Eran las tres de la tarde y nadie venía a recogerme, no me preguntaba por qué, miraba fijamente la puerta gris grande del colegio, toda majestuosa, por fuera tenía una aldaba que era un león, y yo le temía a la aldaba, pero era eso lo que menos importaba, por esa puerta no aparecía nadie, nadie la tocaba, el timbre no se pronunciaba, nadie ponía fin a mi espera y yo practicaba mi intolerancia, odiando con fuerza la espera y la soledad. Miraba mi uniforme de rayitas blancas y negras que conformaban un profundo y horroroso gris de pacotila. Tan feo, con sus desagradables botones. -Tengo una obsesión por el color-. No quiero recordar los eternos e insoportables grises de mi niñez. Gris claro. Gris Oscuro. Gris tierra. Gris matiz. Gris aguado. Gris ténue. Gris violetáceo. Gris. Odio a Gris. Yo, sentada sobre el sillón rojo brillante, resbaloso, y demasiado grande en definitiva, para mi diminuta figura fulgurante desde sus principios. Mis ojos perpetraban a los sonidos de los pasos lejanos de entes que caminaban sobre los pisos de madera del colegio. Qué soledad. Era delicioso e interminable aquel silencio, sobre todo porque se observaban los ecos de la inexistencia de los alumnos bulliciosos. Pasaba
el tiempo y yo acariciaba una naranja aterciopelada que no alcancé
a comerme durante los recreos, simplemente porque temía su acidez,
y le temía tanto que había decidido devolverme a casa
con ella, acariciándola; palpándola en su inmensidad de
fruta proveniente de árbol con raiz, preguntándome acaso
si su silencio sería uno prepotente y arrogante de naranja amarilla.
Apareció entonces ella, con su figura tan colorida, asustándome, gritándome, persiguiéndome con su picote de pajarraco, diciendome cosas que una niña como yo no entendía, o quizás ese era el problema, que ella creía que yo no la entendía pero si la entendía, y me asustaba y quería llorar, y sané mi rabia comiéndome la naranja, mientras calculando la puntería le tiraba las semillas directo a la cabeza, con rabia y dolor. Llegó
Sor Ilusa, que podía ser cualquiera, y la espantó,
le dijo que se fuera, que me dejara tranquila y yo la miré como
diciéndole: -¡ja! ¡ves!; con mi deliciosa actitud
de niña: Dió la vuelta con actitud irónica y cierta envidia de mi calidad humana tan fina y se fue la colorida Guacamaya tropical sin victimismos sobre su vida de enclaustrada y reclusa del más miserable y asqueroso colegio de monjas que puede haber existido jamás. -En la vida de la Guaca, y en la mia por supuesto-.
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