Que
usted no me conozca, señorita, ya no importa. Quiero decir que no me
conozca realmente. Puede que haya oído hablar de mí o que, por esas
amistades comunes que no es prudente mencionar en esta carta, hasta
sus oídos hayan llegado ciertas historias que de mí se cuentan, y que,
pese a lo escabroso de las mismas, y que debido a ellas mi prestigio,
y ahora su fama, pudieran devenir en carnaza de las más depravadas lenguas
aliadas a la buena moral, la urbanidad y la sana costumbre, solo puedo,
sin faltar a la verdad, ratificar en todo sentido y despreciar mal que
me pese tales y cuales habladurías, pues, entre las lenguas susodichas,
la mía, sin ser la primera, no es la menos afilada, y mi moral fue en
otro tiempo, que ahora ya me parece lejano, meticulosa y contumaz como
la más estrica.
Quiero
significarle que soy el primero en sentir que nuestro próximo encuentro,
por más que usted aún no lo vaticine, no ha de depararle otra cosa que
daño, cierta sensación de intemperie gris, y un adiós que será más doloso
y fiero cuanto más lo propicie y desee. Sé perfectamente que no soy
un caballero y que, si lo fui, ya no es otro mi tiempo que el de la
ignominia. Ojalá la hubiera conocido a usted en mis años buenos. Probablemente,
si esto hubiera sido así y dentro de unos días a lo sumo, usted no sentiría
tanta nostalgia de la señorita que ahora es ni tanta pena, ni tampoco
yo me viera obligado a tratarla impunemente como el infame canalla en
el que me he convertido.
Dicen
que cuando uno va a morir repasa su vida:
contempla los cuadros que son el mero recuerdo como si fueran las imágenes
de aquel cinematógrafo decimonónico que, crepitando en una pantalla
de lona tendida, ofrecía al público del patio de butacas el pánico doméstico,
maravillado e indemne de una locomotora que, a toda velocidad, se abalanzaba
sobre ellos. Estoy ahora sentado en este bulevar -que en Cádiz llaman
La Isleta- mirando barcos que van y vienen, bajo un cielo gris, apenas
plomizo. Intuyo cuales han ser la pautas de mi asalto y, a la vez, barajo
los hombres que he sido, que no he sido y que no seré, con la leve ternura
de quien remueve la arena con los dedos de la mano y escurre de la piel
algún pequeño cuarzo prendido a una gota de sudor invisible. Soy en
este afán terco como los son las cosas en sus sitios. Es más, no desmaya
mi sentido mientras imagino su cara cuando le abra la puerta, la sonrisa
que usted me ofrece cómplice con una educación que en ese instante la
traiciona, que la entrega a mi mano diligente que la saluda y la aprisiona,
sin usted saberlo, aún sonrojada por la fortaleza de unos dedos que
ya no han de liberarla. Como las dos corrientes que separa la espesa
termoclina de un océano luminiscente, soy ambos a la vez: el hombre
que sobre sí repasa en qué lugar y qué momento procura su génesis el
nuevo ser que tras la catarsis de esta carta habrá de depararle tanto
sufrimiento, y el otro hombre, el canalla inexperto, aún desconocido,
que tiende su urdimbre, consciente y manifiesta, para diluir en ella,
con su consentimiento, su pretendida falsa inocencia.
Son
barcos de carga y de pasaje que se adornan con nombres de mares lejanos
y ciudades que solo imagino envueltas en la bruma y el silencio. Inventario
despacio tanto más los hombres que fui como los hombres que quise ser
y que, por mor de la fortuna, el destino me ha negado. No se bien a
cuales me debo, o por, si habiendo sido los unos, ya los otros hubieron
de devenir en vanos, o cuales de entre todos ellos hubiera yo querido
que usted conociera, que frecuentara, que, si así lo hubiera estimado
su dulce corazón, con delicadeza, amase. Ha de saber que salvo a todos
y cuantos fueron, dentro de mí, hombres que sobre otros tales y anteriores
prevalecieron adicionando su ser al ser encontrado, como un árbol que
sobre el tallo acuna su infancia y suma nuevos y más holgados anillos
frutos de su complacencia explícita y lenta en el transcurrir del tiempo.
Aunque, como ya la dije, eso no ha de importarle. Cuando termine usted
la lectura de esta carta, y es este oportuno momento para apartar sus
ojos de unas letras que tanto han de perjudicarla, ya no tendrá certezas,
no querrá saber, sólo sentirá que me pertenece y que, en el día de nuestro
venidero encuentro, y sólo en este único día, su voluntad no tendrá
otra intención que el cese de mi deseo.
