Soy un hombre de costumbres sencillas y de vicios tímidos. Sin ir más lejos, me gustan las mujeres que fuman cuando fuman. Me produce un placer indescriptible ver unos labios (gruesos, finos, claros, desiguales, pero siempre de la boca) alrededor de la boquilla; las mejillas (redondas, lisas, sonrosadas) ahuecándose febriles, los ojos (azules, castaños, con largas pestañas, con maquillaje o no) semicerrados por culpa del humo reparador; los pechos (pequeños, grandes, turgentes, con los pezones de punta, redondos) irguiéndose insinuantes para recibir toda la sustancia y las sustancias del cigarrillo (rubio, negro, light, mentolado), los pulmones infringiéndose un daño inútil, los dedos índice y corazón sujetando el deseado veneno (ninguna mujer, pocas de ellas, sujetan el cigarrillo con el pulgar; todos los hombres, muchos de ellos, lo hacen a menudo, lo tengo comprobado). Con delicadeza femenina (ahora sí: todas las mujeres) apartan el cigarrillo de la boca, con voluptuosidad se tragan el humo. Así que quisiera dar las gracias (sin que siente precedente) al señor Clinton por su campaña anti-tabaco (a ver si las autoridades españolas toman ejemplo), porque me está ahorrando muchos malos ratos, muchos orgasmos involuntarios cuando entro en un bar, y estás tú fumando en la barra; me ha ahorrado muchos placeres excesivos cuando alguna fumadora me pide fuego, y me ha ahorrado muchos amores indebidos con mujeres a las que sé que no quería o no tenía que querer, pero que me han ofrecido un cigarrillo de una forma irresistible. Muchas se lo encienden poniéndolo en el borde de los labios y acercando el fuego sólo a la puntita del cigarro, como si tuvieran miedo a quemarse, con eternos gestos de niña bien previamente estudiados. Estas son de las que tiran el humo en un único chorro de aire, delgado y triangular; suelen ser de las que no se tragan el humo y lo llevan por aparentar, porque el cigarrillo hace mayor, y porque saben que hay muchos hombres que, como yo, se vuelven locos por las mujeres que fuman.
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