Recordando
se encontraba el ensimismado interprete, las hasta entonces olvidadas
imágenes de efervescente pubertad. No daba crédito a las
ensoñaciones ¡Qué ágil! ¡Qué despierto!
¡Qué sagaz!
Reconocía el entorno, el ambiente, el atrezo y la luz. No así
las facciones y los gestos de quien vestía su raído pantalón
a cuadros y de quien empuñaba su tirachinas largo de nogal.
Cómo era posible que vocearan su apodo?
A él le llamaban “Chicla” por Elena,
su abuela materna, natural de Chiclana de la Frontera. Una mujerona de
rubios rizos y suave tez canela, a la que decían se parecía.
Nunca la había visto pues ella, a los pocos meses de parir a su
madre, murió de tétanos causado por una peineta de carey.
Lo de Chicla no le gustaba. Y en el sueño gesticuló su incomodidad
con el mismo aspaviento de manos que aún
hoy, a los setenta y tres años, rompía la monotonía
de la sala de televisión cuando oía a los gobernantes lanzar
proclamas a la cámara.
Era él mismo. Rodrigo Olmedo Minas, profesor y primer clarinetista
de la Orquesta Sinfónica Nacional que pronto llevaría su
nombre.
Él mismo a la edad de 9 años.
La certera evidencia de tener los ojos abiertos hacia adentro, mirando
al pasado; la debilitada duda por sentir que aquella circunstancia ya
le había ocurrido; la transparente familiaridad de los rostros
y objetos de aquel bodegón costumbrista; y el nostálgico
ritmo de su metrónomo interno, le abrieron la puerta a la consciencia.
Rodrigo Olmedo, como protagonista de un “remake”, volvía a sentir
que vivía. Y ello, gracias a su demencia, diagnosticada apresuradamente
por su arquetípica senilidad.
Ponga un anciano en su vida: usted mismo.
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