Ven,
ven, ven, Se habían casado muy jóvenes, por el expeditivo método de los hechos consumados; la típica pareja emparejada por un azar que jugaba con dados marcados. De aquellos fangos vinieron gemelos, un niño y una niña, preciosos cuando se reían, encantadores, maravillosos. Al principio la vida pareció abrirse ante ellos como una apetitosa manzana, roja y madura, dispuesta a ser devorada con fruición. Por esa época, ella se pasaba el día cantando; le gustaba expresar lo que pasaba por su cabeza y en el fondo intuía que la vida les reservaba muy buenos momentos. A sus espaldas, inmisericorde, el tiempo iba haciendo su trabajo de zapa, sin armar mucho ruido pero de forma inexorable. Cuando fueron a hincarle el diente a la manzana comprobaron, con infinita desilusión no exenta de asombro, que su sabor era amargo; podrida por dentro, un ejército de gusanos la tenía tomada. Para entonces ya se habían perdido murtuamente el respeto, y las pocas esperanzas que les quedaban acabaron por evaporarse el día en que lo despidieron del curro por absentismo y desplantes a los superiores. Nunca llevó muy bien que alguien le dijera lo que tenía que hacer o cómo hacerlo; no iba con él. Siempre fue un bala perdida, un espíritu libre, un inconformista sin dos dedos de frente. Por no consentir en callar y tragar su orgullo, como todos los demás, dejaba a su mujer y los hijos con el culo al aire. Ella hizo de tripas corazón, persuadida de que su oportunidad había pasado. Se olvidó, al menos por un tiempo, del espléndido adarve que les tenia reservado el futuro a la vuelta de la esquina. Siguió cantando, pero cosas menos alegres. Se puso a trabajar limpiando la mierda de los demás, aguantando sus gilipolleces y sus miserias de nuevos ricos. Todo por sacar adelante a sus hijos y a un marido que ya empezaba a dejarse dominar por la botella, cada vez más predispuesto a gastárselo todo en vinos y juergas con los amigotes del bar. De cuando en cuando, como premio a sus esfuerzos, recibía alguna que otra paliza. Un codo por aquí, un guantazo por allá, unos pocos insultos bien escogidos de su amplio repertorio o, como mal menor, un silencio despectivo. Las cosas fueron de mal en peor, como suele ser habitual en estos casos. Se separaron entre insultos, malos modos y desplantes. Cada uno reprochaba al otro ser el culpable de haber perdido los mejores años de su juventud; ante eso, no tenían argumentos convincentes ninguno de los dos. Quienes más sufrieron la separación fueron sus hijos, pero ellos dos apenas se daban cuenta empeñados en despedazarse mutuamente. Él, siguió buscando una explicación a su fracaso como hombre entre los aterciopelados reflejos de las botellas, cada vez de menor calidad, hasta que acabó pidiéndole cuentas a un Tetra-brik. Mejor así; de esa manera se libraba de la tortura de ver cómo el preciado líquido disminuía a velocidad de vértigo. Ella, conservó la mente clara durante un tiempo; siguió cantando canciones, cada vez un poco más tristes. Al final, le fue imposible cargar el peso de su frustración a la espalda por más tiempo. Se dio a la bebida buscando una salida a la desilusión; ya nadie quería emplearla. Se pasaba las tardes dormitando y salía a la noche para hartarse de alcohol hasta quedar sin sentido. Descuidó la atención de sus hijos, por esa época apenas cantaba nada, limitándose a pasar de mano en mano como un objeto prestado. A punto estuvo de incendiar el piso, llevándose el fuego lo poco que le quedaba. Como colofón le quitaron la custodia de los niños; se derrumbó y ya no volvió a ser la misma. Tuvo
varios romances con tipos poco recomendables, pero ella lo daba por bueno;
mientras le pagaran la bebida, se dejaba hacer lo que quisieran. Sus pasos
se encaminaron a partir de entonces por el lado peligroso de la vida.
Cuando encontró a un viejo que le pagaba el alquiler de la habitación
y los chupitos por docenas, volvió a cantar con renovados bríos.
Un día, la escuchó cantar un representante del tres al cuarto
en un Karaoke de mala muerte. Cantaba con
voz ronca, incluso sensual, y al representante se le encendieron las alarmas.
Allí había carne de cañón, al menos para una
buena temporada.. No
se equivocó el representante. En cuestión de pocos meses,
y después de consentir en todo lo que le pedía, sexualmente
hablando, fue catapultada al estrellato mediático con una puesta
en escena muy cutre. Una orquestada promoción a escala provincial
a base de cuñas radiofónicas de dudoso buen gusto, carteles
en las cunetas de las carreteras más transitadas, como la M-30,
y el producto estuvo listo para ser amortizado con su primer disco y con
el apoyo de su nada desdeñable físico. Fue
aquél un año de vértigo, una vorágine continua,
sin control y, lo peor de todo, sin paracaídas. Se le inventó
un nuevo pasado, le buscaron a un famosillo como pareja estable, le crearon
una nueva personalidad.... Ella, incapaz de asimilar tanta información,
cambió el alcohol por la cocaína, las borracheras por el
éxtasis; dilapidó todo lo que ganaba en juergas, viajes
y saraos, y tardó bien poco en mandar a paseo al vejete que le
había proporcionado cierta seguridad. A su alrededor se formó
una nube de advenedizos que chupó de tan efímera fama hasta
dejarla seca como una pasa. Y fue, entonces más que nunca, vulnerable
a sus instintos primarios. Se prometía recuperar a sus hijos, ahora
que tenía una posición holgada, pero lo iba dejando para
el día siguiente y ese día no acababa de llegar nunca. Tal
como había aparecido, de improviso,
su estrella se apagó; pasó de moda tan rápidamente
que ni ella misma se dio cuenta. Nadie la echó de menos. Enfilaba
el ocaso de su efímera carrera como famosa. Al final se dio cuenta
que había perdido el ultimo tren a ninguna parte, ya no vendrian
otros. El bajón fue una interminable caida a los infiernos. Se
encontraron una noche especialmente fría mientras buscaban la protección
de una fábrica medio derruida, huyendo de la congelación.
Al principio no se reconocieron; sus humanidades habían cambiado
tanto..., pero seguían siendo ellos. Al final, en lo profundo de
aquellos ojos extraños, consiguieron recordar a la otra persona.
Afuera, la gente se afanaba en sus últimas compras antes de celebrar las fiestas más hipócritas del calendario. Los árboles de navidad, atiborrados con miles de luces, iluminaban las calles asfaltadas. El aire olía a nieve; no tardaría mucho en caer una buena nevada, que dejaría la ciudad como un pesebre, digno colofón a tan sentidas fiestas. Al otro lado del puente se oían lejanas voces de chiquillos cantando villancicos navideños, risas y ocasionales gritos de júbilo de los consumidores que retornaban a sus cálidos y seguros domicilios. En
este lado del puente una voz cascada
y ronca, por los excesos, entonaba los primeros compases del blus del
autobús. Antes que aquella voz ronca terminase su desgarradora balada, la nieve de ese lado del puente ya estaba sucia y amarillenta. El viento del olvido había hecho mella en ese lado. Descorchado y lleno de mugre, el puente gris oscuro acogía entre sus arcos a los parias de la diáspora navideña. Dos
figuras derrotadas, pero irreconciliables, se abrazaron durante unos momentos.
Luego, cada uno siguió apostado en su mundo imaginario.
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