Ocho horas de trabajo mas una de ida y vuelta. Llevas al crío al colegio o lo recoges por la tarde, según el turno. Aguantas la bronca de tu hijo que, parece mentira papá, que a tus años no sepas dividir con decimales. Te tragas tu opinión sobre las divisiones, en general, y con decimales en particular. Lo que antes solo eran palabrotas ahora puede ser considerado malos tratos verbales. Así que farfullas algo entre dientes y te prometes que el jodío enano se queda sin chuches; por listillo. Quince a nada. Como ya hace tooooda una hora que ha merendado, está que se desmaya. Le preparas la cena a la carrera, al mismo tiempo que le duchas y, es que parece mentira, hijo, que a tus años no sepas ducharte solo; sin decimales. Juego, set y partido. Llega tu mujer a casa y, con voz que solo se oye tres pisos mas arriba, te da una charla sobre "lo innecesario de poner la cocina patas arriba, sólo para freir un par de huevos". Aplausos de las vecinas y gritos de "ahí, ahí". Asientes, porque no te apetecen morros para cenar. Si tienes el turno de tarde, por la mañana pones una lavadora y planchas algo, mientras te prometes que no comprarás mas pantalones con pinzas, maldita sea, oye, que no hay forma de arreglar esto. Te acuerdas del fabricante de prendas delicadas y de sus instrucciones de planchar del revés. Y de su madre. Trincas el bote ese que cambia el polvo por brillo y ves que sólo lo cambia de sitio. Te disparas hacia el pasillo y devuelves la lavadora a su lugar que, ¡hay que ver cómo centrifuga, la condenada! Te pegas diecisiete viajes a la puerta y explicas que no, que no necesitas butano; que tampoco quieres una alfombra, paisa; que puede que Jesús te salve pero, antes, has de pasar el mocho. De todas formas, te endilgan "La Atalaya". Rechazas un seguro, lotería pro viaje fin de curso y, a pijo sacado, haces como que friegas el suelo mientras contestas a una encuesta telefónica. Con el tiempo justo, sales cagando leches hacia el hiper, mientras vas leyendo la lista en voz alta, decidido a comprar carne envasada, por mis muertos, que hoy no estoy yo para hacer cola en la carnicería. No importa, la cola es en la caja. Por la noche, después de cenar, te derrumbas en el sofá decidido a levantarte en diez minutos -sólo diez, por favor- y cumplir la promesa de escribir algo todos los días. Te golpea un cojín en la cara y oyes, allá a lo lejos, una voz que te dice que, para roncar, podrías ir a la cama, que así no hay forma de ver Ally McBeal. Te arrastras hasta el cuarto de baño y juras, SI, JURAS, que de mañana no pasa; mañana escribes una página. Por lo menos.
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