Yo,
que he visto el amanecer de las mariposas en los campos de la
siega tardía,
que he sentido en el rostro el agua cálida de una montaña
ardiente,
que he mirado sin miedo ni respeto al dolor cuando lo tenía de
frente,
que luché en los confines del tiempo con una estirpe que no era
la mía.
Yo,
que siendo orgulloso y altivo he recogido los desechos de los perdedores,
que he sentido placer en los actos que la religión llama pecados
carnales,
que alcancé la felicidad en un segundo de descuido de mis males,
que he sostenido un cuerpo retorcido por todos los dolores.
Yo,
que siendo muy poco me siento único y casi Dios en mi soledad,
que alguna vez, siendo niño, miré a los ojos del sol y sostuve
su mirada,
que he recorrido el ambiguo camino de los sueños de una noche a
mis pies postrada,
que embarqué por mares de alcohol y locura, sin amor y mucha maldad.
Yo,
que en mi mano sostuve la espada del divino monstruo alado,
que perseguí lejanas figuras inconcretas en ocultas sombras de
malsanas dudas,
que derrotado y herido busqué el clamor de las palabras en bocas
mudas,
que he sentido en mi pecho desnudo el puñal del frío clavado.
Yo,
que soy el ser de mirada brillante y alucinada que desafía a las
hojas del otoño,
el hombre que no nació de un Dios y una virgen y por tanto surjo
de la espantada tierra,
el amo de lo que no tengo y no quiero y de lo que me rehuye y el camino
me cierra,
el profundo libertador de mí mismo que del propio universo el poder
tomo.
Y
siendo tanto y nada, no llegando a ser más que un trozo de la piedra
primera,
pero logrando mucho más de lo que el hombre en su limitación
propone,
yo he alcanzado a construir el elevado palacio imposible de la quimera
y he tenido en mi mano aquello que al sueño
del diablo se le supone.
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