Era temprano en verano y sin embargo las hojas de algunos arboles habían caído ya. La dama del sombrero de mimbre guardaba en su colección de atardeceres uno más, contemplaba el paisaje desde una roca en lo alto de una desfiladero y recreaba la silueta del hombre de los zapatos sucios en su mente, con precisa lentitud y sin gozo. El sol cae ya a su romance con el mar y la tarde se despide con la misma calma con que las imágenes vagan por la mente de la dama, ella, extiende las piernas y permite al viento meterse por debajo de la falda y acaríciale los sueños, siente en las piernas depiladas la angustia que provoca el ansia de tocar lo que no es suyo aunque le venga en la piel, el viento avanza un poco más y ella le despide cuando intenta alcanzar el incansable tic tac de su corazón templado por los años de lo que debería ser. La dama del sombrero de mimbre entorna los ojos y respira del mar su grandeza y se llena los pulmones de valor y de sal que se perderán al bajar a la villa otra vez. Ella lo sabe y poco le importa, piensa una vez mas en los zapatos sucios y deja caer una pequeña piedra al vacío, la ve perderse en el mar. El hombre de los zapatos sucios camina por sendas de tierra y piedra y sonríe a su soledad gastada, no lleva sombrero porque es amigo del sol, no lleva equipaje porque lo olvido en algún puerto, camina con la ilusión henchida, porque sabe que verá a la dama del sombrero de mimbre y el camino es corto para alcanzar a dibujar las miradas. Es tarde ya y aun no hay prisa, las piedras del camino son lamentos que esconde el polvo y el olvido, las olas del mar traen mensajes que siempre guarda en el armario, que le arrullan en las noches de quebranto, en que el sueño se niega a aparecer. El hombre de los zapatos sucios ataca la cuesta y jadea un poco, pero sabe que hoy no ha de desfallecer. La dama del sombrero de mimbre siente la piedra dura y fresca bajo los pies descalzos y recita el mimo verso que aprendió en la escuela, se lo recita a la nada y a ella misma, se lo recita en silencio, cavila con la cara al frente y degusta mares que ha de navegar, prueba el sabor del anaranjado cielo que se va, pasa la mano por el cabello hirsuto y se sacude la mirada de ese hombre que no está, tiende las manos a la roca y el peso de su cuerpo y de sus años descansa en unas manos que son suyas pero que serán de aquel, el que vendrá. La tarde es roja y el sombrero se alborota con el viento, igual la blusa y los recuerdos, el hombre de los zapatos sucios vuelve a dejar astillas en su mente, no las sacude, las palpa y las deja pasar. El hombre sin sombrero ve llegar aquella peña y acelera su andar, sin violencia, con la calma del que sabe a donde ha de llegar, camina en llano una vez más y tira de las ganas de vivir que lleva cocidas a la camisa, y se siente hidalgo y caballero tigre y pausa su andar para respira la brisa, húmeda brisa de atardecer. La dama está de pie y de cara al mar, dejó caer los zapatos sucios por el mismo camino que siguió la piedra, ahora contempla en el horizonte a un hombre que no usa sombrero porque es amigo del sol. El viento hace otro intento y no encuentra resistencia para levantar las faldas y las esperanzas en un soplo de enigmática canción. Hace de las suyas y le acrecienta el deseo a la dama del sombreo que mira a Venus nacer mientras la sonrisa amplia le adorna el rostro bronceado, mientras las piernas le tiemblan y el corazón se inventa un ritmo nuevo, un ritmo que desborda la razón. El hombre llega a las rocas y se desnuda los pies, coquetea con una nube y le sonríe al pasado, lo ve marcharse, lo ve inclinarse y sucumbir ante el presente cierto, le sonríe una vez más. La dama esta hecha jirones, el aire le sabe a poco y se sostiene el pecho que se desborda, el sombrero yace sobre la roca y la ilusión es ya más que una amiga lejana, es compañera de un viaje que se emprende. El hombre sortea las rocas y dirige la mirada donde el sol deja su ultimo adiós, en la cima, en la meta donde debería de estar, en la roca donde ahora posa el alma y descubre de nuevo a su soledad.
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