La
Facultad de Medicina, estaba situada detrás del Palacio Legislativo
y frente a la de Química. Pero a diferencia de ésta última,
sus sótanos guardaban celosamente, material puramente orgánico.
Lucinda tenía siete años, la primera vez que la visitó
acompañando a su padre. El hombre era catedrático allí
y como todos los principios de mes, se encontraba de nuevo en una de esas
interminables y tediosas filas frente a la caja de pagos. Eran los tiempos
anteriores a las transferencias electrónicas
y ante la insistencia de la niña de acompañarlo, había
accedido pensando que sería bueno enseñarle su lugar de
trabajo y hacerse la espera un poco mas entretenida.
Lo que en un principio, había pensado la niña sería
excitante, luego de media hora de espera, se había tornado una
verdadera pesadilla. Sumamente inquieta y acosando a su padre, rogó
al hombre dejarla ir a explorar el enorme edificio. El padre, pensando
que había sido una mala idea llevar a la niña y deseándo
tan sólo un momento de paz, la autorizó con las siguientes
indicaciones:
- Quédate por aquí cerca, que sino no te podré encontrar.
Revisa cada tanto la fila a ver por donde estoy y cuidado dónde
te metes. Ni se te ocurra bajar a los sótanos!
- Y por favor, no vayas a molestar a las clases - concluyó firme.
- Claro, papi! No te preocupes, me portaré bien - prometió
la niña, corriendo feliz a la nueva aventura.
Comenzó revisando los pisos superiores. La biblioteca le resulto
gigantesca, quizás debido a su propio tamaño. Ojeó
infinidad de tomos y publicaciones médicas, e inclusive la misma
bibliotecaria, le mostró un trabajo publicado por su padre. Así
fue como descubrió, que ser hija de un catedrático conocido,
le daba cierta inmunidad y privilegios.
Al seguir la recorrida, se detuvo en el departamento de medicina forense,
donde observó curiosa la infinidad de frascos, portadores de un
tipo de conserva brutal. Asi mismo, curioseando, fue como llegó
a las clases de anatomía. Le
llamó poderosamente la atención, ver salir a desencajadas
estudiantes de los primeros cursos, las cuáles llevaban guantes
y túnicas tan blancas como sus rostros.
Protegida por la muchedumbre, se acercó a la puerta a ver que era,
lo que trastornaba tanto a esas chicas. Al asomarse, vislumbró
amplias mesadas donde yacían lo que supuso restos humanos. Lo supuso,
ya que a su edad sus conocimientos de anatomía eran muy limitados
y los muertos de las películas de horror, no se parecían
en nada a ese depósito de chatarra.
Le sorprendió asi mismo, el hecho de que sólo sintió
una enorme curiosidad, no había en ella asco ni miedo. Quizás
fuera el que había tanta gente allí, quizás fuera
la naturalidad como hurgaban en sus respectivos trozos, o simplemente
quizás, el que inconcientemente no aceptaba la idea de que esos
montones de carne y hueso, le hubiesen pertenecido alguna vez, a algún
ser humano.
Probablemente este hecho se afirmaba, en que no se observaba ninguna cabeza
en el lugar y por ejemplo aquel torso
que descubría la bóveda de las costillas o aquellos miembros
solitarios, no diferían mayormente de lo que había observado
en la carniceria de su barrio. Los pies y las manos si la impactaban un
poco. Pero debido al largo baño en formol, la coloración
variaba tanto que podrían creerse los de algun muñeco de
goma.
Este tema la sorprendió un poco. Siempre había asociado
a los muertos con sangre, por consiguiente, pensaba en rojo. Se sorprendió
al notar los efectos del formol en la piel y parte de la carne (dependiendo
también, lo supo después, del tiempo de exposición),
dandole a éstos un tono amarronado digno de cualquier trozo de
puchero campesino.
- Llegas justo - le dijo su padre.
- Acabo de terminar. Dónde estuviste? Te divertiste? - le preguntó.
- Si, muchísimo. Recorrí la biblioteca y hasta estuve en
una clase de anatomía! - le informó eufórica por
su osadía.
- Pero estás loca? Cómo te vas a meter ahí!.
- No te preocupes, no me dió miedo y además es muy interesante.
Si quiero ser doctora, voy a verlo de todos modos.
La niña dijo ésto, sabiendo que ahí le tocaba el
punto débil al padre. El quería que alguno de sus hijos
siguiera su camino. "Cómo pues, podría negarle esa experiencia
ante una razón tan válida?." Pensó para si. Al verla
tan tranquila y segura, el padre no agregó más.
A partir de ese día, la niña lo acompañaba todos
los dias de pago. Aprendió con los estudiantes los nombres inverosímiles
del cuerpo humano. Estos, la habían adoptado como una especie de
mascota, asombrados por la falta de miedo de la niña, su curiosidad
insaciable y su inexplicable estómago a prueba de repugnancias.
