El
fraile se empinó sobre las sandalias, tomando el alféizar
con la punta de los dedos y asomó apenas la cara por la pequeña
ventana del Monasterio.
Recibió la brisa entrecortada por los barrotes, hinchando el velamen
de su capucha. Dirigió la mirada algunos kilómetros allá,
al morro que sobresalía en rumbo oeste sobre el mar y en cuya cresta
reposaba sereno e inexpugnable "El Castillo Azul". Ella estaba allí,
en claustro. Suspiró para sí el fraile: tan
cerca pero tan lejos...
Cerró los ojos y pudo oír el melodioso ascenso de las notas
gregorianas llegando a buen puerto desde el convento, salvando sin problemas
la distancia y el estruendo del océano abrazando al continente.
Sí, se podía oír su voz con claridad, la distinguía
de entre el resto del coro femenino. Su voz ingresaba al aposento, planeaba
sobre la mesa, se posaba en el lecho, colmaba de luz su humilde morada.
Cómo no poder usar a las gaviotas, que tapizan el cielo brumoso,
como mensajeras de su soledad, su melancolía y sus demás
fuegos internos? Cómo no poder volar junto a ellas y deslizarse
a hurtadillas en sus brazos, hacia su presencia, en complicidad
con la noche?
El fraile arqueó las cejas cuando una estela del mar movido rompió
contra el macizo que sostenía la morada de su amada y lo sacó
de concentración, desvaneciendo el encanto que había generado
su imaginación, con sor Carmen junto a él, en la celda,
pese a la distancia.
Movió la cabeza en señal de desaprobación y regresó
sus pasos hacia la mesa. Escribió la última línea
de la carta que había iniciado temprano, cuando el crepúsculo
lo sorprendió despierto, pensando en ella. Era inútil, estar
al servicio del Señor, tenía sus ventajas y también
sus sacrificios. El fraile se resignó en el asiento, firmó
la misiva y con el dedo índice, finalmente, pulsó el botón
de Send.
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