Popeye
Dorran [@] [www]

Conocí a Popeye a finales del noventa y uno, mientras transportábamos ascensores desde la fábrica de Zaragoza hasta la Exposición de Sevilla. La noche que lo conocí quedó en Écija, más allá de las cuatro de la madrugada, enrollado a las piernas de una tal Vanesa cual serpiente farmacéutica, convidando a tragos a toda sombra que se moviese cerca de él. Continuamos bajando ascensores a la exposición durante varios meses: comíamos en Almuradiel, serpenteábamos Despeñaperros y los morros de nuestros camiones asomaban en Andalucía vitoreados por los olivos.

Físicamente Popeye era como su apodo, su rostro era un mapa topográfico en relieve y en él se reflejaba lo fuera de sitio que se encontraba ya. Popeye era un clásico de una época pasada, cuando las carreteras eran intuitivas y la máxima velocidad permitida parecía un récord difícil de alcanzar. La modernidad le había venido grande y eso saltaba a la vista cuando uno subía a la cabina de su viejo Scania que había hecho tapizar tras una noche en que le levantó la ganancia de su viaje a un Navarro confiado -con aspecto de no haber corrido un encierro en su vida- gracias a un buen par de manos al Julepe. Por entonces los viajes se cobraban en destino y billetes, y las timbas nocturnas que se organizaban a lo largo de todas las rutas dejaban a más de uno los bolsillos tan despoblados como un polígono industrial un sábado por la tarde. La época de Popeye había sido empujada al olvido del blanco y negro por las multinacionales que se iban implantando y que traían consigo una forma de trabajar más Europea, más oficina que almacén, más café de máquina que carajillo. Popeye supo que todo se iba al garete el día que vio un código de barras.

A él, un nómada con domicilio fiscal en cualquier club de carretera, un ortodoxo de la vieja escuela que nunca se detuvo más de cuatro días en el mismo lugar, un desarraigado que renegaba de autoservicios y autopistas, no iban a venir ahora a explicarle cómo funcionaba el transporte cuatro muchachitos adocenados con un máster bajo el brazo y muchas ganas de tocar pelotas.

-Lo dejo -me dijo la semana pasada mientras cenábamos en un polígono de Leganés-, esto ya no es para mí. No se puede funcionar teniendo que estar al quite todos los días del BOE para saber si tu vida es legal o ilegal. La madre que los parió. No pueden parar quietos un momento. Se lo pasan todo el tiempo cambiando normas y leyes. Aún no tienen algo reposado cuando llega otro y decide justificar su sueldo moviendo todas las piezas.  El caso es moverse aunque no sepan hacia dónde y el que se queda quieto la palma, a lo visto.

Mediado el tercer carajillo me confesó que se había agenciado un pisito en un pueblo de la costa valenciana junto a una chica que llevaba años visitando en el club donde trabajaba y que se había conformado en lo más parecido a un familiar. Sentí que -ahora sí- concluía una época, ahora que los últimos protagonistas de la misma ponían pie en tierra y el glamour de la ruta se pudría en manos de las estaciones con autoservicio. Y es que, echados a perder los afines a recauchutados y apaños cubanos, se llevaban con ellos las batallitas de sobremesa y una forma de andar por la vida más conforme a lo hecho pecho que a derecho.

Nos íbamos quedando los nuevos, los hijos de un título que supuestamente acredita nuestra capacidad profesional, los pisapedales que a duras penas distinguimos un compresor de un colector pero que memorizamos el número de Asistencia en carretera 24 horas en nuestro móvil con ágiles movimientos de los dedos, ti, ti, ti.

Popeye y yo alargamos la sobremesa hasta cerca de los desayunos ya que difícilmente nos volveríamos a encontrar en la ruta y fuera de ella éramos extraños que nada queríamos el uno del otro. Me regaló un monto de novelas del oeste que llevaba en la cabina desde hacía años y que releía una y otra vez como quien escucha las mismas canciones o escupe las mismas monsergas. Nos despedimos deseándonos buena ruta y yo me quedé allí mientras el viejo Scania y la vieja ruta se iban alejando camino de la costa.

Ayer me vino un "¿sabes la última?" contándome que Popeye no había llegado a la costa el día que nos despedimos, que habían acabado él y   su camión en el fondo de un barranco cualquiera y que a los de la Cruz Roja les había costado Dios y ayuda distinguir el cuerpo de Popeye del paragolpes delantero del Scania. Quise creer que Popeye como último acto de chulería había decidido morir en la plaza pero las fuentes médicas indicaron, negando toda literatura, que Popeye había sufrido un infarto justo en el momento de negociar una curva en la que quedaron restos de unos neumáticos más quemados que su vida.

A la mierda el BOE, pensé.

 

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