La
mañana se presentaba con nubes, cuando el hombre salió a
la calle.
Un bastón en su mano, apoyo para el camino del tiempo. Y de pronto,
como siempre por las mañanas, los años se le aparecían
en forma de un dolor aquí, una bruma allá, un desconcierto
ante una palabra cotidiana...
El pelo gris, aunque cubría casi toda su cabeza grande, de rasgos
exagerados, los dientes aún casi fuera de su boca, los achinados
ojos más rasgados todavía ante la misma luz.
Alto como los isleños aborígenes, pese a la curva de la
espalda, y con las piernas ya tan arqueadas, que cabría entre ellas
el nieto de ocho años que no tenía... Manuel, hijo de la
dueña del bar que más frecuentaba en el borde de la playa.
Pese a las nubes, ningún otro signo había en el ambiente
que pudiera decirle "algo", pues los vientos movían las
hojas de los árboles como siempre, la variada fauna avícola
trinaba sin descanso, los coches seguían su camino sin pausa...
Pero él no dejaba de tropezar con su bastón; y, como la
vista le fallara, la sensación de "inútil, inútil"
--como se decía-- lo ponía en situación cada vez
más tensa.
Al fin, decidió sentarse debajo de una palmera, y mirar el mar,
si acaso pudiera verlo...
Entonces se acercó una muchachita hindú de apenas once años,
y, sentada frente a él bajo la misma palmera, comenzó a
hilar una letanía de nombres que parecía, más bien,
un idioma extraño, incomprensible...
Pero el anciano conocía muy bien el idioma de sus vecinos indios,
así que interpretaba correctamente las palabras de la niña.
Esta, cuando al fin terminó su arenga, lo miró fijamente,
con los hermosos ojos hondos de los de su pueblo, sin decir una palabra...
Y el anciano, que no podía verla bien, comenzó a llorar
desconsolado.
Entonces la niña se levantó y se fue detrás de otro
anciano que se hallaba varado delante de un barquito
anclado en el muelle... Este no llevaba bastón, y su porte era
aún el de un isleño elegante y joven, pese a los setenta
y cinco años que llevaba encima.
Y la niña dijo las mismas palabras, iguales nombres de seres de
su pueblo.
Durante aquella mañana, varios hombres se vieron asediados, todos
ancianos, todos nativos de la isla, todos sensibles hasta el punto de
llorar sin descanso durante horas...
Y se produjo un deseo incomprensible de viaje por su parte, que sorprendió
en la Comandancia de Marina... Diez ancianos que vivían solos,
querían marcharse a la India para dejar su lugar a diez personas
de aquel país, de modo que estas adquirieran sus nombres, sus propiedades,
y hasta su pensión de jubilados, pues el intercambio había
de ser, y así lo decía uno tras otro, de sus vidas legales
en su totalidad presente.
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