Silenciosa
como una Esfinge, Ella
mantenía la mirada perdida en algún
lugar entre el microcosmos de las Ramblas y la lejana tierra de Antofagasta.
Empeñada en no mover un sólo músculo, respirando,
Dios sabe cómo, alimentándose del aire y de las miradas
de los demás como nutriente, con el rictus invariable de las estatuas
de sal. Su presencia imponía el tipo de respeto reverencial que
suele producir la sola contemplación de algo turbador. Ella lo
sabia y lo explotaba como una parte más del espectáculo
que ofrecía. Él, no podía estarse quieto sin morir en el empeño. Venía de un largo viaje a lo más profundo de la desesperación humana; su turbia mirada de cuatrero en celo fluctuaba desde el gran Machu Pichu hasta la estoicidad de aquella estatua, sin solución de continuidad. Sus ropas, hechas harapos, eran la confirmación más evidente de su fracaso en la vida, cosa que le contradecía su placida sonrisa de educado facineroso. En sus pasos no se advertía más soberbia que la de querer vivir el momento sin importar otra cosa. En su mirada, un deje de melancolía perlaba los párpados y los hacía impermeables al escrutinio. Como
otros transeúntes, se quedó prendado al verla. Sabía
lo de las estatuas pero nunca les dio demasiada importancia, siempre que
paseaba por allí les echaba un vistazo, como quien esta acostumbrado
a ver algo cotidiano, y seguía a sus cosas. Esta vez iba de camino
a la Boqueria para hacer algunas compras, pero se quedó observándola
largo rato. En todo ese tiempo la estatua no había movido ni un
músculo, ni siquiera pestañeaba. En un momento que se quedaron
solos, movió la mano junto a sus ojos. La estatua siguió
impertérrita y él, un poco mosca, alargó el brazo
y con la mano le tocó el hombro. Sin duda debajo del vestido latía
la tibia carne, pero aún seguía
sin dar señales de vida. Puso una moneda de cien en el canastito
que tenía bajo la tarima y se marchó calle abajo. Al rato
volvió sobre sus pasos; ella seguía igual que cuando la
dejó, su mirada no se había movido ni un ápice. Entonces
se puso a hacerle cosquillas bajo su brazo extendido. Así fue cómo se conocieron. Cada día, se acercaba para verla un rato, le dejaba una moneda de cien y se iba por donde había venido. Hasta que en una ocasión ella le habló, iniciando entonces una fluida relación de amistad. Él se fue enterando de su azarosa vida y de que no todo era oro y plata lo que relucía en aquella apariencia de Arlequín, sino que detrás de su triste figura se escondía una frágil personalidad. Ella
supo al primer golpe de vista, que aquel tipo tenía sobre sus espaldas
más guerras por ganar, más perdidas y más historias
que contar, que pelos en el bigote. Pero le cayó simpático.
Tanto así, que al final dejó que su sonrisa de piratilla
de agua dulce y su picajosa barba de dos semanas, le dieran los buenos
días y le susurraran las malas noches.
|