Era un olmo, viejo y deforme, descansaba sobre la erosión de la ribera del lago Bretons. El jinete no tardó en llegar. El batir de cascos de su caballo se acentuaba a medida que este se acercaba. Cuando el hombre vio el árbol que crecía en medio del camino al bajar la colina vertiginosamente, le dio un vuelco el corazón; tuvo que tirar lo más fuerte que pudo de las riendas de su montura para evitar el choque frontal. El caballo relinchó en señal de protesta, torciendo el cuello hacia atrás e inmovilizando sus poderosas patas que levantaron nubes de polvo y graba al derrapar estas sobre el suelo. El gran olmo, torcido hacia el norte, parecía estar mirándole de soslayo, y el hombre se estremeció por ello. Sus raíces asomaban entre el barro como una maraña de cabellos sucios, y la corteza de su tronco era de un color rojizo. Era un olmo, solo y adusto, guardián de la laguna, había surgido de entre las tierras (como un maldito zombi) para interceptarle el paso, y el hombre sonrió ante tal pensamiento. Llevó su mano izquierda al costado, y la sonrisa se transformó en una mueca de dolor y agonía. Bajose de su corcel con gran trabajo y dificultad. Anduvo seis o siete pasos hasta caer al lado del árbol, suspiró y se echó contra su tronco. Desde allí podía ver el camino por donde había venido. Su mano izquierda se aferró al muñón que antes era su brazo derecho, el dolor estalló arrancándole lágrimas y gemidos. Miró hacia el cielo del sur, y allá a lo lejos, entre las nubes purpúreas, teñidas por el crepúsculo invernal, vio las formas aladas que lo perseguían desde el campo de batalla, los dragones rojos. Cerró los ojos y comprendió que el final, su final se aproximaba surcando los cielos, (el muñón gritó de nuevo otra sacudida de dolor) por unos momentos recordó la estupidez de enfrentarse solo ante un enorme dragón. Pero la mitad de su ejército había sido aniquilado y pocos eran los hombres que quedaban disponibles para el combate. Aun recordaba el fragor de la batalla en esos momentos; alaridos humanos, rugidos monstruosos, sonidos agudos de los proyectiles lanzados desde las catapultas y el sinigual fragor de las llamas que arrojaban los dragones desde los cielos. Aun recordaba el viento ardiente que jugaba con sus largos cabellos, y cuando se vio rodeado de fuego, gritando con furia el nombre de su deidad, blandiendo la espada de su padre y sujetando un escudo metálico con el brazo derecho. El ciclópeo dragón abrió más sus fauces y soltó su ardiente aliento. Él retrocedió, levantando el escudo para protegerse, y las llamas alcanzaron su objetivo. El escudo no aguantó lo suficiente ante el calor de las llamas, y se fundió como el hielo en una brasa. Su brazo, fue también alcanzado por el fuego que atravesó su escudo y ardió como un leño en el hogar, se partió al caer al suelo, transformado en cenizas. Abrió los ojos y los observó con claridad, eran seis, y venían a por él. Se apoyó en el árbol para levantarse, azotó a su caballo para que se fuera, y desenfundó su espada. Las ramas del viejo olmo se mecieron con suavidad, las estelas plateadas del lago Bretons seguían su habitual curso a deriva. Los pajaros habían dejado de cantar y el silencio hizo acto de presencia. Levantó su espada y besó la hoja de acero forjada en el reino de Osguld, juró que no moriría sin luchar, lo juró por su dios y trazó una linea en el suelo con ella.
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