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Acabábamos de despertar. Nos habíamos encontrado el día con el desayuno de besos y caricias y algunas otras cosas que no tienen cabida en este escrito. Ella se levantó a preparar el ritual de cada mañana, el café, mientras recogía la camiseta del suelo y se abrigaba los pechos. No recuerdo si llevaba el culo al aire porque su silueta, casi divina, ocupaba el centro de atención de mis pupilas. Escuchaba el trasteo de los vasos en la cocina, desde la cama, cuando sonó el timbre de la puerta. Driiinnng Entró en la habitación mirándome, yo seguía en la cama plácidamente. Ahora contemplaba la excitación de sus pezones detrás de la camiseta y me perdía en el recuerdo de las caricias durante la oscuridad. Empezaba a desearla de nuevo, pero el timbre volvió a sonar de manera menos paciente. Driiiiiiiiiiiinnnnnng, driiiiiiiiiiiinnnnnng El sonido se coló por dentro de la almohada, sobre las sábanas, entre las colillas mezcladas del cenicero; caminó de esquina a esquina de la habitación y llegó a los oídos de ella. Se giró y con rapidez abrió la puerta sin reparar en sus piernas desnudas. Una sonrisa invadía su cara que se volvía hacia mí pronunciando un: - They’re the guys for the window... Yo me quedé más o menos como estaba, incluso me coloqué mejor sobre el colchón para recibir a no sé quién. Cuando no entiendes lo que te dicen porque el idioma que usan no es el que usas a esas horas y menos desde la cama, puedes imaginar lo que quieras, así que yo me imaginé al cartero, un señor rechoncho y acartonado que portaba en su mano derecha, mal cuidada, un certificado. No, no era el cartero. Mientras ella se enfundaba un pantalón de chándal y mientras mi ojo izquierdo no la perdía de vista, el derecho captó la imagen de dos hombres. Uno de ellos pasó directamente de la puerta de entrada hasta la habitación en obras, engullido por el pasillo; el otro, un tipo con pelo canoso y pinta de bohemio entró más detenidamente. Miraba, no miraba y remiraba hacia la habitación, intentando ver o no ver pero sin perderse nada, indeciso entre hablar o callar, sonreír o tragar saliva. Levantaba la cabeza y la volvía a agachar ¿miro, no miro?, las manos quietas y a la vez arqueándose intentando forzar un ademán parecido al de un saludo. La incomodidad le duró el tiempo justo en el que yo sacaba mis brazos sobre la nórdica. Después fue absorbido, como su compañero, en la garganta del corredor sin palabra alguna. Ella se adentró en el esófago tras ellos y yo me quedé sola con mis carcajadas. Quería que ella volviera para compartir las risas y tener su impresión del momento. Cuando entró de nuevo en la habitación y para rematar el contagio de risotadas, me contó sus palabras con el hombre indeciso: - ¡Imagínate, quería entrar en el cuarto para cambiarse!. Le dije que no, rotundamente, y ni siquiera se dio cuenta de lo absurdo de su solicitud. Una lástima, porque es espectáculo hubiera sido soberbio. Estuvimos hablando un rato, y entre risas, me explicó que eran los obreros que venían a rematar la cerradura de la ventana, que supuestamente tendrían que haber avisado por teléfono antes de presentarse en la casa. Siguió diciendo que ni era la primera ni la última vez que se encontrarían con un panorama difícil de digerir, sobre todo para el canoso. Es verdad que los obreros están curados de espanto, pero imagino que nuestro descaro y las risas aisladas serán comentario entre ellos durante algunas horas, como lo han sido para nosotras. Aunque sinceramente, creo que lo peor de asimilar fue nuestra soberbia tranquilidad. Cuando se fueron, creo que lo hicimos con la ventana abierta.
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