iniciales de lo que sería más tarde nuestro eventual código secreto. Quizás, ¿ no es cierto ? Eso pensaba, mientras recostado en el diván removía lentamente la repugnante nata que emergía ebria hasta la superficie de la taza, sin poder olvidar, pero aceptando resignado, el hecho de que era domingo, ese día parásito de la semana con el que nunca comienza ni termina nada, Oma Full, ni siquiera aquí en París. Pero, en fin, con el saco al hombro y el alma suspendida en el parásito, salí a la calle. El cielo estaba claro, sin nubes, de una jurada transparencia de novela y por ello, supongo, propicio como los náufragos hasta para el más cruel de los encuentros. Pero como aún tú no estabas en mí ni siquiera para escribirte, amarte o maldecirte, mi único encuentro posible en ese instante no podía ser más que con mis propios deseos o con las buenas intenciones. Por sobre el tapete del agonizante follaje de las aceras y bajo la protectora sombra de los álamos perpetuos, caminando sin prisa, con las ganas amputadas y el desaliño grave del aburrido, rodando a la espera de uno de esos toquecitos de suerte que necesitamos para sobrevivir y por los cuales evidentemente sobrevivimos, no pude, con todo, dejar de conformar en mi imaginación la rolliza figura de monsieur Gibert en ese mismo instante doblado y tieso, empleándose a fondo con su veterana vara sobre las quietas y silentes aguas de un lago, su arruinada boina vasca empotrada en su terca testa cubriéndole por todo la resignación desoladora de quien se obstina en pescar durante toda una vida los únicos peces posibles de su destino, aquellos que se revuelcan confundidos y asustados en la fe de uno mismo. No podía tampoco en mi recorrido dejar de ver aquellas mujeres que se deslizaban por las calles de París, ataviadas con sus trajes de busconas dominicales, de aventureras de feria en promoción, no tanto por la escuálida revancha o la brevedad de un goce, como por el acoso de un sino que no veían claro o que ya sabían irremediablemente colgado del perchero opresivo y machista de su esposo, cuando de repente, créemelo, ocurrió el milagro que tenía que ocurrir: frente al enorme cristal de la librería Weimar alcancé a divisar tu cuerpo, tu mismísimo cuerpo perfumado de Oma Full y tus desgreñados cabellos dorados y tu inclinada cabecita aristocrática estampillada en algún punto fijo. Apreté el paso, y cuando ya estaba detrás de ti, pude reconocer por encima de tu encorvada espalda - ¡ cargaste tantos años el peso de tu sangre azul ! - aquella hermosa reproducción de Leda y el cisne de El Tintoreto que, colocada sobre un sólido trípode y enmarcada en pasta dorada de relieves barrocos, podía verse a un mismo tiempo vertical y abierta en sus multiplicados visos cromáticos, extendiéndote los brazos en un ademán seductor que te invitaba a que regresaras a su tiempo, a su renacimiento.

Y como tú no habías podido olvidar nada de tu rancio y linajudo origen, supongo yo, parecías desbordada por el entusiasmo de aquella época babilónica que se te insinuaba allí, convencida, y esto de nuevo es cosa que supongo yo, de que aún te correspondía y aguardaba, ahí, a tu disposición, solidaria y paciente y sola para ti en la quietud inmemorial y cómplice del tiempo.

Y de pronto, como si el espejismo de tu primigenio mundo, mi mundo soñador de aburrido e incrédulo irredento y la cruda realidad circundante hubiesen hecho corto circuito - aún me confundo: ¿ lo pensé ?, ¿ lo soñé ?, ¿ lo dijiste ? - te volteaste repentinamente con tu terso rostro azul renacentista y tus decadentes y apretados jeans de hippie y me gritaste:

- ¡ Espía !

Espía, sí, porque descubrí con asombro de qué manera existías aferrada a la vida, como una heroína de cera, por la simple pero equívoca fidelidad a una alcurnia que sin embargo, sabías ya consumida. Era ésta tu verdadera atadura. Pero en fin, hoy, desde este absurdamente iluminado bar acrílico del hotel neoparisino, mientras desocupo un enorme jarro de cerveza y rastreo en la memoria la fragancia que me atrae tu recuerdo perfumado de mujer, sigo creyendo con firmeza que no importan los peligros del espionaje siempre y cuando éstos nos descubran los misterios del bajo fondo en el objeto amado. Y en cualquier domingo de sobresaltos semejantes bien vale la pena sufrirlo si nos trae un nuevo e inolvidable olvido como éste.

