Estaba
dentro del cajón, olvidado. Cada vez que éste era abierto,
su textura lo alertaba. Deseaba sentir el contacto de la mano.
Había pasado el tiempo, y allí seguía junto a otros
guantes de distintos colores. No todos eran de abrigo; estaban los de
hilo, tejidos al crochet; los de satén, para fiestas; los de algodón,
pasados de moda. Convivían todos muy ordenados, juiciosos y quietos.
Pero él era diferente, tenía sensibilidad y estaba solo,
su compañero hacía tiempo que se había perdido en
algún lugar. Lo extrañaba, pero para él lo más
importante era cubrir otra vez la mano de su dueña.
Indudablemente ella ignoraba su presencia, él no olvidaba su perfume.
Muchas cosas ocurrieron en ese tiempo en que quedó abandonado en
el cajón.
La gamuza de algunos, la suave cabritilla de otros, no le producían
ningún sentimiento. La nostalgia por su dueña, hacía
que lágrimas corrieran por sus dedos. Su congoja culminaba en un
gran desaliento, envuelto en la oscuridad e inmóvil.
Soledad, vivía o sobrevivía dentro de una confusión
de tiempo e ideas.
Ambulaba por la casa reconociendo rincones
con historias, albergando pensamientos agradables, y reviviéndolos
cuando podía.
Amanecía con los pájaros, recorría el jardín,
y sufría por no tocar la tierra, ya que su mano, padecía
una dermatitis aguda, por momentos sumamente molesta y dolorosa. El médico
le aconsejó no usar detergentes, o cualquier elemento o sustancia
que exacerbara la dolencia.
Nunca supieron decirle el origen y tampoco la forma de que se curara con
efectividad.
Los tratamientos parecían surtir efecto sólo al principio,
para luego volver a sentir su mano como en carne viva.
Un día arreglando los cajones, abrió el de los guantes y
sus ojos se posaron en el solitario y fino, ocupando el rincón.
Se lo puso; inmediatamente sintió una sensación de placidez,
de tibieza, de alivio. Cerró los ojos, llevando las manos juntas
hacia el pecho. Había hallado sin saberlo la piel que años
atrás había perdido.
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