«
[...] Los implicados fueron capturados al norte de Morazán, cuando
intentaban cruzar la frontera con Honduras. De ser declarados culpables
podrían enfrentar la pena máxima.»
El
Vespertino, 30 de diciembre.
María Ceferina Caledonio había cumplido treintisiete años la víspera del día de reyes, virgen y pura como al nacer, y era José Esculapio Lara su sombra desde hacía quince. La seguía a donde fuera, implorando como perro necesitado los besos que la ingrata le negaba con desdén. La gente se burlaba, pero el amartelado no cejaba en su empecinamiento. Un día de tantos, la Cefe le confesó que por promesa hecha a su madre antes de palmar, no podía ni siquiera pensar en encariñarse de hombre alguno, y que quien velaba por que el compromiso se cumpliese era su tía Tremebunda. Esculapio no durmió más y el suicidio le acosaba a cada instante. En
la vela del decimosexto aniversario de acoso, tía Treme escuchó
ruidos en el patio de la casa, «los chanchos deben estar retozando»,
se imaginó. «¡Qué putas!», era Esculapio
el que estaba colgado del palo de icacos y no soportaba el gran mecate
que se había amarrado al cuello. «¡Que hacés
criatura, por Dios!», exclamó la tía Treme tremendamente
obnubilada. «Me quiero matar, tía», le contestó
Escu escurriendo excremento por todos lados. La
primera noche, cuando ya hubo controlado su diarrea, Esculapio tocó
a la puerta a las siete y dos minutos. En su haragana de aluminio y
lona, la tía Treme tejía un cubrecama verde musgo, mientras
a su derecha Ceferina le daba pasteles de chucho en su boca. «Ya
viene este inepto... dale la palangana con los pasteles y el rollo de
lana... idiota» Y comenzó a contar historias de tiempos
pretéritos. Por enésima vez relataba delante de su
sobrina el constante acoso de los galanes de su época (en cuenta
el presidente Absalón Jeremías) y lo delgada y liviana
que era. «Antes no me llamaban Tremebunda, ¿saben?, me
decían princesa», relataba con la ilusión de antaño
dibujada en su cara de luna llena. «Nombre de chucha faldera le
pusieron a esta vieja puta», pensaba Escu escudado en su cara
de tonto. «Y no lo van a creer, par de insulsos, pero gané
por siete años consecutivos el reinado de las fiestas de la virgen»,
comentó la bola tejedora con alegría decimonónica.
«De la fiesta de las brujas quizás», volvió
a pensar Esculapio con saña furtiva. Entre verdades y mentiras, las noches que siguieron no cambiaron de tono. Una de ellas reseñó lo de la feria, cuando se mataron cinco hombres por su amor. Otra, de cómo venían gobernantes de tierras lejanas a pedir su mano. Otras tantas, de las fiestas que en su honor celebraban los diferentes dictadores en el cuartel El Níspero; y muchas más de cómo el comandante de los insurrectos la mandó a secuestrar para pedir la libertad de los prisioneros de guerra y de cómo el faccioso se enamoró de su finura y encanto durante el cautiverio. Escu, escupiendo por poquito, se imaginaba lo pendejo que era el pobre caudillo y se sintió conforme, pues se consideraba menos tonto de lo que siempre le habían insinuado. Cinco
meses de amor distanciado lo tenían agobiado, y como no quería
serle infiel a su amada, inventaba sus intimidades cada noche
y vaciaba en la oscuridad sus deseos testiculares. En una de esas velas
atolondradas, se le vino por fin la idea que rompería con el
impedimento; preparó las condiciones y la víspera de Navidad
se presentó a la casa de su platónico amor con un cargamento
de pasteles de chucho traídos desde Santa Ana, especialmente
para doña Treme. La
venida fue puntual. En perfecta sincronía bramaron con delicia.
Escu escupió como una fuente haciendo intentos vanos por
abrazar la cintura de su amante; en tanto la orca de tierra firme, emanaba
torrentes de su glutinosa pasión. Llegó el sociego. Ninguno
de los dos recordaba a nadie más. Exhaustos, durmieron durante
una hora, dos, o mucho más. Los primeros gallos se escuchaban
lejanos, al tiempo que en la calle, los últimos borrachines conversaban
con las paredes. José Esculapio Lara no dijo nada. Después del concúbito de nochebuena la vida le había cambiado. Más de quince platónicos años no habían dejado huella y sólo le interesaba escapar con su amante, al fin y al cabo se estaba convenciendo de que el amor no nacía de miradas, ni de pureza, ni de bondad. Se estaba dando cuenta también de que las esperanzas llenan... pero no sustentan.
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