Las luces
están de fiesta, las risas alegres.
Gritos de escalofrío sin miedo y palabras de niños.
Los malabaristas han pasado, los trapecistas también,
seguidos de la gran nariz roja y del falso triste de blanco.
Cacahuetes
y entreacto; la jaula está montada.
El hombre de frac elegante avanza bajo las candilejas,
su traje inmaculado, su mirada vanidosa.
A través de un pasaje angosto y demasiado bajo,
la fiera viene después.
Los
mirones se estremecen un poco.
El animal es soberbio, su pelaje brillante,
sus colmillos acerados, sus ojos parecen dorados.
El látigo del hombre chasquea, el felino gruñe un poco,
sus músculos están tensos.
El
tigre intenta huir de un taburete a otro,
bajo las órdenes del látigo no quiere jugar.
Quisiera tumbarse, quisiera degollarle.
La carne de este hombre debe de ser repugnante.
¡Que le deje en paz!
El hombre
se inclina un poco, la sala le aplaude.
Esa bestia cruel, qué bien la amaestra.
El aro está ardiendo, el tigre se niega,
intenta un zarpazo, quisiera asesinar.
El hombre quema su pata.
Atraviesa
el círculo bajo los aplausos,
su corazón le duele tanto, lame un poco sus llagas.
Reza bajo el látigo que al rincón le envía
para un día acostumbrarse y volverse dócil.