No
sabía cómo había subido. No le importó. Culebrillas
de luz chasqueaban sus cuerpos eléctricos en un mar negro. A su
derecha, la luz se colgaba de una luna redonda, casi esférica,
como un gran balón de fútbol repleto de esas culebrillas
que se iban perdiendo, dormilonas, tras una sierra azabache. La brisa
de levante batía copas y mecía la hojarasca, cargando el
aire del aroma de cipreses y pinos que su abuelo plantó de joven.
Sentado en el tejado, junto a la chimenea, enhollinados los bajos
de los pantalones, Juan asía con las dos manos una humeante taza;
saboreó a borbotones un café dulce como el chocolate, que
era el sabor más fuerte que le habían permitido beber. Se
rascó el incipiente vello del mentón, una fila de inquietas
hormigas. Aquel era su día, se dijo,
convenciéndose de que aquella luz misteriosa, el foco que dios
había colocado para deleite del mundo, hoy, y por primera vez,
lo enfocaba tan sólo a él. Extendió alas de cartón
atadas con cinturones a sus brazos. La brisa le impelía los mechones
trigueños. Era la hora, se dijo gravemente. Batió con todas
sus fuerzas aquellas alas construidas con sus propias manos. Olía
la salvia de la hierba sesgada por su padre aquella tarde. Las tejas claqueaban,
hasta que no las notó bajo sus pies.
Todo era luz. Una luz lechosa que lo inundaba, como si se ahogara en un
mar de luz luna.
El
silbido de la cafetera. El hervor de la leche. El aroma de las tostadas
y del chocolate. Marta abrió las ventanas y dispuso el desayuno
en la mesa. Llamó a su marido y a su hijo. Una voz varonil respondió
desde el lavabo. Como de costumbre, gritó a intervalos el nombre
del niño. Como de costumbre, los tacones de Marta tuvieron que
aldabear los peldaños de madera. Los goznes chirriaron, cansados.
Susurró el nombre de su hijo. La luna se colgaba por la ventana.
Todo era claridad en la habitación.
La diafanidad de lo natural arrinconaba los muebles tras la cortina de
luz.
Dormía. El rostro de Juan: la boca fresca, los pómulos anaranjados,
el brillo de su piel, y la fila de hormigas en su mentón, resbalaba
por un rayo de luz de luna. «¿En qué soñaría?»,
se preguntaba su madre sonriendo.
No sabía por qué ni cómo había sucedido o
si alguna vez había sido diferente a hoy, pero en aquel instante,
la sonrisa se desgrano en un rictus de miedo. Bajo aquella luz de luna,
Marta supo que su hijo ya no era un niño, y lloró.
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