Cruz no sabe mucho de literatura. Apenas unos libros le parecieron suficientes y ahora se ahoga en puzzles que representan castillos, bodegones y mierdas así. Y sabe, no obstante, que su vida, con su trabajo y sus decepciones, no será nunca escaparate de musas ni esbozo de nada. Y con ello vive. Cruz no quiere saber dónde ciertos fiordos ni otra forma de dar los buenos días que no sea la que empleó esa misma mañana. Todo le sobra, todo le está de más en una vida venida a menos. Que le dejen, reza cada mañana, que le dejen ser invisible con sus ropas de ser invisible, con su hablar metódico y aburrido, con su discreción asustadiza. Que le dejen estar, piensa, mientras acude al ambulatorio a que le receten vida anodina. A veces Cruz parece despertar de su vivir comatoso y se engalana cual balcón consistorial para salir a la calle; pero estos deslices apenas duran una par de esquinas más allá, cuando defraudado el ánimo, decide volver tras sus pasos buscando la forma de su sillón, la hechura de una existencia que tan bien reflejan las marcas sobre el scay. Los finales de esos días suelen ser especialmente agrios tras el breve y fatal optimismo. Cruz se ahoga, se mortifica y se bebe tres, cuatro, ginebras sin hielo, a mala sangre, así revientes, se dice luego, cuando le dejan las arcadas. Cruz se odia por ser como es, por parecer lo que es, por comer lo que es. Pero de todo esto se dio cuenta muy tarde, cuando ya la vida lo había embutido y su masa no dejaba hacer a su pensamiento. La ginebra le daba buena cuenta de todo lo que dejaba pasar, de todo lo que se debía a sí mismo, pero la mañana le atenazaba las ideas, le acobardaba el paso y le empujaba a la calidez de lo anónimo. Y Cruz dejaba hacer a sus miedos, a sus espasmos caligrafiados, sin pensar en qué: sin pensar. Otros estamos para darle forma a ciertas vidas, inventadas o no, sufridas o no. Cruz -o eso reza su buzón- dejó de ser vecino el día que lo sacaron con los pies por delante de su piso contiguo al mío. Yo me inventé el resto: una vida digna al menos de cuatro párrafos mal destilados. A los pocos días una pareja de jóvenes, enamorados o no, ocuparon su piso, y su buzón comenzó a ser frecuentado por cartas que decían ser depositarias de regalos incrédulos y subscripciones idiotas. Cruz jamás recibió otra carta que no fuese el impago de su propio aborto ni saludo más allá del socorrido "estimado cliente...", Cruz se merecía, qué menos, cuatro párrafos inconexos.
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