Estaba sentada en posición
de meditación. Con los dedos gordos tocando los índices.
Con la visión de la flor de loto desarrollándose en mi,
elevada a la máxima conciencia, saboreando el sabor de la nada
y de la quietud.
Me puse de pie y bailé
por segundos que fueron horas, y sentí como crecía en
mi vientre, un huerto lleno de tomates jugosos, espléndidos y
por si fuera poco. Rojos.
Lágrimas caudalosas corriente
coagulada e impetuosa se precipitaba al vacío real desde mi útero,
pasando por mi ingle y bajando por mi interminable pierna derecha, hasta
llegar al delicioso pie.
Antonio se percato inmediatamente
de la tormenta eléctrica de tomates diluidos en su madurez. Me
miro con su habitual morbo. Más
concentrado que nunca, me pasó su dedo índice deliciosamente
por el pie, tomo el jugo de tomate que por esos momentos flotaba en
el aire y se chupo el dedo con la lengua humeda, tan mojada que hacía
un extraño y casi imperceptible sonido acuático que persistía
en su lentitud. Sonido Tan propio del acto de chupar.
No tardó en tener su
sexo enredado en el mío, el lubricante vegetal que se había
incorporado a nosotros, era el más perfecto que se haya construido
jamás...
Vivir derramando un constante
líquido sagrado por doquier, gimiendo sensaciones infinitas,
nos metimos juntos en la bañera donde
las burbujas eran. No de extrañarse. Rojas.
Él, vino con toda su
furia sobre mi huerto de tomates y esparció alguna clase de insecticida
con olor a Guanabana, asunto que hizo al agua ponerse hibrida. Putrefacta.
Fue así como llovió, llueve y lloverá mi huerta
de tomates.