Hay
libros que suenan en la noche como una campana hueca. Si las melodías
evocan a los amantes ciertos o si los aromas hacen aún más evidente
la distancia que los separa o el rumor de su inminente llegada, para
Elsa sus libros eran la memoria íntima y precisa de los hombres que,
hechos de carne o de largos silencios junto a la ventana, habían cruzado
su vida como viajeros perdidos en un país ignoto, pues, tras ellos,
no quedaba mejor retrato o nombre conocido que aquellos títulos que
ahora repasaba (los ojos yertos, las manos sobre el vientre, acostada
junto a Jesús, su marido, que -dormido- bufaba su humanidad cruenta
de amante metódico y satisfecho, oscurecidos ambos -ella y los libros-
en aquella penumbra gris de picor de ingles
y sudor ajeno, huecas las tapas de los otros por el sexo escondido,
impresa bajo cada exlibris la marca triste de su uña que dibuja azul,
o llueve o nunca más, o las otras palabras invisibles que, al final
del amor, cuando ya no era pretendida, siempre fugaz, su dedo arañaba
sobre el papel con el lenguaje secreto de una mujer que sugiere, bajo
los títulos que cualquiera podría leer, esos otros títulos, caligrafiados
con una melancólica certeza, que no eran sino el catálogo de los amantes
entonces ya no tenidos o el registro de la memoria de una soledad -la
suya- casi nunca indemne).
Jesús
tiembla con un chasquido y el olor de su semen, mezclado aún con el
de sus propios jugos, inunda la habitación con una ola hirviente que
ciega su nariz y su entendimiento, sumergiendo aquel amor sin placer,
aquella noche caliente y opaca, en un verano que destila flores muertas
y vaguedades, siempre cruel con los amantes que, tras el amor, no rescata
el sueño. No siente asco. Intenta recordar el paradero de sus bragas,
el de la camiseta; dobla sus piernas y mete las manos entre los muslos;
no moverse, cómo ser piedra, o alma de papel, rendirse al pulso que
late -roto, quebrado como una campana lejana que tañe en la noche- de
La Insoportable Levedad de Ser, allí en el salón, donde no hacen falta
ojos o luminarias, junto a la horrible foto de Isla Mágica, vibrando
con su corazón pequeñito, meciendo la única marca que su uña no imprimió,
la única huella de aquel amante cierto sin nombre que, salvo aquella
noche calurosa y eterna, jamás, hasta entonces, había regresado.
Sonreía
en la oscuridad recordando las páginas pegadas, aquella dureza que,
cuando La Levedad reposaba sobre el escritorio, levantaba las primeras
hojas con una erección alarmante, delatora, y que ella había prevenido
-de una manera paradójica- cargando grandes pesos sobre las tapas. Recordó
el sabor del papel cuando se limpió la boca sobre la dedicatoria, cómo
lamió aquella página mientras él la observaba, su polla aún tiesa, el
color tan amarillo de su semen, la delicadeza con la que él recorrió
sus pómulos con el dedo y la seguridad con la que dejó su huella bajo
el título. Está húmeda aún. Es su ingle que pica, el olor a sexo, sus
muslos mojados. Repasa con un movimiento apenas perceptible la frontera
del vello, poco a poco presiona con la mano todo su coño, y aprieta,
aprieta como él lo había hecho, allí en la librería, sin dejarla gritar,
presa de su mano grande y fuerte, como la de un animal salvaje, perdida
en su olor de bajamar o de espacio abierto, ahogada en una proximidad
que las estanterías de la librería hacían entonces obligada.
No
compra demasiados libros. A Elsa le gusta pasear por las librerías,
reconocer los volúmenes, observar las compras que los otros hacen. Las
tardes de lluvia era preceptiva su visita a la Manuel Machado, cerca
de Sierpes. Tenía un altillo largo, lleno de poesía y libros técnicos.
