He
ido de visita, como todos los jueves al Hospital de los Epilépticos.
Su entrada es grande, blanca y muy silenciosa. Una enfermera de cara amable
me sonríe como de costumbre: "Hombre, señor Pérez,
ya le estabamos esperando" Sí, claro, me están esperando
porque toda esta gente, condenada a la rutina
diaria de un hospital, ve en mi visita un desahogo y un momento de
liberarse de todos sus miedos. Temen la enfermedad, el no saber cómo
afrontarla, el pensar que acarrearan toda su vida con ella, con esas convulsiones,
con los ahogos, las pérdidas de consciencia...
- Buenos días Sandra, sí, yo también estaba deseando
que llegase el jueves.
Ya me sé el camino de memoria, así que con leve gesto me
indica, como siempre, que la puerta sigue ahí, abierta para mí.
Descubrieron
que tenía epilepsia en plena flor de mi pubertad. Entre un acné
insoportable y esos tremendos gallitos de voz que emergen con los primeros
pelos de un bigotillo muy varonil, me diagnosticaron la enfermedad. Soledad.
El mundo se me cayó encima. ¿Yo, enfermo? Eso no es posible.
Lo recuerdo... Eran las cuatro de la tarde, estaba bebiendo un vaso de
leche en la cocina, y de repente, todo negro. Lo siguiente que recuerdo
era ya en el hospital, mi madre a mi lado, agarrándome la mano
y llorando. ¿Qué ha pasado?
Eran
más de las 7. Entre hipos y sollozos, mamá no conseguía
decirme lo que me pasaba. Miré al médico, que con su bata
blanca, charlaba en voz baja con mi padre. En días sucesivos seguí
desvaneciéndome, y convulsionándome en la cama, con una
enfermera que me controlaba los ataques. Sí, estaban seguros, era
epilepsia. El médico me lo dijo, "epilepsia, hijo, tienes epilepsia".
Me lo repitió dos veces dentro de una frase, como si con una no
me llegase. Epilepsia. Bueno ¿y eso qué es? Yo soy fuerte,
podré superarlo. Total, ¿qué no voy a poder yo superar?
Me sacó la botica y me mostró un puñado de pastillas
de colores: la roja por la mañana, la verde dos horas después,
la amarilla a pares con la comida... buf, demasiados colorines, mi estómago
no lo iba a resistir. Bueno, ¿convulsiones igual a pastillas?:
- Doctor, dígame, qué tengo?
Me lo repitió otra vez: "Epilepsia, hijo, epilepsia".
Y mi madre que se ponía a llorar otra vez. Bah, eso no es nada,
seguro:
- ¿Y eso qué significa?
- Significa una disfunción en tus conexiones cerebrales ... bla,
bla, bla...
En su discurso sonaban palabras que parecían chinas, terminadas
en itis y con apellidos latinos.
- Ya bueno, y en resumen.?
- En resumen significa: nada de alcohol, nada de tabaco, suficientes horas
de sueño,...
- Sí, ya, pero ¿cuánto tiempo? ¿Un mes?
- No, hijo, no. Toda tu vida.
Aquello fue demasiado. Del resto de la conversación no me enteré.
Me dijeron luego que me había vuelto a dar una ataque, y que además
casi me trago la lengua. Cuando recuperé la consciencia seguía
sin asumir toda aquella pesada carga que se me acaba de echar encima.
Toda la vida es demasiado tiempo, de hecho
es todo el tiempo del que disponía; yo, que estaba dispuesto a
comerme el mundo no podía tener trabas para mi conquista.
-Hola
chicos...- estaban sentados en la sala de conferencias, en silencio, mirándome
con esos ojos grises, ahora con un pequeño brillo. Me respondieron
al unísono:
- Hola.
- Para aquel día les lleve un libro de un escritor alemán,
con cuentos breves. Quería leerles uno y luego comentarlo con ellos.
Les leí un cuento de un hombre que, al no ser capaz de afrontar
su vida, acababa colgándose con un cinturón.
Stephan
estaba sentado en la última fila, solo, como si no quisiera participar,
pero tampoco perderse la charla. Llevábamos hablando un buen rato
de porqué la vida merece la pena, cuando le invité a comentarnos
su postura:
- No creo que la vida merezca la pena.- soltó secamente.
