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La mirada de él huía de todo posible acercamiento, a aquellos dos caramelos de chocolate que parecían prometerle un paraíso de dulzura y querer tragárselo irremediablemente. La situación le producía una cierta vergüenza, que lo ayudaba a mantener el ancla racional. La mirada de ella en cambio, lo recorría tratando de absorber y almacenar cada pliegue, cada hoyuelo, cada cabello de rebelde plata. Tratando de interceptar esos ojos huidizos, aunque sólo fuera para regalarle un segundo de conocimiento. Al
llegar al quinto piso, abrió la puerta, miró a ambos lados
del pasillo y la dejó pasar. Allí
se encontraba ella inmóvil. Frente al armario de espaldas a la
ventana. Delicadamente
lo ayudó a desvestirse, descubriendo
un cuerpo que apenas delataba el paso del tiempo. Vencida
por sus rodillas, cayó frente a él y aún temblando,
hundió la cara en su ingle, cerró los ojos y se dejó
inundar entera por su esencia. Y mientras ella se perdía en aquel triángulo de las Bermudas, deseando que el mundo entero se detuviera en ese instante para siempre, los ojos de él escapaban a la realidad de los tejados vecinos. Por
un segundo bajó la vista, era tan suya, tan incondicional, tan
pequeña... Se sintió turbado. Tomándola por los hombros, la llevó al pequeño camastro donde metódico y preciso le hizo el amor, hasta derramarse junto a un: "No!" suplicante. Todo
el tiempo mientras se vestía y bajaban en el ascensor, permaneció
ella callada. Frente
a la estación de trenes él se detuvo un instante, observándola
como para grabársela en el último segundo y añadió
enigmático: Y
mientras lo veía marchar, sólo pudo pensar que el amor cuando
llega, ataca a traición e inconvenientemente.
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