Esta leyenda nunca ha sido escrita, ha recorrido como alma que lleva el diablo durante siglos, de padres a hijos, las calles de Inglaterra. Desde aquella primavera de 1673, en la que un rey movió mal sus dieciséis piezas… Guillermo caminaba con paso firme alrededor de su castillo, era mediodía y un calorcillo suave le recorría la piel. Ajeno a lo que le ocurriría después, se sentía alegre, despreocupado. Al rato, María se acercó a él, y juntos terminaron el paseo, cogidos de la mano. Ya en el castillo, Guillermo recibió la noticia de la visita del duque Jacobo, su tío. Se extrañó, porque era insólito ver a Jacobo en sus tierras y se imaginaba que no traía consigo buenas intenciones. Era la hora de comer, exquisitos manjares decoraban la mesa con su aroma y su aspecto, pero Guillermo había perdido el apetito; sin embargo, el pequeño príncipe Carlos devoró como una fiera hambrienta cuantos platos le colocaban. María se sentía muy orgullosa del niño, casi siempre era obediente y amaba sobre todas las cosas a sus padres, tenía cinco años y era un chiquillo alegre y soñador. Guillermo, con semblante preocupado, no había tomado nada; los nervios le habían provocado dolor de estómago, notaba cómo éste se contraía al más leve movimiento, y en esos momentos era lo único que no necesitaba, el dolor sordo y constante instalado en su cuerpo. Pasadas unas horas, llegó el coche de caballos del tío Jacobo, hermosos corceles negros anunciaban su llegada. Todos llegaron fatigados, excepto Jacobo, claro. Saludó sabiéndose el amo de la situación, dando órdenes, caminando lento y elegante. Todavía conservaba cierto atractivo, a pesar de que era un hombre maduro, rondaría los cuarenta años. Debajo de aquel cabello artificial color castaño se escondían numerosas canas, pero esto no lo sabía casi nadie, salvo sus sirvientes más próximos. Sus finas ropas eran mucho más caras que las de Guillermo y María juntas, pero esto no era lo que daba vueltas en la cabeza de su sobrino. Guillermo no podía explicar correctamente la razón por la que Jacobo le odiaba tanto, sus ojos azul hielo poseían un brillo malévolo, como los ojillos calculadores de una rata. Jacobo era católico, se había convertido al catolicismo el año anterior y Guillermo era el líder de los protestantes europeos, pero eso no explicaba el odio tan profundo que Jacobo sentía hacia Guillermo. Tal vez la situación de que Guillermo fuera rey de Escocia e Irlanda, mientras que él era sólo el duque de York, y tal vez el pensamiento de que el joven Guillermo pudiera arrebatarle el trono de Inglaterra, le preocupaba. O le molestaba demasiado el hecho de ser parientes. O no soportaba ver felices a Guillermo y María, y, sobre todo, odiaba al pequeño Carlos, fruto de la felicidad. Recientemente había muerto su esposa y se sentía muy desgraciado, pero no era una razón de peso para arruinar la felicidad de los demás. Por estos motivos, pensaba el rey Guillermo, su visita iba a traer consecuencias mucho más graves que las que se esperaban. Si el hecho de que el duque estuviera allí era insólito, más insólito lo fue el de que le propusiera jugar una partida de ajedrez a su sobrino Guillermo. Era muy extraño recorrer tantos kilómetros para jugar una simple partida de ajedrez. Y Guillermo aceptó, siempre había demostrado buenas facultades para la lógica y la concentración y no tenía ningún miedo a ser derrotado aunque con este adversario sentía un leve temor. Le preocupaba el dolor persistente de estómago, era inusual, como la visita de Jacobo. -
Para esta partida, Guillermo, estableceré unas condiciones - exigió
el duque sin esperar respuesta -. Si yo venzo, pagarás cara tu
derrota, el castigo que te impondré será terrible, y claro,
si el que vence no soy yo, lo mismo. ¿Lo has entendido? El material del tablero de ajedrez era de marfil con incrustaciones en oro y plata. Había sido confeccionado a mano, especialmente para Guillermo y su familia. Los sesenta y cuatro escaques bailaban bajo la vista de Guillermo, blancos y negros, negros y blancos, blanco por aquí, negro por allá… Guillermo se daba perfecta cuenta de que ese juego simbolizaba una guerra silenciosa entre ellos dos, y lo que le preocupaba es que el objetivo del juego era dar jaque mate al… En ese momento entró de puntillas en la habitación el pequeño Carlos, tenía miedo de aquel hombre de negro, y no sabía a qué jugaban, por eso su pequeña cabecita decidió que lo mejor era guardar silencio. Se escondió tras un sillón color caoba y desde allí observaba los lentos movimientos de los dos hombres. Al poco rato se quedó dormido. La partida era difícil para Guillermo, él que nunca había jugado con un adversario