Stephan tenía epilepsia en un grado mucho más fuerte que
el mío. De hecho yo no tenía que estar encerrado en una
clínica, sino que con mi "simple" tratamiento de pastillas diarias
me llegaba para sobrellevar la enfermedad. Esto lo descubrí meses
más tarde de mi primer diagnóstico, cuando casi no lo cuento
tras un ataque, y el médico me
internó para "disciplinarme y enseñarme lo importante que
era tomar mi cóctel diario". Tenía dieciséis años,
y aún inconsciente me inscribieron sin mi permiso. Los primeros
días gritaba a diario cuando me encerraban en la habitación,
y me decían que no podía salir hasta que me tomase los medicamentos.
Un día en el patio conocí a un chico en silla de ruedas.
Estuvimos charlando y me contó que el tampoco se quería
tomar las pastillas, hasta que un día se dio cuenta de que era
mejor hacerlo. "¿por qué?", le pregunté.
- Mira, yo antes jugaba al fútbol, y podía ir a correr con
mis amigos. Me creía invencible. No estoy en una silla de ruedas
por ningún accidente. Un día
fui a hacer footing por el bosque, tuve un ataque estando solo y
permanecí inconsciente más tiempo de lo normal. Nadie pudo
venir a ayudarme. Cuando me encontraron unas personas, tenía la
lengua obturando mi garganta, a punto de asfixiarme, llamaron a una ambulancia,
pero mi sistema motriz había sido afectado. ¿Ves esta silla?
Pues desde aquel día hasta hoy.. hasta hoy y para siempre.
Esto
me hizo meditar, comprobar que yo aún jugaba con ventaja, que tenía
mucha suerte. A otros las distrofias musculares les habían causado
otro tipo de minusvalías, o cegueras, o incapacidad de hablar correctamente...
Empecé entonces a tomarme las pastillas.
- ¿Por qué no merece la pena, Stephan?.
- Porque la vida es una puta mierda, aquí estoy atado a mi enfermedad
sin poder hacer nada, con mis reflejos deteriorados, y así ¿hasta
cuándo? No es justo.
- ¿Quién ha dicho que sea justo? Aquí estamos todos,
con la misma enfermedad.
- Sí, pero tú juegas con ventaja, tú no estás
aquí todos los malditos días del año, viendo pasar
un día tras de otro, con la misma historia, mientras esto nos come
por dentro y nos mata el cerebro. Tú,
por lo menos estás fuera.
- Precisamente os he leído hoy esta historia para demostraros lo
contrario: tirar la toalla y dar todo por perdido no sirve para nada.
Cada día es un regalo, cada día es una ampliación
del paraíso.
- Eso cuando estás "fuera". Aquí dentro el tiempo no corre.
La epilepsia nos hace sombra a todas horas, como si fuera enviada de la
muerte.
Seguimos hablando un buen rato, y luego salimos a los jardines a pasear
un rato. Stephan no volvió a abrir la boca en todo el tiempo que
estuve de visita, pero tampoco se separó del grupo.
Por
circunstancias personales, los siguientes tres meses no pude volver al
hospital. Avisé a Sandra y ella se encargó de arreglar algún
otro entretenimiento para los chicos durante los jueves.
Ayer, volví:
- Hola Sandra.
- Hola Señor Pérez. Nos alegramos de que vuelva usted por
aquí. Ya sabe, como siempre, los chicos le esperan en la sala de
conferencias. - Me sonrió y me indicó la puerta.
Ayer llevé un CD de música clásica. Estuvimos comentando
la impresión que nos producía y porqué a algunos
les gustaba y a otros no. Miré para las últimas filas y
no encontré a Stephan. A lo largo de toda mi visita no se dignó
a aparecer. Me pareció raro, aunque no colaborase, siempre estaba
allí cuando yo iba. Decían que era a la única actividad
a la que acudía. Les regalé el CD, a ellos probablemente
les haría más ilusión que a mí. Cuando ya
me iba me paré un momento en el mostrador de Sandra:
- Disculpe que le moleste, pero me he dado cuenta que un
enfermo que venía antes siempre no estaba hoy... querría
saber si es que se le ha permitido ir a casa, o qué...
- ¿De quién se trata?
- Es un chico joven, Stephan Krugger, creo recordar.
Sandra miró los archivos del ordenador y de repente palideció:
- ¿Stephan Krugger?
Yo asentí.
- Creía que ya lo sabía. Apareció muerto una mañana
hará ya dos meses.
- ¿Muerte natural?
- No, se colgó con un cinturón de las tuberías del
baño. Lo encontramos a la mañana siguiente. No dijo nada,
no dejó ninguna nota... No sé, fue todo muy extraño.
- Gracias Sandra, eso era todo lo que quería saber.
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