Desde la barandilla podía verse la calle, la acera mojada, los rostros
ocultos de los viandantes bajo los paraguas y la prisa. Se estira despacio
y otra vez siente aquella humedad leve de ese octubre, con facilidad
rebasa con su dedo el primer pliegue, no quiere moverse, Jesús barrunta
moscas soñadas, Elsa esquiva el manotazo y pliega su propio brazo sobre
el pecho, se busca con parsimonia, aprieta hacia adentro, hacia su corazón,
bien hondo, aguanta el dolor porque en la librería lo había hecho, se
coge todo el pecho y cierra el puño, deja que el pezón se endurezca
aún más entre sus nudillos, que se estire hasta donde es posible como
él hacía con cada uno de ellos un poco antes de morderlos con fiereza.
Fragmentos
de un libro futuro, Valente, sí, fue allí, donde es aún más angosto
el pasaje del altillo, donde la columna apenas si permite el paso, donde
él y Elsa coincidieron mirándose de lejos, él fijamente, serio, ella
esquiva, sin creer que aquello ocurría, que un extraño la miraba con
aquella forma de mirar tan suya, como un escualo, que sin bajar los
ojos de los suyos la hacía sentir que aquellos recorrían su cintura
y sus piernas, que reptaban sobre sus pechos, que hacían vibrar los
rizos de su pelo junto al cuello provocándole un hormigueo extraño,
como un pequeño terremoto, un vértigo que la apartó hacia las estanterías,
que la hizo girar para no ofrecer sus tetas al roce gratuito, que la
apretó contra los libros cuando él pasó tras ella, rozándose despacio,
sin mediar palabra, sin excusar aquella situación ridícula, sin obviar
ninguno de los centímetros de su cuerpo que estrelló contra el de ella
con la impunidad con la que un trasatlántico aborda a un náufrago perdido
en la noche. Elsa giró su cabeza para mirarle, sonreía, balbuceó una
excusa o un ruego, no recordaba, ahora su dedo escuece alrededor del
pequeño chicote de su coño, tensa a lo largo de la cama, camuflando
los espasmos y los golpes que da sobre su sexo, abierto ahora como una
crisálida rota; son pequeños movimientos que pretenden remedar al sueño,
lejos de Jesús, de aquel olor a carne antigua, de aquellas sábanas húmedas
aún del reciente amor, un sueño que es él detenido tras ella, unos labios
que soplan despacio sobre su cara un viento de océano grande, de enormes
distancias, un hombre que no sonríe, que posa su mano en la cadera de
Elsa, y que, lentamente, avanza seguro hacia su ingle, un sueño donde
ella se agarra a la balda del anaquel, donde se defiende de aquella
mano apretándose aún más contra las obras de Neruda, de Guillén, un
sueño que tiene peso, oquedades, dedos que entran y que salen, juegos
que ella complica separando aún más sus labios más secretos, acariciando
los perfiles de su culo hasta que lo sabe sin resistencia, que no hay
más olor que el olor de los libros de aquella estantería, el aliento
de ese hombre que le hunde los labios en la nuca hasta morderla, que
desliza su mano y la aprieta con daño, hasta obligarla a doblarse, a
clavar sus nalgas sobre aquella polla enorme que siente dura y precisa
como un estilete.