Pero, pensándolo bien, yo cuándo. ¿ Espía? Demonios, no. ¡ Tampoco !, porque nadie tiene la culpa de sorprender a nadie tan alineado por la historia y mucho menos tan enredado en historias. Y si no, ¿ cómo fue que te topé tantas veces en la Coupole, en el Dôme, en el Deux Magots y en el Lipp, sola, sentada a una mesa disimulando entre campari y campari qué sé yo, quizás tus frecuentes fracasos ? O, ¿cómo en Londres te descubrí en un bar, perdida por el Irish-coffee hasta que tuvieron que arrastrarte, ya juma, a la penumbra cómplice de un taxi ?, y en Cartagena, ¿ por qué fue que te pillé acompañada de dos mozalbetes medio en pelota y bruñidos los tres de sol y sexo, trepándose a un coche de caballos en la puerta del mismo hotel Caribe ?, o digamos, en Barcelona, ¿ acaso no te divisé, trágica y torva, oreando el sofoco de tus remordimientos por entre el canicular jolgorio de Las Ramblas ?, ¿ y no fue en la terraza de un café de la Piazza Navona en donde te avisté frente a una botella de Chateauneuf du Pape transportada de amor, arrepentimiento y buenos propósitos ? ¿ o fue que tampoco te atisbé jugando a manos llenas el dinero de uno de tus ocasionales acompañantes en el casino de Baden-Baden ? Y ahora que, eso sí, si aún es poco, puedo jurarte que hasta en Bogotá hube de sorprenderte saliendo de un motel de la avenida El Dorado, muy en la madrugada, cuando todavía la lluvia y la niebla sabaneras se resistían a dejar pasar la luz de la alborada. ¿ Lo olvidaste luego ?

Total, pienso, espía sí, o casi, pero antes que eso, olfateador genuino de amores perfumados, de aquellos mismos amores que le espantan a quien sea el tejido y lo arrojan a la curiosidad organizada. Así pues, con todas estas historias, hijas de tu misma historia, viniste a darme las claves perentorias para descifrarte a tí y a todas las Oma Full que son contigo en este mundo. I´m sorry.

Y no digo que lo hicieras intencionalmente, no, aunque capaz sí, pero en resumidas cuentas fíjate, fue lo mismo: lograste refinarme el olfato, me especializaste en aromas y me enseñaste, Oma Full Siempreviva, que la dignidad de un perfume termina siempre cuando comienza el deseo. Pero en fin, ya qué. ¿ O sí? Si al menos hubiésemos dejado todo en la pequeña confusión del fastidio y la pesca. Pero no, cómo iba a ser. ¿ Tú ?, jamás. Tú, mujer, que todo lo podías, mujer que todo lo pudiste desde cuando el fruto maldito de aquel árbol del bien y del mal para acá. Tú, ¿ quedarte así no más ? Tú, la depositaria de los secretos de la alquimia y el tiempo, frente a mí ¿ con los brazos caídos ?, ¿ con tu voluntad incierta ?

No, tenías que atraparme y aplastarme y asfixiarme con la implacable dulzura de tu perfume de mujer. Pero ya ves, ahora yo aquí después de tanto, en este hotel acrílico, en esta era plástica, sin impedírmelo nadie, sin atajar por qué y para qué los rastros de un rostro, el tuyo, Oma Full; sin importarle a nadie nada, y aunque misógino nunca, ya por fin, ahora, al acabar esto, inadvertido y despoblado de ti por culpa y gracia de tu fragancia femenina, y sin necesidad siquiera de salir corriendo a gritarle a todo el mundo fulana de tal y oriunda de dónde. Yo qué, ni pensarlo...

 

gritar tu nombre | un hotel | domingo

Faro

Puente

Torre

Zeppelín

Rastreador

Nuevos

Arquitectos