Esto le había ganado un respeto importante, lo notó por
ejemplo la vez que una de las alumnas avanzadas (esas que ya ni siquiera
usaban guantes para las disecciones) se tomó el trabajo de explicarle,
mientras ella misma repasaba en voz alta, cada particularidad de aquella
pierna enorme que estaba explorando.
- Mira, éste músculo del muslo, como adviertes es un cuádriceps,
eso significa que tiene cuatro husos. Los ves?
- Y mira, este es el recorrido del nervio ciático, ese al que se
refieren las señoras viejitas cuando dicen que andan atacadas de
ciática.
- Y ésto, es un tendón. A diferencia del hueso, lo reconoces
por su color blanco tornasolado y es mas flexible. - decía, mientras
tironeaba con su dedo por debajo del presunto elástico.
Mientras explicaba todo, procedía con la mayor naturalidad a arrancar
los trozos de grasa adheridos. Estos tejidos, de color amarillo fuerte
y aspecto granuloso, no poseían demasiado valor educativo y obraban
más que nada, como una molestia de la que se deshacía en
enormes cubos de plástico gris, que pasaba a recoger un ayudante
de limpieza. Sus dedos brillaban impregnados de la sustancia resbaladiza.
Lo que le llamó la atención a la niña de manera alarmante,
era el olor de esta materia desagradable, que se distinguía aun
a traves del formol y sumado a éste, se hacía casi intolerable.
Le recordaba a algo, que no lograba definir del todo.
Así entre clases particulares de anatomía y cobranzas mensuales,
fue transcurriendo el tiempo, hasta que llegó el período
de vacaciones. Ese mes, se sorprendió de no encontrar a nadie en
clases, a pesar de que su padre ya se lo había dicho. Aburrida
y sin saber que hacer, recorría
las instalaciones sin saber a dónde dirigirse. Subiendo y bajando
escaleras, se encontró de pronto, en uno de aquellos largos corredores
que comunicaban las habitaciones de los sótanos.
El lugar le produjo escalofríos. Era un largo corredor estéril,
de un blanco sucio, del que pendían con espantosa distancia, tristes
bombitas de luz, que apenas creaban pequeños espacios iluminados
entre esas enormes penumbras. El lugar yacía en un profundo silencio
vacacional, lo cuál la asustó aun más. Con el orgullo
de niña valiente adquirido con los estudiantes, se forzó
a continuar.
Luego de un largo trecho, llegó a una habitación pequeña,
donde se encontraban las enormes cubas con tapa que albergaban el material
de estudio. En esa habitación en particular, había cuatro
de color blanco, que le recordaron a grandes heladeras horizontales. Sobre
una de ellas junto a la asidera, la chiquilla observó una mancha
de sangre seca con los trazos de unos dedos.
Como una autómata, se encontró aferrándo dicha asidera
y levantando la tapa. Esperaba encontrarla vacía como las clases
de anatomía, como si los inquilinos de la Facultad, tomaran también
vacaciones. Por eso, cuando observó aquel ser que la miraba acusado
con esos fijos ojos redondos, flotando perturbado en su baño de
formol, emitió un grito asustado y soltó violentamente la
tapa, corriendo desquiciadamente buscando la protectora compañía
de seres vivos.
Todo el camino, la siguieron los ojos... Los ojos acusadores, los ojos
furiosos, los ojos violados... Los ojos. Le ganaban en cada recodo del
pasillo, corrían más rápido, se le clavaban en la
nuca, estaban en todos lados. Cuando aterrorizada llegó junto a
su padre y se abrazo fuertemente a éste, sintió el mayor
alivio de su vida... De nuevo estaba segura.
El padre, la miró advirtiendo el trastorno de la chiquilla y supo
automaticamente de donde venía y se prometió no llevarla
más con él, había ido todo demasiado lejos. Pensó
con alivio que pronto le daría una alegría. Como todos los
días de lluvia, había ordenado a la empleada doméstica,
que preparara secretamente tortas fritas, para sorprender gratamente a
Lucinda. Estas delicias rústicas, hechas básicamente de
harina, agua y grasa, se amasaban a fuerza de golpe de mano, formando
discos desparejos de aproximadamente diez o quince centímetros
de diámetro, a los que se les practicaba una hendidura en el centro,los
que luego se freían y espolvoreaban con azúcar.
Eran una de las golosinas favoritas de la chiquilla, por las cuales disfrutaba
de la lluvia. Al llegar a casa, la chiquilla advirtió la montaña
de tortas fritas apiladas en espera de ser freídas y se sintió
de nuevo felíz. Hasta que súbitamente, el olor de la grasa
de cerdo derritiendose en la sartén caliente, le produjo un vuelco
en el estómago.
Y mientras corría al baño y vaciaba sus entrañas,
no pudo dejar de maravillarse de las semejanzas.
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