Le sorprendió
ver a Santi allí, en una librería. Trasteando
entre poetas, además. A él, que cuando le hacían leer en clase prácticamente
tartamudeaba. Santi también le vio. Por desgracia para Toni, ya que pensaba
evitarle.
-Hombre, cuánto tiempo.
-Hola, Santi, ¿cómo tú por aquí? -Procuró que sonara sarcástico.
-Ya ves. Ahora nosotros también leemos.
-¿Vosotros?
-Ricardo, Bruno y yo. ¿Te acuerdas de ellos? Estamos formando un grupo
literario.
-¿Cómo? ¿Un qué?
-Sí, sí, ya sé que suena casi ridículo, pero escribimos y nos leemos y
lo comentamos. Cada martes en el Café Siesta. ¿Por qué no te vienes?
-Pues...
-Sí, hombre, vente. Nos vendría bien que leyeras lo que escribimos. Tú
sabías mucho. ¿Qué estudiaste al final? ¿Derecho?
-Filología hispánica.
-¿Lo ves como sabes? Bueno, piénsatelo. Te dejo, que tengo que irme.
Se fijó en que Santi no había perdido el porte chulesco. Seguía siendo
aquel chaval más bien estúpido, de suspensos y cursos repetidos, con su
pendiente, su prematuro cigarrillo en los labios y sus aires de violenta
superioridad.
Pero Toni nunca se había sentido inferior a ese grupo de trogloditas.
Les consideraba estúpidos y engreídos. Los clásicos matoncillos del tres
al cuarto que disfrutaban humillando al debilucho. Al empollón. Toni,
que siempre había estado más bien al margen de ellos y de sus broncas,
siempre les había desdeñado y menospreciado. No entendía cómo no se esforzaban,
cómo no les interesaba nada en absoluto. Y no entendía cómo, encima, se
mostraban tan orgullosos, tan altivos, tan violentos.
Había que reconocer, de todas formas, que en su momento había sentido
cierta envidia: ellos habían entrado en una discoteca antes que él, se
habían emborrachado antes que él, habían follado antes que él.
Al final decidió presentarse en el bar. Por curiosidad, claro. Para reírse
un rato. Un grupo literario, qué ridículo. Y allí estaban los tres, aún
con aires adolescentes, con sus cigarrillos,
sus mecheros zippo. Pero rodeados de libretitas, folios manchados con
letra de niño pequeño, algún boli bic mordisqueado y un par de libros
de poesía.
-Toni -dijo Santi-, me alegro de que hayas
venido.
Sonrió mientras estrechaba aquellas tres manos que tantas collejas habían
propinado. Alaguna, no muchas, le había incluso tocado a él. Cruzaron
unas pocas palabras. Qué hacéis, a qué os dedicáis. Ellos a poco. Querían
aprender a escribir. Estaban leyendo mucho. Más que antes, desde luego.
Ya se sabe, cuando se es crío uno no se da cuenta. Pero aún se está a
tiempo. Claro, claro, lo importante es la voluntad.
-Te hemos traído unas cosillas -comentó Bruno, casi tímidamente-. Breves.
Para que las leas y nos digas qué te parecen.
-Pero sé sincero -dijo Santi-. Si no te gustan, dilo. Queremos aprender.
Cogió los folios impresos a ordenador que le ofrecían. Santi había escrito
un cuento sobre una ruptura amorosa,
lleno de atardeceres, cielos rojizos, corazones grises y cartas rotas
en miles de pedacitos (como los grises corazones). Bruno había llenado
cinco páginas con polisílabos y sentimientos inabarcables, situaciones
inexorables, realidades reconstruidas, pesadumbres
irreconciliables. El cuento de Ricardo era un cúmulo
de frases cortas, llenas de tacos y hachazos, disparos, sucia sangre
sobre el puto suelo.
Al final de uno de los tres relatos, Toni era ya incapaz de recordar cuál,
el protagonista se revelaba loco. En otro, todo era un sueño. En el tercero
había sorpresa final: el narrador era en realidad el culpable de todo.
Por supuesto, todas aquellas páginas estaban llenas de errores. Al menos,
los ortográficos, los que más duelen, no abundaban. Pero no había coma
que estuviera en su sitio, las concordancias fallaban, la sintaxis deslavazada
encriptaba el simple significado de muchas de las frases.
Toni dejó los folios sobre la mesa. Miró a sus tres antiguos compañeros.
Estaban nerviosos. Como todos los que escriben, querían oír halagos, buenas
palabras, vais por buen camino, tenéis que esforzaros un poco más, trabajad
más los textos, cuidad los detalles.
-Bueno, ¿qué? -Preguntó Ricardo.
-Sé sincero -volvió a mentir Santi.
Toni sonrió. Supo que se iba a reír.
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