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Quiero que me lo hagas en un parque.
Pasó el tiempo pero aquel día cumplirían todos mis
deseos.
Estábamos
allí en el parque, sentados sobre el banco de los corazones tatuados
con fechas ilegibles sobre esa madera maquillada de tonos verdes. El sonido
de las gotas de lluvia marcaba en el suelo su estampa descarada, desafiando
la luz del día.
Fue en ese instante cuando su humildad arrodillada se coló bajo
mi falda. Allí estaba él, atrapado entre mis muslos calientes
a pesar de la temperatura exterior. Las gotas ahora también existían
dentro de mí. Sus manos rápidas como arpegios encadenados,
sulfuraban acelerando, mi olvido del lugar. El banco me abrigaba como
la calabaza a Cenicienta, sin huellas que recordar. Los zapatos volaron
a un charco cercano y los vi marcharse de la mano de mis pensamientos,
tan lejos, que el sol hizo un guiño llamando a alguna nube.
Se apoderaba de mis piernas y del resto de mi cuerpo con las caricias
propias de un demonio, mis bombillas de colores se encendían y
se apagaban ante esa electricidad casi hidrológica. Comenzaba a
empaparme la lluvia y la humedad crecía por todas partes, mojada
y sin ánimo de secarme, mojada y buscando un cortocircuito que
arrasara mi interior.
Caminaron varias sombras delante de la estatua
que conformábamos, postura sacada de cualquier libro. Miraban apenas
un segundo mientras mi pelo se desrizaba por encima de los hombros. Todo
el nervio se concentraba allí, a su lado, allí bajo la ropa
que lo tapaba completamente y tapaba la imaginación de cualquiera
que no tuviera ese olfato que deletrea el sudor, el roce de su aliento
confundido con escalofríos. Me sentí de nuevo animal en
forma de mujer devorada por los dedos de un
predador insatisfecho del poco ruido. Comenzó una sesión
mucho más rápida y yo me acelere al compás de sus
vibraciones. Ahora la luz y el agua navegaban libres por mis poros abiertos.
Ruido, gemido, respiración profunda.
La
situación hubiera encantado a un pintor de caricaturas de esos
que exageran las bocas: La mía estaba tan abierta como mis piernas.
Quería que no acabara y a la vez terminar, sentencié:
- ¡No termines!
- Aún no he acabado, me queda la uña del pequeñito.
Con un “clack”, sacado de cualquier información bancaria de factura
por pagar, salió de su escondrijo con una sonrisa marcada por una
gota en su boca.
- Un día de estos no sólo cortaré la uñas
de tus pies, repasaré tu sexo con mis dientes.
- Ese día dejarán de crecerme y no habrá razón
que te lleve a mi epicentro, recuerda que eres mi pedicuro, no mi odontólogo.
Le cambió la cara y abrió tanto la boca que pude ver un
atisbo de sarro.
- Deberías pedir hora con el dentista, es una experiencia inolvidable.
Me levanté, coloqué mi falda y caminé descalza sobre
el césped alejándome.
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