Recogió
todas sus cosas con cuidado: El cepillo de dientes y la pasta; los calcetines
sucios y la camiseta; el tabaco y aquel mechero arlequín. Si
miraba bien, su presencia tan sólo permanecía en mi memoria
y en pequeños detalles materiales, pero en realidad había
dejado parte de ella en las sábanas compartidas durante aquel fin
de semana. Ahí recorrí durante horas sus formas, ahí devoré su sexo, ahí mi sudor está unido al suyo, ahí huele a su saliva, ahí y en mí. Ahí siempre. Seguía su rastro sobre las ropas cuando de pronto la sábana superior decidió llevarme de nuevo a la realidad, la muy traviesa se había deslizado sigilosamente hasta el suave refugio de mis piernas. Intenté tirar de ella hacia arriba para proteger aquel perfume del aire, pero tercamente estaba enganchada bajo el peso del colchón: Se escondía de mí. Me incorporé para luchar con fuerza ante aquella situación que me alejaba de la impronta de mi amada. Una vez sentada sobre la cama, las florecitas empezaron a confundir todo el olor con sus matices ajazminados. Pura provocación desde la magnitud del baluarte de mi pasión. Entre tanto era el lienzo inferior, humilde custodio de todas las fragancias, el que se resistía a mi búsqueda de esencias entre sus hilos. Se retorcía más y más y dejaba dentro de si todos mis descubrimientos. En sus dobleces quedaban atrapadas las caricias y goteos de nuestro cuerpo en una confusa amalgama imposible de desdoblar. No
quería resignarme así que me agarré con fuerza a
aquellos nudos cada vez más grandes y enroscados. Sábanas
unidas y desligadas de mi y de mi fetichismo. ¡Rebelión absurda!
¡Hoy
tampoco cambiaré las sábanas!
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