Repaso
en La Isleta los años que he vivido; con parsimonia desbrozo los años
vagos, los años que ofrecen ya sus territorios y sus rostros difuminados
envueltos en paisajes de humo vivo de bar y -presiento, me pesa- de
olvido: apenas si los distingo y califico. El tiempo tiñe de mineral
la memoria: incluso los peores recuerdos, que entonces sufrí y me sufrieron,
son ahora íntimos y leves, cálidos, como marcas en la piel a las que
un amante experto por fin se acostumbra y, en secreto, acecha.
Ha
de saber -porque probablemente continua aún leyendo esta carta a pesar
de mi desvelada advertencia- que tuve los hijos que necesité más que
los que quise, y que son estos y no otros desatinos quienes hurtaron
de mis futuros posibles las promesas y, por ende, la libertad, pues
no es otra cosa ésta que la capacidad de hipotecarnos la conveniencia
mediante un compromiso. No me arrepiento ni de una sola de las mujeres
que amé, que fueron muchas según comparo con relatos de otros caballeros
que aligeraron con estos diretes la custodia de su íntima discreción.
Amé y me amaron, y el desamor fluyó en ambos sentidos siempre lento
y sabio. Quizás me duela, no lo niego, el amor omiso, el perdón infringido,
mas si me aseguraran que no reincidiendo en tales conductas mi yo de
ahora mutase en otro, si volviera a vivir no amaría lo que no amé, y
otra vez perdonaría ahíto de falsa virtud a quien no fue más que la
víctima aleatoria de un joven exagerado. Amo mis vicios con devoción
canónica: son más yo que mis virtudes, pues a mis vicios siempre los
alenté y de flacos defectos construí preciosas arquitecturas que los
siquiatras siempre enciclopedian en su catálogo de perversión y bajas
pasiones; mis virtudes me acompañaron, eficaces como la ropa limpia,
haciéndome sentir -más de una vez- su inmaculada mala gana.
No
es este otro norte del que cual tenga usted que hacer sus cuitas; es
solo mi afán porque sienta usted que el hombre que la arrebata no es
por completo un desconocido, y aunque le recomiendo que no crea todo
cuanto le digo, es más, que crea usted que estas mentiras que me adornan
son por igual confesión y camuflaje, veo prudente y es caridad que este
conocimiento permita a usted hacer sus componendas sobre quien o cual
ha de ser este hombre que la acecha, pues no hay mayor terror que el
debido al odio cuyo motivo se desconoce. Verá pues que mi interés no
es otro que el mero carnal, que no pretendo acongojarla con un ataque
frontal urdido por el hurto o el secuestro, o satisfacer en usted ciertas
brutales sicopatías de las que, por completo, carezco.
Vendrá
a mi encuentro sabiendo qué ha de encontrar; mi aliado secreto, la celada
ya tendida, no es otro que su propio miedo, la renuncia a una pública
naturaleza que, no siendo mala o pecaminosa, tanto la aburre. Sepa que
pasaré por su vida como un huracán o un terremoto, y que cuando todo
haya terminado y la encuentre a usted en este bulevar desde el que la
escribo o en el salón de aquella pastelería que tanto frecuenta, no
obtendrá de mí sino el leve saludo del caballero que no soy y que hasta
ahora tan bien he disimulado. Para los otros nada habrá cambiado. Sólo
usted y yo sabremos que sus temores más ocultos son ahora parte de mi
piel, y que ha llegado hasta mí porque sabe desde el comienzo, aunque
sé que ha de negarlo, que no habría de traicionarla: quizás lo recuerde,
la vi en aquella mesita de mármol apenas distraída por los surcos de
la lluvia sobre el cristal, la mano distendida sobre la mesa, la espalda
levemente reposada, el cabello rizado, sus ojos parsimoniosos que giraban
hacia mí ignorantes aún de mi presencia, el repentino tocamiento, sí,
señorita, tocamiento de ojos que se saben, que se aprenden, que en un
andén batido por la lluvia esperan velando maletas vacías, que después
de un tiempo no cuantificable, apenas se esquivan, muslos tensos, rodillas
cruzadas que se aprietan con un leve movimiento de sus caderas y originan
una sutil vibración en su ingle, rubor y frío de quien se sabe reconocido,
vulnerable a un hombre que descubre el hábil sueño que la pasión pergeña
en su olvido y que, a su vez, se ruboriza, gira sobre sus talones y
recuesta en la barra de la pastelería cuarenta años de trenes que no
llegan, de maletas mojadas y huecas; sé entonces, aunque ninguno de
los dos se mira, que usted no puede disolver como otras veces su pequeño
placer secreto, que el calor persiste y el sueño de ese día se llama
ella y ella besa su vientre con una lengua fina como un rayo de luz
que marca en su piel misteriosos pasajes de tigre, que tendida entre
sus piernas abiertas ha clavado sus largas uñas en su culo y que su
boca desciende y con los dientes muerde el vello y lo levanta con el
dolor preciso para excitarla, sus ojos clavados en los suyos que no
miran, sus ojos que intuyen el ritmo secreto de la humedad que más abajo
aguarda. Apenas sienta que mis ojos la recorren -y no habré de disimular
mi complacencia- sabrá que la abrazaré con fuerza: no se indigne, usted
no opondrá resistencia alguna ni se sentirá molesta, será como un desmayo;
sabe ahora -y entonces no más datará el registro- que al recibo de la
presente ya ha rendido los tenues bastiones en los que ampara su decencia,
y que -lo sabe, no se escandalice- después de esta tanta lectura que
ya le pronostiqué de mal augurio, comparte conmigo un futuro ahora más
cercano, turbio, indecoroso, un día quizás bajo el mar profundo y azul
y espeso de sus más tórridas pesadillas.
