..."Brumas
marinas esquinas del sueño... El
recorrido era tedioso, y nadie parecía tener deseos de conversar.
Llevábamos entre los cinco, una plancha de acero de 12 toneladas
para hacer un barco. ¡La puta!, para ser un sueño, el asuntillo éste llevaba demasiado trabajo. No era que me molestara cargar junto a cuatro amigos las doce toneladas, pero no quería ver ochenta veces repetida la misma escena fastidiosa, las mismas vueltas del camino, y el cansancio (no-físico) de recorrer los 20 minutos de ida y los veinte de regreso; ¡ochenta veces! No sé cómo ocurrió pero, al darme cuenta, ya estábamos soldando, sellando y poniendo remaches. Las planchas dobladas ya casi tenían forma de nave. Luego lo pintamos y, la verdad, nada tenía que envidiarle a ningún transatlántico. Tendría unos veinte a veinticinco metros desde la popa a la proa, y 4 pisos de piezas y cabinas que nadie usaba. El barco era nuestro, todo nuestro; tenía el casco negro y la cubierta blanca, muy blanca. Miré
cerro abajo; llegar al mar tomaría
diez minutos en carro o media hora a tranco ligero y siguiendo el atajo,
y eso, considerando que la bajada era pronunciada. Luego ¿Cómo
rayos lo pondríamos a flote sin un muelle y los permisos? Y supongo
que más de algún derecho habría que pagar por el
puerto, por la estadía, por navegar... ¡diablos!: el sueño
se hacía real a instantes. Roy era gringo, pero hablaba un español fluído, con palabrotas y todo... tanto así, que nadie sabía que era gringo. Era el típico "lo sé todo, chico"; un tipo de barba y pelo rubio, con cara de nada y respuestas para todo. ¡Y cómo no!, lo he visto en la televisión hace unas semanas: era un delincuente que trataba de rehabilitarse, pero no podía, y al final lo había matado otro tipo con facha de latino (o sea, uno de esos mal alimentados y venido a menos, bajito, drogadicto y con el pelo oscuro y tieso). Recuerdo que me impresionó mucho cuando, de ladrón de poca monta, se dedicó a pintar paredes para sobrevivir: bienvenido al maldito mundo laboral Roy... rayos... él no estaba hecho para eso... era mejor atracar una bencinera, un supermercado o qué sé yo. Cuando dejó de hacerlo, algo en mí se puso triste. Joder, Roy había muerto al final, y en el ferri le había dicho a su único hijo que él si tendría una oportunidad de hacer las cosas bien, que él podría tener una vida de verdad. Joder Roy, ¿por qué me cagaste la película con esa moraleja? No, no... definitivamente había sido un error del guionista. Tenías que morir, eso estaba claro, pero no haciendo discursos idiotas. ¿De qué te arrepentías, pues? Quizá
por eso, Roy, aún tenía esa apariencia retraída y
había entrado de contrabando en mi sueño. Será,
será..., me rasqué la cabeza tratando de imaginar cómo
rayos iba a moverse un mostruo de 500 toneladas a empujones. El
barco se desplazaba de bajada, con suavidad. Roy conducía a duras
penas por las curvas cerradas y algunas breves subidas. No debíamos
perder el impulso inicial que nos llevaba a un ritmo disparejo; en las
pendientes teníamos que correr tras la embarcación entre
alaridos y angustia, temiendo que se nos escapara para siempre de las
manos, o bien, si era de subida, empujábamos con toda el alma,
rezando para que no se detuviera en pleno ascenso y nos aplastara. Subí
alegremente fatigado, mientras la quilla rompía la última
barrera: un pedazo de carretera con seis pistas de concreto y gruesos
pilares que la sostenían y nos anclaban al último vestigio
de la realidad... sí, de concreto... lo concreto hecho trizas.
Un remezón, algo de miedo... y luego el mar, el mar... Miré
hacia atrás: mis amigos se habían quedado allá en
la orilla, haciendo señas y deseándome suerte.
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