Por aquel entonces yo todavía no había desarrollado la "vocablofagia" hasta mi actual estado terminal. Fíjate que aún conservaba cincuenta y ocho palabras con las cuales más o menos me las arreglaba para chapurrear mis pensamientos y otras necedades análogas. Conté al catalán el mal que me aqueja. Pero claro, no lo comprendió. Yo había bebido demasiado y cometí algunas imprudencias, como largar ejemplos prácticos sobre lo que él no alcanzaba entender. Entonces le animé a pronunciar la palabra más dulce en español. En alarde de ingenio, soltó "azúcar". Pero no bastaba. Debía pronunciar el vocablo con el acento más dulzón, buscar la entonación más adecuada para que la palabra destilara todo el sabor que contenía. El catalán se concentró unos segundos, relajó los maxilares, tensó las cuerdas, la lengua dibujó un movimiento y justo cuando sus labios se disponían a expulsar el sonido, no pudo evitar atrapar la palabra entre los dientes, mordiéndola por la letra del extremo, masticarla, sorberla y engullirla para siempre. Aullidos de placer. Acababa de descubrir que bastaba concentrarse en su término más dulce, con el acento más sabroso, para experimentar el mismo placer sólo alcanzado cuando disolvía un terrón de azúcar en su boca. Las palabras no tan sólo tenían significado como herramientas del lenguaje, sino también reproducían las sensaciones físicas. Tardé bastantes bofetones en devolverle a la triste realidad. Le advertí que ese bien recién adquirido era enfermizo. Acababa de ser contagiado de "vocablofagia irreversible", y en poco tiempo se daría de bruces contra la desesperación del silencio. El hombre que se comía las palabras se burló de mi. Y en un estado de euforia irreprimible se subió sobre las mesas pronunciando azúcar a grito pelado. Mas el vocablo siempre se colapsaba en sus labios, fagocitado sin ser emitido. Entonces el catalán se derretía babeando su dulce placer a borbotones. Insistí en advertirle que semejante dicha resultaría insoportable. Más él se creía inmune. Según bramaba eufórico, él había clasificado 186 tonalidades de gris durante la tempestad mediterránea, y además resistía 38,3 minutos sin estremecerse contemplando las auroras boreales más allá de los Highlands de Escocia. ¿Cómo podían dolerle los excesos de belleza?. Más tarde se calmó y volvió a mi lado. Llamó a la cantinera. "Un café con mucho.....un café con mucho......¡Mierda!...un café con mucho.....". Exacto. No lograba emitir "azúcar". Para entonces la cantinera ya se había cansado y sirvió un café sólo. Café amargo. El hombre contagiado de silencios me lanzo una mirada suplicante. Le devolví resignación y me largué de ahí. Supongo que adivinó que jamás podría volver a pronunciar "café con azúcar". Y que la única forma de recuperar el placer perdido del café dulce sería concentrarse en el sabor y aroma hasta colapsar el vocablo tal como logró hacer con el azúcar. Más entonces ya serían dos las palabras perdidas. Hoy me encuentro en estado terminal. Con el tiempo he precisado colapsar todos los vocablos para recuperar cualquiera de los placeres físicos pretendidos y que ahora sólo alcanzo pronunciando palabras insonoras. Mas perdí el placer del habla. Sólo me queda una palabra: silencio. La única que no he logrado colapsar. Soy un nómada del lenguaje, en busca del silencio absoluto. Un silencio ensordecedor. Quizás cuando lo encuentre lograré colapsarlo y fagocitarlo en mis entrañas. Mi habla perderá el silencio y yo recuperaré todos los sonidos del lenguaje.
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