Estaba
sentada al piano como en tantas ocasiones. Las partituras permanecían
en mi cabeza y el atril de la tapa del instrumento permanecía vacío.
Repasaba mentalmente los matices aplicados por el autor y sincronizaba
mis manos sobre aquella amalgama en blanco
y negro. A veces las miraba, parecían tener vida propia pero
sin embargo salían de mi cuerpo. Se tapaban hasta sus inicios con
mi misma camisa y el ruido de los dedos cayendo sobre el teclado, era
el producto de los impulsos de mi cerebro. No eran independientes.
No lo eran.
Aquella tarde me di cuenta de la importancia que tenían para mí.
El salón estaba repleto, se escuchaban algunos carraspeos, el rozar
de brazos y la impaciencia de los oídos. La atmósfera estaba
cargada de esa ansiedad que te hace dar el paso hacia delante y sentarte,
apenas con un saludo, delante de aquel monstruo a domar. Solía
tomar un par de tragos de ron para darle algo sensibilidad a los sonidos
que tenía que arrancar de aquellas teclas y de esta forma tener
el sabor en mi aliento mientras durara la función. Una caída
de manos era suficiente como para acallar al público concentrado,
es una técnica vieja y peliculera que siempre he usado porque de
alguna forma rompes el estadio del caso y a pesar de que aparentemente
aflojas la tensión, lo único que haces es forzarla.
Comencé a jugar con el teclado dejando correr mis zarpas sobre
Gnossienne, Satiè es algo sofisticado que deja a la clientela expectante
de arpegios más armónicos. Estaba tan desconcentrada mientras
ellas tocaban que me dejé caer en un pensamiento forzado: ¿Dónde
ir a cenar después de la actuación?. Estas cosas siempre
me ponen un poco nerviosa por la gente que te acompaña y los millones
de comentarios sobre tu "arte". Realmente me apetecía terminar
pronto y largarme a cualquier bar sola
para poder disfrutar del lejano tumulto y de los cubitos de hielo chocando
contra las paredes de mi copa.
De repente algo me intranquilizó, mi mano izquierda con un gesto
sesgado y amenazante se desprendía de mi muñeca. Casi no
era capaz de controlar lo que estaba viendo cuando segundos después
la derecha se desarticulaba, de la misma forma arrebatadora, fuera de
mi cuerpo. Falta de concentración, pensé, pero no, existía
realmente esa separación. Ellas seguían con su melodía
caminando por el teclado mientras yo intentaba acercarme a ellas por si
en un roce volvieran a pegarse a mi cuerpo, del que nunca debieron separase.
Trabajo inútil.
La postura era extraña y en algún momento tuve miedo de
que alguien del público pudiera darse cuenta de la doble exhibición
a la que estaba asistiendo por el mismo precio de entrada. ¿Había
bebido demasiado ron? ¿Dormí mal la noche pasada? ¿Cuánto
tiempo hace que no tomo drogas? ¿Estaré soñando?.
Millones de preguntas absurdas invadían mi cerebro, pero la realidad
no era otra que aquellas dos haciéndose las listas conmigo y haciendo
su trabajo de siempre pero... ¡Sin jefe!.
Estaba empezando a cansarme de su actitud, las bromas tienen un límite.
Arranqué en partituras mucho más complejas para acelerarlas
en su empeño, quería cansarlas hasta que se dieran cuenta
de que sin mi no eran nada, pero la sensación que recibía
era exactamente la contraria, parecían aún más contentas.
¿Se estaban riendo de mí?.
Seguí forzándolas hasta el agotamiento, ahora empezaba a
verlas casi resbalar sobre las teclas. Por su puesto como no realizaba
ningún esfuerzo, los asistentes se quedaron sin el descanso merecido.
Ahí estaba yo, separada de mis manos y encabezando un programa
con mi nombre en letras mayúsculas. La cosa se alargaba pero con
los estudios de Chopin aprecié que estaban realmente rendidas.
Salían hacia atrás buscando con ansiedad de lo que en un
principio se retiraron sin pena: Mis muñecas. Así volví
a recuperarlas.
El concierto fue un éxito, los aplausos en parte por las manos
y en parte por el entumecimiento de los culos pegados a la silla, duró
varios minutos.
Una vez fuera, en la sala del edificio un hombre se acercó a mí.
- ¡Felicidades!
Le tendí mi mano derecha y observé como ésta volvía
a las andadas. Al mirar la mano de aquel hombre pude ver el espacio entre
la muñeca y su mano, volví mis ojos a los suyos y le escuché
decir:
- Yo también soy pianista, mientras esbozaba una
sonrisa extraña.
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