Aquella noche podría ser otra noche cualquiera; una fría vuelta a casa, el viento crudo, agreste y ese intento de lluvia que a veces no llegaba a intento pero se empeñaba en herir su rostro mientras caminaba por el boulevard Montparnasse. Llegó exhausta; utilizó el último aliento para subir los cuarenta y dos escalones que le llevaban a su piso y abrió mecánicamente la puerta. La falta de “Zingaro” hacía que las habitaciones parecieran frías a pesar de la calefacción. Los cristales de las ventanas estaban empañados, le pareció curioso observarlos. Recordó que esto no sucedía desde aquellos tiempos en que el apartamento era de los dos, de Sergei y de ella; aquellos tiempos que se diluían en una lluvia que era y no era, pero que no dejaba de humedecer los otoños de París. Mientras preparaba un café la asaltó una idea: Los cristales se empañaban cuando había personas en casa, está vez notó que los cristales estaban empañados apenas entró. Sintió un chispazo de adrenalina en su cuerpo y reaccionó con precipitación. En un gesto que poco después le pareció inútil y hasta pueril, tomó un cuchillo de la cocina y avanzó por el corredor; abrió la puerta de su alcoba y estaba vacía, lo mismo el cuarto de baño, el escusado y la lavandería; el cuarto de invitados estaba tan solo como el resto de las habitaciones visitadas. Sólo quedaba por revisar el cuarto del fondo, el mismo que no se había abierto desde hace más de un año, el cuarto de donde Sergei solía pasar aquellas tardes de lluvia ligera... -más de un año- Le repitió su mente como una punzada, más de una año desde esa noche de ulular de sirenas y luces destellantes de un azul que sería el color de la melancolía que bebiera los últimos catorce meses... más de un año. La habitación estaba sola, intacta, dolorosamente intacta. El sillón con forro de piel que le regalara la segunda navidad que pasaron juntos, el estante con libros y papeles, el cartel con el anuncio de aquel concierto de Rubinstein al que asistieron juntos, pegado con cinta adhesiva en la pared azul; ella en las gradas, él en el banquillo de tercer violinista... la pipa, el tabaco ahora seco en la bolsa de piel, el mate y la lata azul donde guardaba la yerba... el cuarto azul, los recuerdos azules, los destellos azules y la ventana también azul, profundamente azul y profundamente empañada. Se acercó al cristal y con la manga del jersey quiso limpiar un poco el cristal, se empaño nuevamente al instante; entonces comprendió. Volvió a la sala con el violín en sus manos. Se sentó en sofá, aquel sofá dónde retozara tantas veces ante la presencia de Zingaro, entre las manos de Sergei, en la presencia de los dos únicos seres ante los cuales fue capaz de desnudarse, enteramente, desde el físico hasta el alma. Cerró los ojos y recordó aquellos tiempos en que el departamento era tibio, aun entre destellos azules. Fa mi re sol, la, si, si, mi; la música alejaba el azul de aquel silencio lacerante... re, sol, mi, fa... el violín desprendía calor... sol, la... Al abrir los ojos se encontró con la ausencia del azul, y con la tibieza, con la tibieza casi olvidada, casi oculta en el azul intermitente de cuatrocientos treinta días y cuatrocientas treinta y un noches... re, mi, do, sol... fa... mi. No se dio cuenta cuando se desprendió del jersey, el ambiente era ahora cálido y el contacto con la madera del violín le henchía los poros de la piel. Encontró un pequeño rasguño en el esmalte casi perfecto, lo palpó una y dos veces con la yema del dedo índice y su piel se erizó de la misma manera que se erizaba al recorrer aquella cicatriz en la nuca de Sergei. Abrió los ojos nuevamente y el azul seguía ausente, ahora con todos los colores. Oscuridad total, ni siquiera una chispa indiscreta lograba traspasar los cristales empañados... do, mi, sol... La falda de lana abandonada sobre la madera pulida del suelo, la madera del violín traspirando olor de piel, y la piel indefensa ante dos puntos chispeantes, los ojos gatunos de Zingaro... re, sol, fa, fa mi, fa, sol... Casi desnuda y tibia pasó la mano trémula sobre el arco y este en respuesta le rozó la nuca cuyos pelos se erizaron; ahora nada era tibieza, ahora todo era calor, el puente entre sus piernas jugaba con sus bragas, las cuerdas vibraban... Si, fa, sobre la cara interior de los muslos y sus labios humedecidos por una lengua recién descubierta, reinventada. La cara al techo, las pestañas alzadas al techo invisible y un rictus de placer bordeándole el rostro blanco mientras las manos de violín acariciaban sus pechos y sus recuerdos guardados allende, mucho más atrás de aquella noche de ulular que ya no existía más. Nada existía sino el respirar cálido de la pieza de artillería musical sino los ojos de un Zingaro; fantasma que soltaba una vez más aquel maullido conocido, el mismo que acompañaba cada orgasmo, el mismo sonido casi indiferente, casi aprobatorio... si, si...re. Los cristales seguían empañados y París no dormía porque los sueños nunca duermen.
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