Para el Ogro del Jardín mil tres Ocurrió una soleada mañana en Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwyll-llantysiliogogogoch. Por motivos que no vienen al caso, mi madre, que estaba embarazadísima, se encontraba en esta hermosa localidad galesa aquella mañana de Septiembre, y yo no tuve otra ocurrencia que nacer, no podía haberme esperado a llegar a suelo patrio para ser español de hecho y derecho, no, tenía que ser Galés por aquello de las naciones pequeñas y oprimidas. Como quiera que yo decidí el momento de nacer, mi madre eligió el lugar, y fuimos al único hospital de la ciudad donde no había médicos libres ni en urgencias, y no porque estuviesen atendiendo heridos de guerra, que este es un país de revoluciones pacíficas, cosa rara, sino por un brote de tuberculosis que puso a la población en alerta y llenó las iglesias, que en esta ciudad son multitud, de velas. Así que me atendió una rolliza y liberal comadrona brasileña llamada Esperança Quiçoes do Espirito Santo, que nada más ver a mi madre dijo: "haremos un parto moderno", enigmáticas palabras que no hicieron sino amedrentar a mi ya de por sí asustada madre. La comadrona bajó las luces, para mayor preocupación de mi madre, que andaba maldiciendo para adentro a Gales y a los galeses, y para afuera cambiaba las maldiciones por gritos entrecortados, que no era cuestión de enfadar a aquella enfermera medio loca. Fuera, un acordeón y la gruesa voz de un barítono local atacaban (literalmente) piezas folklóricas celtas. La situación era tan rocambolesca, que mi madre ni siquiera se sorprendió, ocupada en contracciones y en controlar la respiración, de que la comadrona abandonase la habitación. Cuando volvió, la orquesta sinfónica de Viena (juro y perjuro que es verdad) atacaba (ya no tan literalmente) en los altavoces de la sala de partos una pieza que después no he conocido, pero que imagino en el paso del tiempo.Las trompas iniciaban el primer movimiento suavemente, arropadas por el resto de la parte de viento; el in crescendo se hacía latente a medida que la desesperación y los gritos de mi madre también crecían, el coro se unía a la percusión y acababa ensombreciendo al resto de la orquesta en la estrofa principal. Mi madre grita, la comadrona intenta tranquilizarla en un inglés con mucho acento que consigue el efecto contrario; se nos ha unido una enfermera joven que se dirigía a comer, más atraída por la música que por la posibilidad de traerme al mundo. Los instrumentos se callan. El director mantiene las manos en alto para que el coro apure hasta el final sus cuerdas vocales. mi madre sigue gimiendo, el coro está dando un "do" altísimo, los tímpanos vibran a punto de romperse, los cristales de las ventanas tiemblan, aullando, la comadrona intenta calmarla con palabras de ánimo que ella, claro, no entiende. El público está a punto de marcharse en tal de no quedarse sordo... el director hace un gesto seco, y un silencio atronador invade el palacio de la música y de paso la sala de partos. Ahora es el turno de la flauta. ¿Dónde está la flauta? ¿dónde está el flautista? Mi madre aprieta los dientes en una especie de esfuerzo final, porque como aquello no se acabase pronto ella se daba por vencida. La comadrona contiene la respiración y ni siquiera nota el sudor que le baja por la frente. ¿Dónde está la flauta, dónde el flautista? La otra enfermera observa la escena sin saber qué hacer, con un nudo en el estómago por culpa del repentino e inesperado silencio. Se está haciendo demasiado largo este silencio, y el flautista no puede aguantar más, la boquilla entre los labios, los dedos en tensión sobre el instrumento, el sudor que no nota bajando por la frente, pero el director parece haberse olvidado de él, de su solo, de su momento de gloria, porque no mueve ni un músculo. Ha nacido una criatura. He nacido y soy galés. La comadrona me ha sacado de las entrañas de mi madre y ahora me tiene entre sus brazos; ha sido un parto extraño, casi dulce… este niño no ha llorado, pero está vivo. No me molesté en llorar. Cuando me dieron a sombra, no a luz porque como sabemos o imaginamos la habitación está en penumbra, no lloré, quizá porque no me di cuenta de a qué clase de mundo me estaban arrojando, envuelto en silencio y oscuridad. Suavemente me depositan en el vientre de mi madre, es la señal convenida, el director hace un gesto condescendiente, y la flauta suena aliviada ella sola y tan pequeña en un mar de instrumentos. Es lo primero que oyeron mis oídos: un solo de flauta que parece estar diciendo ¡ha sido galés! ¡ha sido galés! hubiese sido un colofón surrealista perfecto ¡ha sido galés!, pero la comadrona no dijo eso, simplemente le indicó a mi madre que yo había sido y soy niño, que al fin y al cabo es lo que se esperaba de ella. Después encendió las luces, y ahí si rompí a llorar, que al fin y al cabo era lo que se esperaba de mí, aunque quiero pensar que lloré porque la flauta ya se estaba ahogando en el fragor de la orquesta, y nada más nacer ya estaba empezando a quedarme solo. Así me lo contaron. Y yo, tonto de mí, me lo creí todo.
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