tan poderoso. Pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, mientras que Jacobo sonreía con malicia. Era como estar jugando una partida de ajedrez con la muerte, Jacobo vestía de negro y en su rostro no había color, sus ojillos de rata, su sonrisa malévola y su respiración eran lo único que le hacía parecer vivo. Vida y muerte, muerte y vida. Otras palabras que daban vueltas alrededor de Guillermo. Finalmente se produjo el jaque mate definitivo, el rey adversario del rey de Jacobo había perecido en el intento, Guillermo había perdido. El deseo de aniquilar se hizo realidad…. En ese momento, el niño despertó, como alertado por algo que iba a ocurrir y no sabría explicar. Carlos miró a ambos lados, vio a Jacobo que sin mediar palabra rajó el cuello de su padre y observó silenciosamente cómo la sangre manchaba el marfil del tablero, la mesa de caoba y por último la alfombra del suelo. El cuerpo de Guillermo cayó ya sin vida a la alfombra y mientras caía Carlos imaginó que su padre le había visto allí, escondido. Con la alfombra dorada y tintada de rojo, su tío enrolló y escondió el cuerpo. El testigo mudo se convirtió en estatua muda del asesinato de su padre y se juró que vengaría su muerte. Mientras el niño sentía su impotencia y juraba, Jacobo huyó; María no estaba en casa y el duque no tuvo problemas, salvo con la sirvienta con la que tropezó, a la que amenazó. Días más tarde, la sirvienta apareció decapitada en los alrededores del castillo de Guillermo. Este hecho no se hizo público, no hubo pruebas y no hubo declaraciones, pues el niño Carlos no volvió a hablar jamás, salvo con una persona. Su personalidad, antes alegre, se volvió más cerrada. Y siempre alimentó el deseo de vengar a su padre. Pasaron unos años, y en ellos Carlos aprendió a jugar al ajedrez en compañía de un viejo ajedrecista, con el solo objetivo de ponerse a la altura del duque Jacobo y retarle a una partida. Su madre, María, había muerto, tal vez no pudiendo soportar la tristeza de perder a su marido. Mientras tanto, Jacobo logró ser rey de Inglaterra, sin miedo de que nadie le quitara el puesto, porque el único que podría haberlo hecho era Guillermo y estaba muerto. Se volvió a casar y tuvo un hijo al que llamaron Francisco. Éste heredó el autoritarismo de su padre, algo que necesitaría para sucederle en el trono. Cuando el viejo jugador de ajedrez creyó que Carlos estaba preparado, se despidió de él, le había tomado cariño y no quería saber cómo terminaría la historia. Habían pasado veinte años y Jacobo ya era viejo; esta vez, Carlos fue el que le retó a una partida de ajedrez, el viejo Jacobo sonrió de la misma forma que veinte años atrás había sonreído a su padre, también le brillaron los ojillos de rata de igual modo, todavía creía ser el amo de todas las situaciones. -
Si yo gano, me entregará su reino y su vida, y si vence yo haré
exactamente lo mismo, ¿de acuerdo? Esta vez no hubo testigos, pero la muerte estuvo presente todo el tiempo, tres jugadores jugando a un juego de dos en una mesa. Tres, dos, uno… -
Jaque mate. En el caso hipotético de que el joven ganara, la muerte de su padre habría sido vengada y su dignidad recuperada. Y en el otro caso hipotético de que el viejo fuera el vencedor, habría disfrutado sabiendo que seguía siendo el amo, que una vez derrotó al padre y otra vez derrotó al hijo. Parece claro que uno de los dos tiene que haber salvado su vida, pero, ¿qué es lo que de verdad ocurrió? En el instante en que el joven pronunció las palabras mágicas, "jaque mate", la respiración del anciano se intensificó como si le faltara el aire, a su lado la muerte sonreía. El viejo se llevó las manos a la garganta, por primera vez parecía sentir miedo en su vida. El joven miraba sorprendido, viendo cómo se escapaba su deseo de venganza en la muerte natural del viejo, todos sus años de práctica con el ajedrecista para nada, ¿oh sí?; en realidad, él había ganado, Inglaterra era suya, y aunque no había acabado él con la vida del viejo, el resultado había sido el que siempre soñó. El tablero, esta vez de oro y plata, no se tintó de rojo, la mesa y el suelo no se mancharon, y Carlos no tuvo que escapar con un bulto en las manos. Cuando salió y sin querer se cruzó con la sirvienta, le dijo: - Disculpe, creo que el viejo ha muerto. La sirvienta, que había oído la historia del príncipe mudo, se sorprendió por el hecho de que hablara con ella y, obviamente, por la muerte de Jacobo. Carlos caminó tranquilo, igual que aquel mediodía veinte años atrás en que su padre caminaba del brazo de su madre, y sonrió para sus adentros. Inglaterra era suya.
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