Elsa
gira sobre la cama y hunde la boca en la almohada. Apenas gime. Levanta
su culo un poco. No me folló, piensa, y siempre me está follando. Sueña
con aquella polla urgente que le roza el vello, que le hará daño cuando
la penetre, que la abrirá hasta llenarla. No la empujó, ni la invitó
a seguirle. Fue como si una corriente o un viento secreto la arrastrara
detrás de él hasta el final del altillo, más allá de donde el pasillo
tuerce, justo detrás de una estantería móvil de libros de éxito, que
ocultaba la espalda de él a la encargada de la tienda. Era alto, muy
delgado, como un marino, pensó; la aguardaba en aquel rincón mirándola
ahora con avaricia, seguro de que ella le seguiría; apenas con un movimiento
corrió la bragueta de su pantalón vaquero y, sabiendo que ella lo miraba,
sacó su miembro y lo sostuvo en la mano; Elsa se giró, aún es posible
huir, se dijo, correr hacia la puerta y escapar, pero no hay Jesús,
no hay otra patria que aquella cama desecha donde sus dedos buscan la
humedad primera, donde sus labios tiemblan en la oscuridad y ese recuerdo
la hace flotar en el aire como una mota de polvo que baila en la oscuridad
de la alcoba. Era una polla grande, más que larga gruesa, escasa de
nervio, bien formada, que él hacía bailar cansinamente, sin llamarla,
sin decirle Elsa ven, ámame ahora. La memoria pesa pero pesa más el
olvido, o las ganas de olvidar y no tener recuerdos, nacer allí, a los
pies de ese hombre, dejarse llevar por tantos años y caer, junto a él,
como una ola que se derrama, no pensar quien recuerda, quien ve, quien
sabe; Elsa está en cuclillas delante de él con sus rodillas abiertas,
quiere coger aquella polla y metérsela en la boca, besarla despacio,
agarrarse y detener el tiempo: él no la deja, la hace abrir los labios,
roza con la punta de su polla sus comisuras, el arco superior de la
boca, el suave territorio de la barbilla, las colinas de sus pómulos
blancos como el jazmín; Elsa se agarra a sus rodillas sacando la lengua,
esperando que él la meta dentro, bien dentro, que sus labios se abran
hasta donde no es posible, que la asfixia inunde su garganta y que el
aire no tenga lugar, que el apacible asco que aquella polla tan gorda
provocará en su garganta la haga sentirse lejos de allí, de esa noche
calurosa, de aquel húmedo octubre, de cada trozo de su vida que no sean
las pequeñas contracciones que siente en el culo, que no sea el roce
de sus bragas que poco a poco van perdiéndose dentro de la piel.
Él
la penetró como ella soñaba que él haría, de una sola vez, hasta
dentro; sintió que su garganta se abría y que una ola surgía de su corazón
a punto del vómito. Pero él la retiró deprisa, la dejó respirar; con
una mano acariciaba su pelo y lo enredaba entre sus dedos. Otra vez,
y después otra, y más, cada vez más deprisa, igual de hondo; me está
follando la boca, pensó Elsa, pero sentía cada entrada justo en mitad
de la ingle, las paredes de su vagina empezaban a temblar con fuerza.
No hay aire azul, no hay distancia, no hay mañana: quieta, inmóvil delante
de él, recorre su garganta nunca antes como ahora, hasta donde no es
posible, hasta el vello que acaricia sus labios mojados, llena de olor,
llena de aquel líquido que derramó cerca de su corazón, que extendió
en los alrededores de su boca como un dibujante derrama el óleo sobre
un lienzo inmaculado, que recogió con un dedo fibroso y amable y reunió
sobre su lengua; no dijo toma, o ten, o es para ti, lo retiró de una
estantería y le acercó La Levedad de Ser hasta la boca, abierta por
las primeras páginas; Elsa limpió su cara sobre aquellas hojas, su lengua,
el corazón tan blanco, o amarillo, se dijo, es un polvo amarillo; él
la alzó y le quitó el libro, estampó su huella sobre las letras más
mojadas y lo cerró con violencia. Bajaron juntos. Pagó sin mirarla.
En la puerta señaló el cielo nublado. Elsa apretó el libro contra su
pecho y siguió caminando sin mirar atrás, sin saber a dónde, sin sentir
la escasa lluvia que iba oscureciendo su ropa, que la iba difuminando
sobre la acera en su lento regreso a casa, a la cama de Jesús, a aquel
calor de una noche cruel, a aquellas sábanas oliendo a intemperie en
las que sus piernas se relajaban cada vez más, a aquel verano de moscas
falsas e insomnio, a aquella Elsa de siempre otra vez olvidada en la
caliente estantería que siempre sería su cama.