Cuando entro, Polifemo ya se ha tragado unos cuantos náufragos y duerme, al parecer, en paz con su alma. El
alma de Polifemo tiene las dimensiones de quince estómagos de res.
Así, calculo, ha debido ingerir a la par algunos millares de litros
de agua salitrosa para ayudar su digestión. Detecto aún
el palo mayor de la nave cayendo desde uno de sus molares. Bien se ve,
lo ha utilizado de mondadientes. Ahora, Polifemo ronca. Yo,
como es costumbre, voy orillando su colosal superficie, cuestión
de varias horas, y luego salgo a corretear avutardas y otros seres a ras
de la playa hasta que oh, maravilla, avizoro otra embarcación.
Sólo que esta vez, junto a un horroroso gorgoteo traído desde la oscuridad de las entrañas, escupe seres amorfos de tamaño tan ínfimo que apenas distingo sus extremidades. Detengo mi movimiento rutinario para mejor estudiar el fenómeno. Los enanos -así he de llamarlos-, miles, sin caerse y como desafiando toda ley del aire, ponen rumbo a la entrada de la cueva. Temeroso, invoco a Zeus y a su hijo Eolo. A la Sta. Marķa de los Buenos Aires. A los ventiladores de la Era Contemporánea. Al turbo-transmutador de iones de este siglo. En vano. Los
microscópicos energúmenos
ya dispuestos sobre la roca que oficia de acceso, comienzan a generar
una suerte de hilos que se entrecruzan vertiginosamente. Yo, intuyo el
peligro. Doy un golpe al gigante en pleno rostro para advertirlo y huyo
antes de quedar encerrado para siempre en la caverna. El horizonte luce tranquilo y no hay embarcaciones a la vista. El mar va y viene sobre la playa. Voy y vengo sobre la playa. A veces cruzo por una zona en donde las rocas se agrupan conformando grutas y por las noches se enciende un globo, un único globo blanco encastrado en esa formación de piedra, y cuyo centro renegrido pareciera despedir lágrimas. Por eso, Aire al fin, me detengo una fracción de instante para enjugarlas.
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