El doctor Sáez me ha dicho que no haga caso al ladrido de los perros ni a la puerta blanca que cuando todo oscurece semeja la entrada al paraíso. Sin embargo, esos son detalles insignificantes. Lo maravilloso ocurre cuando se ha cruzado el umbral. Sáez nada sabe de eso. Él se entretiene dando pequeñas instrucciones que disfruta aún más cuando no se cumplen. "Usted no ha hecho caso de mis instrucciones", dice, y vuelve a escribir en una hoja que lleva su nombre las mismas palabras de la semana anterior. Pero el umbral está allí, a dos pasos del instructivo que se deja en la mesita de noche junto al "inevitable crucifijo". Cuando regreso tarde de lo de Sáez y veo las cartas me digo que lo mejor es contestarlas, dar alguna señal. Melita me lo dice a cada rato. Melita me acaricia el cabello y me dice que lo mejor es responder, pero prefiero el silencio y el umbral. Porque en verdad - y esto Sáez nunca lo comprenderá - hay voces que se confunden con las de Melita y su radio que anuncia concursos con carritos de mercadería. Allí, delante - nunca detrás- hay un paraíso y yo tengo un umbral con medidas exactas para que mi cuerpo lo atraviese. Y Sáez - Melita no lo sabe- tiene una mujer perfecta cuyos ojos son el mismo umbral y atravesarlos sería una tentativa que me daría valor para traspasar el segundo, ése que desde dentro de sus ojos reflejan mi espera. Naturalmente, todo esto no es cierto. Pero lo hermoso no radica en la certeza infundada de lo que nunca ha sucedido, sino en lo que no ha sucedido y está a punto de ocurrir.
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