Sé
que, cuando todo pase, creerá que su jornada conmigo fue inventada,
que cuando mis brazos la alejen de mí y mi dedo recorra con fuerza sus
labios, separando ambos a la vez y apenas si rozando la dureza de sus
dientes apretados, creerá -y así querrá recordarlo- que esa mujer a
la que lentamente gira mi brazo libre es otra mujer y no usted, que
la penumbra de la habitación en la que se encuentra y a la que ha acudido
sin recordar ahora tal o cual motivo ni el sentido de aquella cita,
o las obligaciones engañosas que la llevaron a tomar tal determinación,
no son sino algún confín de un territorio soñado, quizás en sueños de
niña, quizás en sueños de siestas sudorosas bajo el calor del verano.
Cesa el miedo como el viento, conciso, apresurado; su nuca, levemente
inclinada hacia atrás por la presión de mi mano, reposa en mi pecho,
mis dedos separan ahora ya francamente sus labios y entran en la boca
húmeda, empapándose de calor y silencio, o quizás no, quizás un primer
gemido, quizás un pequeño temblor cuando mi dedo baje por su cuello
y recorra el atlas de su camisa, cuando mi otra mano clave los dedos
en su cadera y la apriete con fuerza, cuando libere lentamente los botones
y roce apenas un pecho, primero, luego el otro, sin que note usted que
mi mano pesa, que es cierta esa piel que roza ahora su piel vedada,
que regresa a su cuello reptando bajo la ropa, que se extiende y aprieta
y ahoga y desea que el mundo cese y también la vida y el calor que desprende
su ingle o que mi lengua roce más profundamente aún el lóbulo de su
oreja y que una voz lejana y opaca y ronca y rota nunca cese de decirle
despacio puta sientes mi polla y más, pero ya no oye porque esa lengua
que la insulta desde un lugar secreto que cree lejano, se hunde ahora
en su oído y sólo el mar y unas olas que rompen tan cerca de su corazón
le esquivan los otros insultos que usted sabe que esa voz susurra, que
usted sabe mientras siente la saliva espesa de ese hombre recorrer cada
pliegue, cada rincón que se estremece aún más cuando al fin el aire
cesa, cuando su garganta se cierra plegada a una fuerza que solo derrota
una rápida ascensión de mi mano otra vez hasta su boca, ahora son dos
y no uno los dedos que meto, hondos hasta el asco, duros como usted
se los imagina. Veo el aliento caliente que se escapa entre sus labios
y beso y muerdo y chupo su cuello empujando aún más su cabeza hacia
atrás. Entro y salgo de su boca lentamente, veo sus pezones despuntar
bajo la ropa, aprieto con fuerza su cadera contra mi ingle y, entonces,
me detengo.
De
todas las sensaciones que muelo y rehago una y otra vez, batiendo aún
más que mi memoria el olvido propio y el ajeno, como un ciego, quizás,
amarga no tanto el amor que me esquiva como sentir que mi propio amor
ya ha cristalizado y apenas si refleja otra luz que las propias luminarias
de aquellos años -entonces no pero ahora- ya fatuas, apenas precisos:
es este amor que ha cesado, como un eco que la montaña no alimenta,
el daño que más hiere.
Sabe
que no la amo y yo sé que no me ama. La soledad nos hace aún más evidentes.
No sabe mi nombre ni podrá buscarlo bajo la última de estas líneas.
Seré todos y cada uno de los hombres que amó y que no la amaron. También
seré aquellos otros que no amó y que teme. Ya le dije, no me conoce.
Yo pretenderé quererla pero en realidad solo persigo el temblor que
sentí en la pastelería, un estremecimiento que me recorre, un laberinto
de domésticas conexiones eléctricas que tensan mi verga, que infla y
aprieta y ya no cesa. Cuando llegue a mí no podrá ver mi rostro, la
penumbra velará al hombre que la abraza. No podrá identificarme cuando
todo pase; seré a la vez nadie o cualquiera. El recuerdo más extenso
carece de detalle. Ahora es solo mi mano que sale de su boca y recoge
su pecho cerrándose con fuerza; entre el pulgar y el índice apenas libre
el pezón que entonces aprieto, lo siento aún mayor y duro y definido,
mi mano izquierda sube por su vientre, sobre su estómago gira con pequeños
movimientos sísmicos, amasa su piel, aplasto ahora ambos pechos y cierro
sobre sus pezones una pinza que tira hacia arriba, que la cuelga de
ellos mientras el dolor es sostenible, que la obliga ha alzarse de puntillas
y luego caer, cuando la suelto y le arranco la camisa y la giro y la
beso bajo el cuello y mi boca busca la suya que lame y, rápidamente,
la empujo fuera de mí mientras veo su cara sorprendida -ahora sus ojos
caen- y mi voz ordena sácate la falda, siéntate sobre la cama. Me desnudo
delante de ti pero tú no me miras, tienes las manos en el regazo y la
mirada oblicua. Me acerco despacio y agarro tu cabeza con ambas manos,
la acerco hasta que tu mejilla roza la punta de mi polla, te empujo
lentamente y tu espalda reposa sobre la cama, tensa como un arco; con
mis rodillas separo las tuyas, me arrodillo delante de ti y beso tu
ombligo, poco a poco el vientre, meto mis manos bajo tu culo y tiro
de las bragas despacio, siento tu olor mientras las deslizo por tus
piernas alzadas sobre mi cabeza, las separo otra vez, beso el interior
de tus muslos, con la lengua desciendo hasta la ingle y noto el calor,
muerdo despacio junto a la vulva y te estremeces, separo tus labios
hinchados y húmedos y busco y encuentro el botoncito que meto en mi
boca, entero, y entonces oigo tu voz, o mejor, el aire que escapa de
tu garganta con un chillido bajito, sostenido, tu voz cierta que se
modula al compás con el que te chupo, la fuerza con la que meto mi lengua
en tu vagina y la hago girar y entrar y salir, y luego desciendo, y
con las manos levanto un poco tu culo, y te giro sobre la cama y mi
lengua se hunde entre tus nalgas buscando el pasaje prohibido, mordiendo
poco y fuerte, perdiéndose en tus músculos que se relajan, que se estiran
sobre la cama, y subo por tu columna y subo en tu cama y aún más separo
tus piernas y entonces entro, apenas con violencia, bien dentro, sintiendo
que doblas las rodillas y levantas los pies, que alzas un poco las caderas
para que llegue aún más dentro, que agarras tus nalgas con las manos
y las separas buscando que el contacto sea aún más íntimo. Fóllame,
dices, fóllame fuerte, y te obligo a ponerte de rodillas con la cabeza
apoyada en la almohada, y cuanto más te doy más tu espalda se arquea
y tus grititos se hacen más agudos; meto mis manos bajo tu cuerpo y
te busco las tetas, pellizco tus pezones hasta hacerte gemir, y el gemido
se hace ronco y lento, agarro tu pelo y tiro hacía mí para alzar tu
cabeza; apoyada en los codos sé que has sido feliz y que crees que todo
ha terminado, pero no es así: saco mi polla y lentamente la voy subiendo
hasta tu culo, sabes lo que va a ocurrir y giras despacio la cabeza
con sorpresa, tienes miedo, no, dices, no lo hagas, hazlo en mi boca,
pero es tarde, otro tirón y te penetro, azoto tus cachas y araño tu
espalda; te traigo hacia mí, no te resistes, cuando tu cabeza toca la
mía la hago girar y meto mi lengua en tu boca, con las manos acaricio
tu coño que está hinchado y húmedo, lo hago despacio, no me muevo; salvo
mis dedos buscando tus pliegues estoy petrificado allí contigo, sintiendo
que poco a poco tu lengua reacciona y tus caderas se mueven, que aprietas
aún más tu culo contra mi polla y tu ingle se abre y mis dedos entran
y te acarician; vibras agitándote cada vez más, gritando en mi boca,
moviendo tu lengua como una loca enroscándose en la mía; de nuevo todo
pasa, salgo de ti despacio, caes como sin vida sobre la cama, te digo
muy bajito date la vuelta y tú lo haces para que yo me suba en tu vientre
y descargue sobre tus pechos. Nos miramos sin apenas vernos, asomados
a una frontera que la penumbra silencia, tocas con tus manos mis piernas
y con la punta de los dedos recoges algo de semen y lo chupas sin dejar
de mirarme, así permanece el aire entre ambos, mezclando la respiración
aún acelerada, sintiendo que el calor construye volutas invisibles en
torno nuestro, que llueve afuera sobre el andén oscuro y que poco a
poco, alrededor de nuestras maletas, un charco opaco y hondo crece crepitando
en la noche.
viernes,
abril 19, 2002